Recuerdo un viaje horrible en este tren. Volvía de las fiestas del Pilar y allí, en Zaragoza, había dejado a una persona que, en aquel momento, era la persona más importante de mi vida. Ella se quedaba allí y nuestro amor, cosas de adolescentes trágicos, era imposible. Así que me pasé medio viaje llorando, llorando sin que se notara que estaba llorando, porque el tren iba lleno de gente, de grupos que volvían del Pilar, y todos parecían felices y yo pegaba la cara a la ventana y me medio escondía como podía. Y todo me parecía insoportablemente doloroso, porque eso tiene el amor en la adolescencia, que puede ser terriblemente placentero y maravilloso o terriblemente doloroso o las dos cosas a la vez.
Luego pasó el tiempo, claro, y esa persona desapareció de mi vida. Y llegaron otras personas y yo hice muchos más viajes, y he cogido este tren tantas veces que ya ni me acuerdo de cuántas son. Y he tenido viajes agradables y viajes cansados, pero ninguno de estos viajes son tan buenos ni tan malos como los viajes de la adolescencia. Y supongo que eso es bueno, evitar los extremos y saber moverse con cierta agilidad por las aguas pantanosas de la vida. Pese a todo para mí este tren está muy vinculado a la parte más íntima de mi vida, y de hecho es la primera vez que hablo de este tema.
¿Y por qué hablo de este tema? Porque hay trenes que traen recuerdos. Y un lejano día, simplemente verlo parado en la estación de Valencia (un día que yo pasaba por ahí, pero sin intención de coger ningún tren), simplemente ver el cartel que anunciaba su destino y su salida, y de repente sentí un inexplicable deseo de subirme a él, de subirme a él inmediatamente, de dejarlo todo y de volver a Zaragoza, a buscar… ¿A buscar qué?
No me subí, claro, y durante muchos años no volví a Zaragoza. La vida me tenía muy ocupado con otras cosas. Hasta que hace dos, aprovechando unas cortas vacaciones, volví a tomar este tren. Y tomar este tren era descubrir al otro lado del asiento, mirándome sin verme, al adolescente que yo fui. Hay veces que viajar sirve para hacer las paces con uno mismo, para enfrentarte a tus fantasmas y destruirlos. O al menos para reconocer que el tiempo realmente lo pule todo, el placer, el dolor, lo pule y lo pule hasta que lo que era una enorme y pesada roca se convierte en un trocito de piedra tan ridículo que nos hace reírnos: ¡La memoria tenía una imagen tan distinta!
Tenía un asunto pendiente que solucioné, mejor o peor pero lo solucioné, y desde entonces he vuelto varias veces a tomar este tren, y cuando entro en el vagón y me siento en el mejor asiento que puedo encontrar (siempre teniendo en cuenta que quiero hacer fotos en el viaje), lo que pienso y lo que siento es, exactamente, lo que pienso o lo que siento cuando tomo cualquier otro tren. Ni es el tren de la felicidad ni es el tren del dolor. Es simplemente otro tren. Y eso es exactamente lo que pienso ahora: que este es otro viaje más en otro regional español. Por lo tanto voy a tener en cuenta algunos factores: la comodidad, la puntualidad, el paisaje, la compañía, el cansancio, el resultado del viaje (si consigo hacer muchas fotos, si tomo muchos apuntes, si leo un libro o no leo un libro…) Esto me hace puntuar los viajes con una nota que sólo me sirve a mí, y que es una primera nota provisional, porque hay viajes que en su momento me parecen tediosos, inútiles, muy molestos, pero luego a largo plazo resultan lo contrario: de ellos obtengo mucha información para un libro, o un informe que me resultará muy útil en el futuro. A este viaje en principio le pongo un cinco. Es un viaje largo, se hace pesado, y no estoy cómodo, no sé porqué pero no consigo relajarme. “incómodo”. Sí, esa sería la palabra. ¿Pero qué falla? El tren no. El pasaje tampoco. Es un paisaje conocido pero muy poco monótono. Y en algunos tramos muy hermoso. Salimos de Zaragoza y subimos hasta Cariñena. Luego aparecen de pronto las montañas, y las subimos con dificultad. Antes de entrar en el gran altiplano que forma el valle del Jiloca, atravesamos bosques y colinas, un paisaje muy hermoso. Cuando llegamos a Teruel vemos la ciudad desde su parte baja, y sin llegar a entrar en ella, empezamos muy pronto a subir el puerto de Escandón. Son las sierras del Sistema ibérico. La vía lo tiene muy complicado. Tiene que buscar un paso entre montañas que llegan a los 2000 metros, y lo consigue: a un lado deja la Sierra de Javalambre, al otro lado deja la Sierra de Gúdar. Desde la ventana del tren el paisaje sencillo y hermoso, como una vista de Verneer. La luz es perfecta. Los campos, los bosques, los pueblos, los montes, todo está donde tiene que estar, el resultado es armonioso y elegante, pero es una grandeza natural, sin vanidad alguna. Así es la grandeza de la naturaleza, cuando el hombre no la altera demasiado.
Por la noche, aquí tenemos algunos de los firmamentos más espléndidos que se pueden ver, llenos de estrellas y estrellas y más estrellas. Esto es así por la propia despoblación de la comarca, pero algo bueno tiene que tener: se está poniendo de moda un “turismo astronómico”, del que participan tanto aficionados como expertos en la materia. La clasificación de “reserva Starlight” ha ayudado mucho. Sinceramente me alegro. Cualquier cosa es buena cuando hablamos de zonas como ésta.
Por desgracia, cuando he viajado de noche, la propia luz del vagón me ha impedido ver bien el cielo nocturno. Aunque eso se soluciona rápido si uno quiere o puede: en casi todos los pueblos hay casas rurales o hoteles rurales. No suelen ser muy caros y pasar en ellos un fin de semana es una experiencia que casi debería ser obligatoria, sobre todo para los que vivimos en grandes ciudades. El tren tiene parada en algunos pueblos muy hermosos, aunque la estación queda muy lejos: Mora de Rubielos y Rubielos de Mora. Lo mismo da en verano que en invierno, son pueblos que tienen un casco histórico muy rico y muy bien cuidado. Y además una naturaleza espléndida y muchas posibilidades para disfrutarla.
El regional continua su camino y al poco de pasar Barracas tenemos que dar un rodeo para evitar el puerto del Ragudo, el auténtico lugar de la famosa “chica de la curva”. Pero no teman: una moderna autovía ha sustituido a la antigua nacional. Desde aquí ya todo es bajada, una bajada muy empinada hacia el mar. Saldremos de las montañas en Sagunto, después de muchas vueltas. Tenemos que bajar desde los 1000 metros a la llanura de Valencia, de los pinos y las encinas a los naranjos. Antes hemos pasado los cereales, las viñas y los olivos. El viaje es entretenido. Si yo no lo he podido disfrutar no ha sido por culpa del tren. Estoy volviendo a casa, debería estar contento. Estoy ansioso, nervioso. Y recuerdo cosas, cosas que pensaba que había olvidado. No, aquí no hay ninguna autoestopista que recoger. Pero este tren tiene sus propios fantasmas.