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España en Regional. Capítulo segundo. Valencia-Cuenca

“¿Quién es el loco que se tira cuatro horas en tren para ir de Valencia a Cuenca pudiendo ir en una hora con el AVE?”, me pregunto. La respuesta es evidente: yo mismo. Pero extrañamente no soy el único. ¡¡Qué va!! El tren va casi lleno. Será que estamos en fin de semana, será que viene el verano… Y será, sobre todo, pienso, por el precio. El AVE es un tren estupendo. Muy cómodo y rápido. Eso no se discute. Pero también es un tren caro. El Regional es lento, no es tan cómodo ni de lejos. Pero es mucho más barato. Y luego está el tema de las paradas… El AVE es estupendo si vas a Cuenca ciudad, pero si vas a Tarancón, a Huete o a Carboneras no te queda más remedio que coger el regional. ¡Y suerte que aún no lo han quitado! Porque casi parece un milagro que este tren, que en algunos momentos alcanza la increíble velocidad de veinte kilómetros por hora (en serio, no es broma, pasamos por varios tramos en que la vía tiene limitada la velocidad a 20 kilómetros, es decir, como debía ser viajar en un tren de vapor cargado hasta los topes y subir una cuesta empinadísima hace cien años), parece un milagro, digo, que este tren siga circulando hoy en día.

Pero ahí esta. Nieve o truene. Con Relámpagos, con incendios, con desprendimientos, con lluvias torrenciales, ahí está casi puntual cada día. Y para los pequeños pueblos que pasa esté tren es tan importante como cualquier otra de esas cosas importantes que esos pueblos tienen miedo (un miedo justificado), de perder. La escuela, el ambulatorio… Y si desaparece el tren… ¿Qué queda, quién queda? Por eso los vecinos lo usan. Lo usan con alevosía, con premeditación, lo usan contra los políticos, lo usan contra los economistas y los geógrafos del poder, contra todos los que lo quieren quitar. Y lo usan a pesar de los horarios tan malos, de los transbordos extraños, de las averías y retrasos que pasan demasiadas veces. Es una línea poco cuidada. O eso parece. Con muchas estaciones cerradas. Con muchas estaciones en las que ya no paran los pocos trenes que circulan al día. Es una línea muy hermosa, que atraviesa paisajes espectaculares, pero por desgracia poco habitados. ¡¡Que digo poco!! Poco es mucho. Estamos en las sierras más despobladas del país. Más incluso, en una de las regiones más despobladas de toda Europa.

Miro el mapa y descubro un nombre que pienso que no puede estar mejor y peor puesto: “Tierra muerta”. Vale. No hay campos. No hay pueblos. Pero todo es bosque. Y el bosque está bien vivo. Los animales salvajes no suelen acercarse a las vías, pero si alzas la vista no será extraño ver un águila o un buitre. Los que sí acercan sus ramas hasta las vías son los pinos. Casi tocan el tren. Luego salimos de las montañas y entramos en la meseta. Y con la meseta llenan los anchos y bien cuidados campos de cereal, los tractores, las granjas, algún coche en una comarcal, en fin, el mundo rural que nos recuerda que hemos dominado la naturaleza. Y luego más montañas y luego más meseta. Son cuatro horas. Muchos túneles. Puentes altísimos. Algún castillo en una colina lejana. Casi todas las estaciones están abandonadas. Una de ellas, la de Villora, ya ni existe. En muchas el tren no se detiene, y casi no me da tiempo a ver su estado. Otras parecen aguantar bien, contra viento y marea. Los viajeros hablan animadamente, las conversaciones se mezclan. Leo un libro. Hago fotos. No me aburro. Son cuatro horas. Me pasan rápido.

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