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España en regional. Capítulo décimoseptimo: Madrid-Cuenca

 

El Regional Madrid-Cuenca se debería llamar realmente Aranjuez-Cuenca porque la mayoría de los regionales que prestan servicios en esta línea, empiezan en Aranjuez y no en Madrid, y de la capital hasta Aranjuez el viajero tiene que ir en cercanías y luego hacer trasbordo en Aranjuez. Esto hace que el viaje sea un poco más largo de lo largo que ya es, y es muy largo, es muy largo si se va hasta Cuenca y si se pretende seguir hasta Valencia, entonces no es largo, sino eterno, es absolutamente suicida. Por eso yo me voy a bajar en Cuenca, por eso y porque el tramo de Cuenca a Valencia ya me lo conozco y ya he hablado de él en otro capítulo anterior. Es muy recomendable, pero muy cansado. El tramo que voy a hacer ahora, espero que sea igual de recomendable, pero un poco menos cansado.

 

De Aranjuez hasta Tarancón vamos bien. El tren va rápido, no demasiado rápido porque es un Regional, pero por lo menos uno no tiene la sensación de ir “chafando huevos” (si se me permite el coloquialismo…). Atravesamos pueblos grandes y que se ven llenos de vida y la zona es llana y sin ninguna dificultad orográfica que obligue al tren a reducir velocidad. Tarancón es un pueblo muy grande, con polígonos industriales y fincas modernas. La estación es amplia, se ve que antes tenía muchas más vías y eso indica la importancia de la población. Pero luego, una vez pasado Tarancón, ya no tenemos más pueblos grandes y, por otro lado, el paisaje se vuelve más agreste. Aparecen pequeñas montañas y el tren empieza a ir bordeando barrancos y esquivando laderas. Y reduce velocidad, claro. Ya empezamos a ir despacio. Y a moverse, se mueve mucho, un traqueteo brutal que casi no me deja leer. Y como estoy leyendo un libro de Luis Sepúlveda que habla de un viejo tren patagónico, pues empiezo a pensar que este tren tampoco se diferencia mucho del tren de la novela de Sepúlveda. De hecho, si le pongo un poco de imaginación, no estoy en los campos de la meseta (que ahora aparecen desnudos y de un color muy rojo), sino en la ancha y desolada Patagonia argentina.

 

Por lo demás el tren va casi vacío, y los pocos pasajeros que hay están muy silenciosos. No parecen prestar demasiada atención al paisaje y pienso en lo que me dijo una vez el dueño de un hotel de Huete cuando le dije que había venido en tren porque quería ver el paisaje: “No hay mucho que ver”. Se equivocaba, por supuesto. Había mucho que ver. Casi siempre, en todos los viajes, hay mucho que ver. Y en este viaje más. Los campos son muy hermosos, los montes y las sierras son muy hermosos, los bosques de chopos que escoltan los ríos son muy hermosos (y ahora que el final del otoño los viste de un amarillo intenso, mucho más hermosos todavía), y los pequeños pueblos aupados a una roca o agazapados en un rincón del valle son muy hermosos, al menos a mí me lo parecen. Pero pese a todo entiendo la indiferencia del que tiene que coger un tren porque no tiene más remedio, porque si puede coge el coche o el autobús que son más rápidos. El paisaje se puede volver monótono cuando estás obligado a verlo una y otra vez con una lentitud desesperante, con retrasos habituales, con la impaciencia del que viaja por trabajo y no por placer.

 

Por suerte yo no tengo prisa y me da igual el retraso. Lo que no quiere decir que no entienda las quejas de los pasajeros. Pocas quejas, por cierto, porque por lo visto se lo toman con mucha resignación.

 

Le pregunto al revisor si siempre va tan vacío el tren. Me dice que no, que el tren de la tarde va más lleno, con muchos estudiantes que van a Cuenca o incluso a Valencia. Eso me alegra. Hay sólo tres trenes diarios. Si uno de ellos va bastante lleno por lo menos no todo está perdido.

 

El trayecto de Madrid a Cuenca se construyó mucho antes que el trayecto de Cuenca a Valencia y eso se nota, entre otras cosas, en la tipología de las estaciones. Son más pequeñas, pero muy bonitas. Por desgracia, y esto es general en toda la línea, hay muchas abandonadas o en muy mal estado. Y también las hay que ya no existen, que han sido derribadas. Y casi todas funcionan sólo como apeadero, con lo cual el pasajero que quiere coger el tren parece perdido junto a la vía, mirando y mirando a ver si ve aparecer el tren a lo lejos, y en las noches de frío o en los días de lluvia no debe ser muy agradable estar esperando un tren que se retrasa. Pero claro, pienso, esto sólo lo sufren los que viven allí, y los que viven allí son muy pocos, y están muy lejos de la capital, que es donde está el político que decide cómo será y cómo no será su viaje.

 

Mi viaje continua y nos metemos en unas pequeñas sierras que sólo son un corto anticipo de las grandes sierras del norte de la provincia. Y pasamos un túnel, el único túnel que hay entre Madrid y Cuenca, cosa extraña si se compara con los muchísimos túneles que hay entre Cuenca y Valencia, y eso explica, por supuesto, porque Cuenca estuvo mejor comunicada con la capital que con la costa. Y digo “estuvo” y no “está”, porque ahora tiene un tren de alta velocidad que en menos de una hora te lleva a la playa de La Malvarrosa. Sólo le pongo una pega al AVE: es caro. No es cuestión de irse todos los días a comer paella a Valencia, o a ver las casas colgantes (o casas colgadas), en mi caso. Pese a todo, como yo soy un loco romántico, yo prefiero el Regional. Viajando en el Regional se entienden muchas cosas. Cosas que desde un despacho de un ministerio parece que no se ven.

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