Por largo en el tiempo que sea el curriculum de este dicho tan recurrente, parece haber llegado tan lozano a nuestros días. Antes incluso de sopesar su grado de acierto o desacierto, lo que hoy nos tienta es vaciar sin más preámbulos al juicio moral de toda objetividad y, con ella, del menor asomo de universalidad posible. Cada cual, o cada cultura y cada época, juzga a su peculiar manera -se repite- y hay tantos modos y objetos de valoración cuantos individuos se pongan a ello, igual que su valor varía conforme a las tradiciones o códigos morales que se escojan. Todos ellos parecen así agotarse en su relatividad a los diversos sujetos individuales o entes colectivos y, al final, a la cultura y a la historia. La reflexión que se le dedique podrá discurrir en un plano descriptivo-explicativo, pero le está terminantemente prohibido ascender al plano normativo. No hay tesis que, al menos en un primer momento, no acuse el golpe que le lanza el discrepante: bueno, eso es muy relativo… Nadie debe esperar más y todos podemos seguir sesteando en nuestros prejuicios.
Claro que el pensamiento dimitiría de su labor indagatoria si pudiera satisfacerse con semejante vacío. A Epicteto, desde luego, no le satisfacía ni poco ni mucho: “Tal es el comienzo de la filosofía: ¿está bien todo lo que así a todos [cada uno] parece? ¿Y cómo será posible que las cosas entre sí contradictorias estén bien? No todo entonces. ¿Mas lo que nos parezca a nosotros? ¿Por qué mejor que no a los sirios o a los egipcios? (…) ¿Y aquí no habrá, entonces, canon superior al parecer? ¿Y cómo es posible que no sea determinable ni investigable lo más necesario a los hombres? Sin duda lo hay (…). Y filosofar es esto, examinar y afianzar los cánones (kanónas)…”.
1. ¿Son valiosas las cosas porque así nos lo parecen o nos lo parecen por ser valiosas? Tal es la pregunta básica, que también puede formularse de este modo: nuestra opción moral ¿crea, inventa, construye la virtud de lo valorado o, más bien, se limita a descubrirla y expresarla?
A no dudar la respuesta ambiental del presente se inclinaría por la primera de esas opciones, que por lo demás cuenta con muchos y muy ilustres abogados en la historia del pensamiento. Para ellos no hay un valor intrínseco que debamos adjudicar a las cosas; calificar de “bueno” o “malo” equivale tan sólo a exponer nuestras particulares preferencias, se limita a manifestar agrado o desagrado, placer o disgusto, interés o desinterés ante el objeto de que se trate. De manera que valorar (incluido valorar moralmente) no es razonar, sino, en definitiva, sentir. Cuando afirmamos que esto o aquello tiene valor, venimos a expresar nuestras propias emociones, y no algo intrínseco que pertenezca de hecho a esto o aquello y que podamos señalar o probar con argumentos. Llamamos bueno simplemente a lo que deseamos, porque son nuestros deseos los únicos en conferir valor. Desde tal aserto, se desprendería que las emociones y sus impulsos derivados actúan como únicos apoyos de los juicios morales. La verdad del juicio moral reside en que su sujeto admira o reprueba (no en que admire o repruebe bien), y nada más que en eso; pero entonces esa verdad sólo vale para cada sujeto moral, que supuestamente siente a su irrepetible y singular manera.
2. Pero las razones que se enfrentan a doctrina tan potente no son menos poderosas. Podría comenzar por replicarse que tales sentimientos, ciertamente punto de partida del juicio moral, no agotan la conciencia del valor ni tampoco constituyen el punto de llegada de aquel juicio. Se olvidaría que toda emoción, en virtud de su componente cognoscitivo, está atravesado de racionalidad; y que todo sentimiento moral, así como la opción ética de la que emana y los juicios que transporta, aspiran a una validez universal.
Porque lo valioso no se deja contener por lo placentero ni, por tanto, tampoco lo admirable ha de confundirse con lo que trae consigo un placer sobresaliente. Si sólo el interés otorgara valor a las acciones con abstracción de otras de sus cualidades, no habría intereses objetivamente mejores ni peores, ni sabríamos medirlos u ordenarlos, ni tendría lugar conflicto alguno de intereses. Ahora bien, es un hecho que algo aumenta o disminuye en valor a nuestros ojos, y a los de todos, en proporción al descubrimiento y aprecio o ignorancia y rechazo de ciertas propiedades suyas.
Síntoma y a la vez condición de esta cierta “objetividad” de los valores es el hecho de que nuestros sentimientos son comunicables y que hacen posible los acuerdos entre nosotros. De hecho, se precisan algunos afectos básicos comunes para que podamos vivir juntos. El compartir muchos objetos de admiración, indignación o envidia significa que participamos de la creencia, no sólo de que hay actos buenos o malos y que es bueno ser bueno, sino de que mejor aún es lo excelente. La experiencia más común habla a nuestro favor. No sólo discernimos a cada instante diversos grados entre las cosas valiosas, sino que en nuestro fuero interno nos atrevemos a suponer (aunque a menudo las reglas de cortesía -o las trampas de la cobardía- nos aconsejen no explicitarlo) que tal gradación debería ser aceptada por muchos más.
Nada más frecuente que el desacuerdo entre los juicios valorativos de unos y otros, pero eso no debe llevarnos a creer que los nuestros carezcan de más apoyo que nuestra personal adhesión. Cosa distinta es que no dispongamos de suficientes puntales para saber mantenerlos o para confiar en nuestra destreza dialéctica al defenderlos; o que no contemos en este terreno moral con una escala de valores tan segura y expeditiva como la que permite ordenar y medir los valores de la eficacia; o, sencillamente, que hayamos desistido de buscarla. Pero todo ello más bien defrauda al componente racional de nuestro propio sentimiento de valor que busca valer para todos. O sea, que puede fundarse en razones transubjetivas y desea ser defendido públicamente. Al menos, un sujeto moral no debería renunciar a esta aspiración. Lo mismo que Rosseau preguntaba al escéptico de su tiempo, interroguemos al relativista del nuestro “si hay algún país sobre la tierra en que sea un crimen mantener la fidelidad, ser clemente, bienhechor y generoso, donde el hombre de bien sea despreciable y el pérfido honrado”.
3. Aquí es donde aquel relativismo subjetivista en materia moral pasa el testigo a manos de un relativismo cultural hoy mucho más pregnante y combativo. Según este nuevo vástago de la vieja doctrina, la verdad y justificación de las categorías morales -así como de los sentimientos que conlleva- es relativa a alguna comunidad humana.
Después volveremos a ello. Baste ahora dejar constancia de que este desmedido relativismo no es siempre un fruto necesario de una variedad de culturas incompatibles entre sí, porque a veces podría suceder más bien al revés: él es el encargado de urdir esas identidades colectivas así de atrincheradas. Este relativismo opera como una profecía que se cumple a sí misma. Cuando su sostenedor mantiene que no hay manera (salvo por la fuerza) de persuadir al sujeto de otras creencias, renuncia al intento y hace así verdadera su tesis; y, por lo que a él respecta, al asegurar que nadie puede racionalmente convencerle de cosa distinta de lo que su cultura le marca, lo que promete es que nunca dejará que nadie le convenza de ello. El respeto que solicita para los ajenos, los “nativos”, se acompaña de la exigencia de respeto a lo de uno mismo: ahora nativos somos todos. Este relativismo es un seguro contra el cambio de cualquier creencia, propia o ajena.
Frente a esta mentalidad imperante surge desde luego la tentación de recurrir a la tesis de la existencia de una naturaleza humana y de un inalterable sentido moral. Pero no hace faltar llegar a tanto. La misma historia civilizada vendría a levantar acta de la persistencia -a través de épocas, culturas, países o clases- de un núcleo selecto de valores que han merecido la aprobación incondicional de las gentes. Naturalmente, de un siglo a otro, de una a otra etnia o creencia pueden variar el número, la jerarquía, el grado de aprecio y, por supuesto, la justificación de los valores, virtudes o deberes que allí se contienen. Lo que no se encuentra es un código moral que consagre la valentía como un vicio nefando y la cobardía como virtud encomiable. Contra el desparpajo ambiental con que hoy se diría lo contrario, son muchos los que piensan que los sentimientos morales son los menos expuestos a las alteraciones de costumbres y modas.
Pensemos en la admiración. Lo relativo en ella, eso que en cada caso resulta susceptible de variar (tanto de cultura a cultura como de un individuo a otro) no es tanto su contenido sino sus objetos, esto es, los destinatarios singulares de aquello que se venere. Y aun eso no resulta tan mudable como se pretende. Para ceñirnos a la entera cultura occidental, Francisco de Asís será por siempre prototipo de sencillez y desprendimiento y no resulta imaginable que en algún futuro Atila pase por modelo sin tacha de piedad o la figura literaria de Shylok por ejemplo acrisolado de justicia. Esos momentos, esas conductas, esos prohombres que la historia de las religiones, la literatura, la filosofía o el arte han acordado exhibir a la admiración universal (o a su escarnio) pronuncian el mayor mentís frente al credo relativista.