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Mientras tantoEspaña amontonada

España amontonada


 

Es curioso lo de diluir las comunidades autónomas. Uno ha visto un mapa de cómo se vería España sumergida en el disolvente del exministro Sebastián y queda una piel de toro muy sencilla, minimalista como prescindir de la corbata: de lo que hoy es un patchwork a un traje sobrio. En el ejemplo se puede diluir todo menos lo histórico, dicen, que viene a ser aquí algo endurecido con el tiempo. En esa visión se aprecia España como un pie, donde se podría decir que Cataluña es un juanete, mientras Galicia y el País Vasco no pasan de callosidades, más severas, por supuesto, en el último caso. Cabría entonces decirle a Mas que la cosa tiene otras soluciones, como por ejemplo el láser. España tan discreta (con todas sus particularidades intactas) es en realidad un gusto igual que una mesa ordenada. La de uno siempre es una España actual, llena de ayuntamientos, diputaciones y comunidades, pero al cabo es sólo la mesa de uno y no la de todos, que es el concepto discutido y discutible que, después de aparecer como tal (lo mismo que un cajón repleto de trastos volcado sobre el escritorio), ha quedado por dilucidarse, o por diluirse. La otra acepción de diluir es engañar, a la que algunos quizá sean más proclives que a la primera. Igual Susana Díaz se siente engañada si le quitan el patio de su infancia, lo cual es de entender, y ya se sabe que es capaz de amagar pero no de renunciar, sin que esto constituya ni mucho menos una especialidad. El terruño ha adquirido en los políticos cualidad de tesoro, ese orgullo español, pero singularizado (o el vicio de miniaturizar), al que se refería Camba, que sigue siendo ridículo pero no admirable como si lo hubieran puesto a la venta de souvenir en los puestos del Paseo del Prado. Ningún político está dispuesto a desprenderse de sus dominios de tuerto. Ninguno está dispuesto a que le engañen, ni a que le diluyan, faltaría más, pero esto a uno le sigue resultando curioso como cuando, en un arrebato de limpieza, deja su mesa irreconocible, sin libros, ni revistas, ni papeles, hasta que, sin saber cómo, empiezan de nuevo a amontonarse.

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