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España en Regional. Capítulo decimotercero: Madrid-Ávila

 

Cuando me planteo un viaje siempre me enfrento al mismo dilema: volver a ver algo que ya conozco (aunque superficialmente) o ir a descubrir algo nuevo (aunque sólo tenga tiempo de conocerlo superficialmente, y nunca en profundidad). Hablo de los viajes por placer, o por voluntad propia. Los otros viajes, los obligados, no generan ese dilema (aunque pueden generar otros peores). Lo digo porque si por mí fuera no me importaría pasar media vida visitando la provincia de Soria, por poner un ejemplo, y recorrer bien todos sus pueblos. Todos sin excepción. Y volver a lo largo de todas las estaciones del año y de muchos años consecutivos. En ese caso, y creo que únicamente en ese caso, podría decir que conozco bastante bien la provincia de Soria. Pero claro, eso implicaría no tener tiempo para visitar, por ejemplo, la provincia de Huelva, que aún no conozco y que si me paso la vida volviendo a Soria nunca conoceré. Y todo esto se puede ampliar a una escala superior: ¿Por qué centrarse en España cuando aún no se ha visitado Rusia? ¿O cómo no ir a América aunque sea una vez en la vida?

 

Al final hay que elegir. Y la elección nunca es del todo voluntaria. Incluso en los viajes voluntarios entran otros factores como el tiempo o el dinero disponible. Y muchas veces uno acaba eligiendo por eliminación. Y pese a todo, todo viaje es interesante. O por lo menos yo pienso así. Incluso de viajes que no se espera gran cosa a priori se pueden obtener placeres inesperados. Y a veces son grandes placeres.

 

Me pasa esto volviendo a Madrid. Estoy bastante molesto con el centralismo inherente de los ferrocarriles españoles, y me he dicho que voy a evitar la capital en la medida de lo posible. No es que tenga nada contra Madrid, qué va. Pero lo mismo que evito viajar en coche a ella, también quiero evitar viajar en tren. ¿Hay rutas alternativas? Las hay, pero no son fáciles.

“Madrid lo tengo muy visto. Atocha y Chamartín las tengo muy vistas”, me digo. Pero luego vuelvo y mientras espero el tren me pongo a hacer algunas fotos al exterior de Chamartin, con sus imponentes rascacielos, y sobre todo, me pongo a observar a la gente, a los muchos viajeros que pasan o esperan como yo, y me pasa lo mismo que me pasaba el año pasado, cuando todas las semanas tenía que pasar unas horas en la estación de Sants de Barcelona. Uno nunca se cansa, por mucho que se canse aparentemente, de las grandes estaciones. Porque todo es igual pero todo es distinto. Y más para alguien que escribe o hace fotos.

 

Sin embargo, me alegro cuando me monto en mi tren. Me alegro porque voy a volver a cruzar el Sistema Central, y ese es un viaje que, aunque conocido, siempre vale la pena.

¿He dicho conocido? Tendré que rectificar… Tomé este regional hace bastantes años, en ese caso no con destino a Ávila sino a Palencia. Luego he vuelto en coche, una vez más. Y ya está. Eso es todo. De manera que conozco Ávila de una manera superficial. Y eso es casi como no conocerla.

 

Ni tampoco conozco, se puede decir, El Escorial, aunque estuve una vez y vi todo lo que supuestamente necesita ver un turista. Desde el tren se ve relativamente bien el monasterio. Cuando digo “relativamente bien” me refiero a que se puede distinguir y apreciar su esbeltez, su elegancia y su gran tamaño desde la ventanilla, pero nada más. O bueno, a veces eso es suficiente porque incita a un nuevo viaje, porque uno lo ve y piensa: “tengo que volver aquí”, y puede que pasen años, pero ese deseo permanece intacto en su memoria, y tal vez algún día se cumpla. A mí me ha pasado más de una vez. Y es una íntima satisfacción cuando la vida nos da la oportunidad de ir tachando la lista de las cosas que teníamos pendientes. Pero de momento no volvemos a El Escorial. Entramos en la Sierra. Por fin dejan de verse las huellas de Madrid, unas huellas enormes y esparcidas por todos lados, como las pisadas de un dinosaurio gigante.

 

Durante muchos kilómetros el tren juega al despiste con las sierras. Parece que se acerca y que va derecho y decidido hacia ellas, pero luego se retira, es una falsa alarma. Y de repente vira bruscamente y vuelve a enlazar un túnel tras otro y parece que va directo contra las cimas más altas, y no, es otra falsa alarma. No es que sea un tren cobarde, pero se lo piensa bien. Y tiene sus motivos. Vamos a subir muy altos, vamos a rozar los mil trescientos metros de altura. Y esta línea es vieja, fue la primera línea española que se atrevió a cruzar una cordillera. Los primeros constructores de trenes pensaban que su invento no era muy adecuado para un terreno montañoso. Y los ingenieros que trazaron las primeras vías pensaban lo mismo. Por suerte los empresarios eran mucho más temerarios, y empezaron a plantear las compañías ferroviarias en función de los posibles beneficios y no de las dificultades que se iban a encontrar. Un empresario americano, promotor de la línea Lima-Huancayo, en los Andes peruanos, que alcanza casi los cinco mil metros de altura, dijo una frase profética: “un tren sube donde sube un burro”. Y lo demostró, le costo muchísimo, pero lo demostró.

 

Nuestro tren es más modesto, pero pasar de los mil metros en la meseta implica tener un terrible enemigo: las nevadas. Y no son nevadas esporádicas, sino un problema muy recurrente durante el largo invierno interior.

 

Ahora estamos en verano y no hay nada de nieve, ni siquiera en los picos que vemos desde la ventanilla. Se nota la altura porque cambia el paisaje, y casi no hay pueblos y son muy pequeños. Sólo tenemos unas pocas paradas en algunos pueblos, que aún siendo pequeños, son los principales de la zona porque son los que más servicios ofrecen (y eso les convierte en la práctica en diminutas “capitales”). Son paradas cortas, de unos pocos minutos: Las Navas del Marqués y Navalperal nos hablan, con sus topónimos, de ha historia y la geografía de estas comarcas montañosas. Luego más túneles y de repente un largo prado y empezamos a bajar muy rápidamente hacia Ávila, que aparece de golpe, con sus murallas imponentes y su cielo nítido, tal y como yo la recordaba. Hay imágenes que se conservan muy bien en la memoria.

 

La estación está muy cerca de la ciudad. ¿Cuántas horas en total ha durado el viaje? No lo sé. No me he molestado en contarlas. Ahora los grandes expresos ya no pasan por aquí. Si quieres ir a Galicia o a León o a Asturias tienes un fantástico túnel que atraviesa toda la sierra y te deja en un momentito en Segovia. Es un gran adelanto, por supuesto. Tan grande como en su momento fue llevar el tren hasta Ávila para después, ya sin grandes obstáculos, poder continuar hacia Valladolid o Salamanca. Para el año 1868, cuando el pueblo y las clases dirigentes se pusieron de acuerdo para quitarle la corona a Isabel II, el ferrocarril ya había demostrado todo lo que podía hacer: era infinitamente más rápido que cualquier otra forma de transporte, además de más segura y de tener una descomunal capacidad de carga. La meseta norte ya había dejado de ser un mundo cerrado y aislado. o estaba empezando a dejar de serlo… Porque ahí están, ahí continúan, aunque sea como testigo mudo del pasado, las bien pulidas piedras de Ávila.

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