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España en crisis (o eso dicen)

Llevaba ya más de cuatro semanas sin colgar nada en el blog, pero es que en agosto, y en plenas vacaciones, lo que menos me apetece es escribir. Si debo ser sincero, escribir me apetece siempre bien poco, especialmente cuando estoy tumbado en mi diván o en una de las tumbonas del chalet que tiene mi familia en la sierra madrileña. Yo admiro a los escritores vocacionales, esos que escriben incluso cuando se encuentran felices y contentos en un safari, al lado de una bellísima mujer o rodeados de grata compañía. A mí no me pasa eso. Cuando estoy a gusto, la escritura me sobra. Supongo que sin libros lo pasaría mal, pero si mañana me prohibieran el escribir como a otros les prohíben el fumar, creo que me sentiría hasta liberado. La página en blanco, aquí delante, me cansa y hasta me abruma.

 

Regresé de España hace unos días. La cacareada crisis no se ve por ningún lado y sólo queda de manifiesto en los datos que te sueltan por la tele y en los despidos de familiares y conocidos, que son como las bajas de una guerra librada en un frente lejano. España en apariencia -y yo he llegado a pensar que la apariencia lo es todo en esta vida- presenta un aspecto inmejorable. Las playas españolas están abarrotadas de costa a costa, como lo están las terrazas y los bares. Hablo con la gente y la gente se queja, pero mientras se queja no le falta ni la cervecita ni su ración de bravas ni, poco después, su cacerola de mariscos o su buena paella. España, te dicen, está mal, muy mal, pero uno la mira y lo que ve es una señora con muy buen color y carnes lozanas. Los supermercados tienen los mejores productos. Los escaparates, en el centro de Madrid, parecen todos de concurso. Los medios de transporte -sea el metro, un autobús o el tren de cercanías- llegan siempre a su hora y huelen a nuevo. Todo huele a nuevo en España y a recién fregado: las fachadas de las casas, las aceras y hasta las papeleras. Me fijo en el aspecto de la gente. Cierto que hay mucho señor bajito y mucha marujilla, pero qué acicalados van todos, qué repeinados, qué coquetones. Da gusto verlos. España estará enferma por lo que dicen los análisis de sangre, pero el aspecto no puede ser más saludable. Mi hermano, médico él, trata de hacerme ver la seriedad de la situación:

 

-Es un enfermo grave, muy grave. La apariencia es lo de menos. Yo tengo enfermos de leucemia que me vienen a la consulta pletóricos y en dos o tres días les estoy firmando el certificado de defunción. España no sé si tiene leucemia, pero tiene una anemia de campeonato.

 

El diagnóstico de mi hermano no es muy esperanzador, aunque seguramente sabe mucho mejor que yo de lo que habla. A mí me ocurre que desde que tengo uso de razón siempre he visto mejoras en el país, y más últimamente, que lo veo de Pascuas a Ramos y desde la barrera… o desde mi diván.

 

El español, de todos modos, protesta de todo. Protesta, por ejemplo, de la educación, pero la educación que yo recibí fue tan desastrosa que me cuesta trabajo pensar que la de ahora sea peor. Será quizá más masificada, porque ahora estudia todo el mundo, pero yo no me creo que sea ni tan mala ni tan deficiente como la que yo recibí. En mis cinco años en la universidad, y yo estudié filología, escribí tres trabajos a lo sumo, y todos el último año. Algunos leíamos por nuestra cuenta, pero la mayoría del estudiantado se dedicaba a empollarse los apuntes del profesor de turno. Apenas recuerdo discusiones en las aulas sobre nada. Las asignaturas, vistas ahora en perspectiva, eran inútiles, irrelevantes, absurdas. Nos preparaban para profesores de universidad, pero la universidad era luego un coto cerrado. No había el menor interés por aprender idiomas. No se nos enseñaba ni a escribir ni a leer. Los juicios originales o los comentarios creativos estaban prácticamente ausentes. Lo único que uno escuchaba del profesor era una historieta de manual sobre el Poema del Mío Cid o Miguel de Unamuno. Recuerdo sólo el magisterio de Rafael Lapesa, ya muy mayor, a punto de jubilarse, y poco más. Aquella universidad era un páramo. ¿Debo creer que la de ahora es una tierra calcinada? Supongo que no, pero el español se ha vuelto tan exigente que quiere que su universidad esté a la altura de Oxford o de Harvard, como si eso se consiguiera en un periquete. Somos campeones del mundo de fútbol tras ochenta años de intentarlo, porque el fútbol ha sido una obsesión desde siempre, y lo mismo en otros deportes. Las cosas no surgen porque sí. Cuando entro en el metro de Nueva York, uno de de cada tres pasajeros está leyendo un periódico o un libro. ¿Pasa lo mismo en España? Yo creo que no. Y aquí es donde empieza el problema de la educación. Se publican libros, muchos libros en España, pero en tiradas mínimas y con ventas en general irrisorias. La realidad es que en España se lee muy poco y muy mal. Las estadísticas son tremendas al respecto, pero no lo son de ahora. No nos inventemos un pasado utópico que nunca existió. España nunca tuvo mucha inquietud por la cultura ni menos aun por el intelecto. No ha habido filósofos ni matemáticos ni científicos de renombre en los últimos quinientos años. Ni los habrá en los próximos quinientos, a no ser que emigren a los Estados Unidos, al Reino Unido o a China. España, como dijo genialmente Manuel Vicent hace años, es un país de bodegoneros, pero ahí, en el ramo de la hostelería, no nos gana nadie. Y por eso, cuando me hablan de crisis, yo pienso que los euros de los ingleses y los alemanes no fallarán mientras haya un chiringuito de playa con una buena paella y un buen sol de verano.

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