Siempre me han conmovido los escenarios del miedo, lugares que permanecen con el alma herida por lo que en ellos aconteció. Sitios que, obligados a albergar el dolor, terminan atesorándolo para siempre en su arquitectura más profunda, la que no tiene que ver con el espacio sino con las emociones que lo impregnan. Entre ellos, las áreas de exclusión y aislamiento, reservadas a lo que es inadmisible y peligroso, lugares destinados a lo que no debería tener lugar. Foucault los llamaba heterotopías de crisis y de desviación.
En Nueva York, en el Storefront for Art and Architecture y hasta el próximo 17 de abril, la exposición Landscapes of Quarantine explora, a través de la obra de 18 artistas, diseñadores y arquitectos, las implicaciones espaciales del concepto de cuarentena, no sólo en su acepción sanitaria sino como estrategia general de separación y protección ante lo que resulta amenazante o sospechoso. Por allí desfilan Chernobyl, Ellis Island, Guantánamo, los laboratorios de biocontención, los residuos nucleares, el SIDA, los campos de refugiados, el racismo, las fronteras…, proyectos que intentan recorrer las dimensiones físicas, biológicas, éticas, arquitectónicas, sociales, políticas, temporales, e incluso astronómicas, de la cuarentena.
Desde el Bizancio de Justiniano a las redes informáticas actuales, el terror oficial al contagio ha marcado la vida del hombre, que ha necesitado establecer límites claros entre lo limpio y lo sucio, lo puro y lo impuro, lo seguro y lo peligroso, lo conocido y lo incierto. Fue en Venecia, en 1348, en mitad de la brutal epidemia de peste que mató a más de catorce millones de europeos, donde se empezaron a aplicar sistemáticamente las primeras acciones legales de aislamiento sobre los barcos sospechosos que llegaban a la laguna. Allí se construyó, en 1403, el primer lazareto.
Más allá de la mera profilaxis, la cuarentena tiene mucho que ver con ocultar lo que no debe ser conocido. En su reciente libro Blank Spots On The Map (2009), el artista y geógrafo experimental Trevor Paglen, recorre la geografía oscura del Black World estadounidense, lugares clasificados, oficialmente inexistentes, que albergan actividades clandestinas de la CIA y el ejército. Entre ellos, centros de experimentación y cárceles secretas a lo largo del país y de todo el mundo. En algunos casos, edificios fuera de toda sospecha en el centro de apacibles ciudades provincianas; en otros, auténticos complejos arquitectónicos aislados en áreas ignotas, cuya visibilidad se sospecha puede ser negociada con las grandes corporaciones de la representación por satélite. Sobre esta idea incide el trabajo de los cineastas españoles Isaki Lacuesta e Isa Campo, Lugares que no existen (2008), en el que cuestionan esta pretendida objetividad visual mediante la confrontación de vistas de Google Earth con imágenes del mismo lugar filmadas por ellos a pie de terreno.
Los espacios de cuarentena ocupan buena parte de la magnífica serie An American Index of the Hidden and Unifamiliar (2007), de la fotógrafa Taryn Simon. Con un inquietante distanciamiento basado en la elaboración del encuadre y de los textos que anotan las fotos, el proyecto nos muestra lugares oficiales de Estados Unidos que pocos han visto pero algunos sospechan que existen, junto a otros tan oscuros que nadie podría haber imaginado nunca. Lo interesante del caso es que Simon no ha tenido dificultades para entrar allí, no ha necesitado robar imágenes, no ha tenido que jugarse el tipo. Todo era legal, de una domesticidad aparentemente inofensiva y extraña, y por ello mucho más turbadora.
No debemos asociar el concepto de cuarentena sólo a una logística del poder en busca de higiene radical. La estrategia del rechazo y la ocultación no tiene escala, puede anidar en nuestros hogares y en cada uno de nosotros. Ese es uno de los grandes peligros de la explotación política y económica del miedo al contagio, y de considerar como amenaza todo lo incierto y desconocido.