En presencia del daño que otros están sufriendo, y creemos no haber causado, podemos adoptar diversas posturas. Probablemente la primera tentación será decir que, como el mal no es producto mío, tampoco será asunto de uno. Yo no he hecho nada o no tengo nada que ver con esto, etc. acostumbran a ser las reacciones inmediatas frente al daño ajeno que podría salpicarnos. Sujetos morales que nos queremos desde luego inocentes, comenzamos por adelantar por si acaso que no somos culpables. Ocurre así que, al entender cualquier pregunta acerca de nuestra responsabilidad como si fuera acerca de nuestra culpa, en el mismo esfuerzo por librarnos de la menor culpa nos descargamos también de toda responsabilidad.
1. Supongamos para empezar que el daño se ha producido merced a circunstancias no sólo ajenas, sino incluso del todo contrarias a mi voluntad. Según eso, puesto que no he querido que ese mal aconteciera, tampoco tendría después que pechar con él y enfrentarme a sus efectos. No es así. Hay obligaciones que nos vienen dictadas por contingencias que nosotros mismos no hemos originado ni siquiera deseado. Las casualidades biográficas e históricas no son de ningún modo moralmente desdeñables. La consideración de que sólo somos responsables de los daños que hemos contribuído personalmente a traer al mundo nos aleja de la sociedad y nos convierte en meros espectadores de lo que pasa. Peor aún: si no aceptáramos la presencia del azar en lo que nos constituye, ni siquiera seríamos sujetos humanos. El camino de la excelencia moral no presupone ni que hemos podido escoger las coyunturas de nuestras vidas, ni que los accidentes que nos empujan al mal carezcan de importancia moral ni, en fin, que seamos libres de rehusar responsabilidades por ellos. Si estas casualidades nos disculparan del todo, no habría lugar a la responsabilidad.
2. Si la interpelación hubiera de llegar de la conciencia de nuestra culpa directa en él, apenas nos sentiríamos interpelados por aquel sufrimiento ajeno. Una excusa tan corriente extrae su mayor fuerza de ignorar esa especie de mal que es el mal consentido o ese factor de su producción que es el hecho de su consentimiento. Los espectadores de un daño que directamente no han propiciado, pero que tal vez hubieran podido prevenir, mitigar o incluso impedir, no suelen sentirse concernidos por él o, al menos, así pretenden representarlo. Los vecinos que asistieron -es de suponer que sobrecogidos, pero también sin el menor gesto de intervención ni siquiera el de llamar a la policía- al asesinato de Kitty Genovese bajo sus ventanas no se sintieron responsables del crimen. Pero se nos puede imputar no tanto hacer un mal como dejar de hacer algún bien posible; y, por eso mismo, se nos pide suspender nuestra actitud contemporizadora e iniciar alguna medida contra el daño que contemplamos. Por distinto que sea el mal consentido respecto del cometido, en todo caso no deja de ser un mal y un mal tan efectivo como el que se comete y el que se padece. Para abrazar semejante tesis, eso sí, habría que desprenderse de varios prejuicios hoy muy arraigados. El primero y básico es el de que tenemos tan sólo deberes negativos hacia el prójimo, y no también deberes positivos hacia él. Es decir, que sólo estamos obligados a no hacerle mal, pero no a hacerle el bien a nuestro alcance. Lo que aquí debatimos, por el contrario, es si debemos frenar o disminuir el daño causado por otros (como deber positivo), que ya es un modo de modo de procurar su bien, más allá de aceptar el deber (negativo) de no cometerlo. Y si aceptamos que el sufrimiento del prójimo es más detectable y su espectáculo nos interpela más aguda e inmediatamente que el de su bienestar, tendremos que reconocer que abstenernos de remediar en lo posible ese sufrimiento equivale a consentirlo y que consentirlo puede revestir la misma gravedad moral que producirlo.
3. Claro que entonces habrá que disipar el otro prejuicio anunciado según el cual la omisión carece de toda realidad, no es nada. Conforme a la máxima de que Ex nihilo nihil fit, algunos privan a las omisiones de toda capacidad causal. Supuestamente al dañar a alguien se hace algo -pongamos el atropello de un peatón-, pero cuando no se interviene para socorrerle no se hace nada. No es verdad: doing nothing is something. Un enunciado negativo describe algo tan real como otro positivo. El abandono en la carretera del peatón herido puede provocar su muerte igual que no regar una planta es causa de que se seque. Eso sí, para que merezca calificativo moral omitir no ha de confundirse con el mero dejar de hacer o la pura inacción en cualquier circunstancia, sino con dejar de hacer lo que -por alguna razón normativa- es debido.
Frente a quienes la entienden como un simple no-hacer, pues, hay que concebir la omisión como un modo de hacer y con resultados y consecuencias tan patentes, y a menudo tan potentes, como los nacidos de la acción. Dejar hacer hace, dejar de hacer es un dejar hacer a otros o un dejar que algo ocurra. De ahí la aparente paradoja de que en la omisión la deficiencia se vuelve eficaz, la ausencia se hace presente y la pasividad resulta sumamente activa. Las omisiones son así una conducta, es decir, un modo de participación como agentes en el mundo. La conducta no es algo que remite a lo puramente interior o privado, sino a aquello por lo que sus sujetos se comprometen en el mundo como siendo su origen y su titular, eso por lo que esos agentes pueden ser responsables.
Si se aceptara la inanidad de las omisiones, ¿quién podría ser alguna vez responsable o estar en falta respecto de cualquier cosa que no ha llevado a cabo? Si omitir fuera no hacer nada, sin más, ¿cómo habría de entenderse el cumplimiento de un deber negativo? Mi deber de no acuchillar a los transeúntes sería un deber de nada, o sea, una nada de deber. Tampoco cabría aplaudir los actos que suponen alguna contención frente al atractivo de la conducta maliciosa: ¿cómo distinguir grados de bondad en el no hacer nada? Lo que explica que la omisión pueda aparecer próxima al vacío es su contraste con el paradigma físico que define las comisiones como acciones del cuerpo y viene a suponer que todos los hechos son hechos actuales. Entender las omisiones como sucesos genuinos, en cambio, requiere admitir que la clase de los hechos o sucesos no se limitan a los -completamente- actuales que son las comisiones. La omisión puede ser explicada desde la categoría de posibilidad.
Pero no es probable que quien quiera desentenderse del mal social que le rodea me haya seguido en estos vericuetos de la responsabilidad. Hace ya tiempo que se habrá vuelto hacia los demás esgrimiendo un alegato muy habitual: ¿por qué se me pide a mí lo que no se pide a otros o, al menos, por qué debo hacer yo lo que no hacen otros? No tengo por qué emprender lo que los demás rehúsan hacer, ni nadie tiene derecho a solicitarme tal iniciativa hasta que no lo haya exigido antes a muchos otros. La indiferencia general funciona así de parachoques de cada uno, como si fuera obligado consagrar como criterio ejemplar el comportamiento de la mayoría. Mal de muchos no parece sólo consuelo de tontos, sino sobre todo de pusilánimes.