Albacete es una ciudad curiosa. No tiene río ni monte. No tiene ningún accidente geográfico que justifique su ubicación. Es cierto que desde ahí se puede bajar a Murcia o seguir hacia Alicante y Valencia. Pero no hay ningún obstáculo ni para la carretera ni para el ferrocarril. Los problemas llegarán más adelante, a bastantes kilómetros de Albacete, cuando nos toparemos con las últimas estribaciones de dos grandes cordilleras, el Sistema Subbético y el Sistema Ibérico. Pero no hay que asustarse, no son sierras muy altas, y se pasan relativamente bien. Para este viaje, empiezo el trayecto desde Almansa, aunque mi tren viene desde Valencia. De manera que empiezo a setecientos metros de altura, subo doscientos metros, hasta tocar los novecientos metros de altura, y luego vuelvo a bajar a los setecientos de Albacete. Pero casi ni se nota. Hay alguna pendiente, por supuesto, y el tren se tiene que adaptar al terreno, que consiste básicamente en pequeños barrancos y pequeñas colinas, algunas de las cuales tienen un remate rocoso y escarpado, pero la mayoría son muy suaves, y eso hace que no sea necesario ningún túnel, ni ningún gran viaducto. Es decir, un trazado fácil para los ingenieros.
Esta fue una de las primeras líneas que se construyeron, porque enlazaba Madrid con la costa alicantina. Si el terreno es suave de Almansa hasta Albacete, una vez pasado Albacete es completamente llano, y cuando digo “completamente llano” me prefiero exactamente a eso, completamente llano, tan llano que un equipo de investigadores de la universidad de Valencia vinieron aquí a hacer unas mediciones porque necesitaban un terreno llano y no encontraron un terreno más llano que éste en todo el país. Por supuesto que hay muchas llanuras, y por supuesto que no toda La Mancha es llana, pero esta zona era perfecta, porque además de llana era ancha y además está muy poco poblada, de manera que tenían terreno de sobra para sus experimentos. ¿He dicho poco poblada? De Almansa hasta Albacete no tenemos ni una parada, y desde Albacete hasta Alcázar sólo tenemos cuatro paradas. Antes había más, claro, porque pasamos por algunas estaciones abandonadas, pero los regionales del siglo XXI cada vez son más trenes interurbanos que trenes rurales, que trenes que recuerden los viejos trenes correo de vapor, esos trenes que paraban en todas partes y no tenían ninguna prisa.
La parada en Albacete ha sido muy corta. Algunos pasajeros muy temerarios han intentado bajar del vagón para fumar desesperadamente un pitillo pero el revisor se lo ha impedido, no hay tiempo ni para eso. Yo quería asomarme por la puerta, sin bajar del tren, por supuesto, con la inocente intención de hacer alguna foto del andén y del edificio de la estación de Albacete, ya que otra cosa no puedo hacer. Pero los pasajeros fumadores que no conseguían fumar estaban taponando la puerta y he optado por desistir. Hace años hice trasbordo en esta estación, y me llamó la atención que vendían “navajas de Albacete”, como en todas las gasolineras que hay en la autovía que pasa muy cerca de la estación. Por cierto, la autovía y las vías no entran en la ciudad, sólo la rodean, y en ninguna de las muchas veces que he pasado por aquí me he desviado al centro. Así que no tengo ni idea de cómo será. Para mí Albacete es una ciudad de edificios modernos sin pasado, colocada como por azar en mitad de una inmensa llanura que en realidad es una meseta, eso se nota en el frío que hace y en la niebla que nos rodea, porque, aún no lo he dicho, pero hago este viaje en pleno invierno y las ventanas se empañan y el paisaje se pierde entre la niebla. Supongo que Albacete tendrá sus barrios de casas bajas y antiguas, sus iglesias y sus edificios históricos, pero los tiene muy escondidos, rodeados por un cinturón de altas y relucientes fincas. Y luego el tren arranca y la niebla se vuelve más espesa.
El siguiente pueblo está al final de una larguísima recta, y luego sigue la recta y luego sigue y sigue. Y si el trazado es monótono, el paisaje también lo es. Cuando la niebla se aleja, puedo ver la tierra desnuda, o algunos campos de vid, también aparecen algunos olivos, muy pocos, y algunos pinos, generalmente rodeando alguna casa vieja, muchas veces medio derruida. Cuando nos acercamos a Alcázar de San Juan aparece una colina con algunos molinos, de viejos molinos de viento, pero el tren la pasa lejos, y la vía continua recta y plana, lo que permitía que los viejos intercitis que iban de Valencia a Madrid (hablo de aquellos tiempos anteriores al AVE, cuando ésta era la línea más usada para ir al mediterráneo) alcanzaran unas velocidades muy altas, y eso, y que el tren tenía bar, hacía el viaje menos aburrido de lo que en un principio parecía ser. Naturalmente este regional no tiene bar y los viajeros o duermen o miran sus móviles. Y luego están los que miramos el paisaje, pero sin hablar y sin molestar a los demás, no sea que nos miren como bichos raros. Hay un anciano sentado delante de mí. Mira por la ventanilla con atención. La niebla se está disipando y el tren reduce velocidad. Llegamos a su parada. Recoge lentamente su maleta y se marcha. Lo veo caminar por el andén y desaparece. Así son los viajes. Gente que va y viene de no se sabe dónde a no se sabe dónde, que se guardan su pasado y sus historias, que me hacen pensar en cómo será su vida y cuál será su destino. Pero sólo un momento. Porque el tren arranca y otros pasajeros y otros paisajes ocuparan su lugar.
Recuerdo que hace muchos años, cuando mi hermano y yo éramos unos adolescentes, cogimos este tren y nos decidamos a escuchar, fascinados, las historias que le contaba un señor a otro señor sobre un pueblo de la zona, un pueblo que no conocíamos y que luego yo busqué en el mapa, para comprobar que realmente existía. Nosotros veníamos de una gran ciudad, y aquel era uno de nuestros primeros viajes por nuestra cuenta, sin nuestros padres, y entonces la conversación que escuchábamos nos parecía exótica, extraña, muy interesante y nueva, algo que no habíamos oído nunca. Ahora este regional ya no para en aquel pueblo de curioso nombre, y supongo que aquellos habitantes ya llevarán en el cementerio muchos años, pero quiero pensar que en algún vagón como el mío alguien se tropezará con otro vecino y le pondrá al día de lo que ha pasado en el pueblo, y supongo que para algún chaval aquello será la entrada a un mundo que no tiene nada que ver con su mundo, pero que es tan real como el suyo, aunque no lo parezca.