Home Mientras tanto España en regional. Capítulo undécimo. Zaragoza-Lérida

España en regional. Capítulo undécimo. Zaragoza-Lérida

 

 

 

Hasta la llegada del Ave no pasaba ningún tren por los Monegros. Cruzar los Monegros por el Valle del Ebro hasta llegar al Segre y luego subir hasta Lérida sería la ruta natural de comunicación entre Zaragoza y Lérida, pero el tren no opta por la ruta que la geografía indica como más fácil y recta y en su lugar da un largo rodeo primero subiendo hacia el norte, hasta casi llegar a las puertas de Huesca, para seguir luego hacia el este, en paralelo a la gran muralla de los Pirineos, que se ven al fondo del paisaje (eso aún no lo sé, porque aún no me he subido al tren, sólo he mirado el mapa de la zona, pero lo averiguaré pronto, con gran sorpresa) y finalmente torcer hacia el sur para bajar hasta Lérida. ¿Cuál es la explicación? Supongo que los Monegros era una comarca seca y despoblada, con muy poca agua (dato a tener en cuenta cuando los trenes eran de vapor) y sin grandes pueblos cuya economía y población justificasen la llegada del ferrocarril. Supongo, digo, porque yo sé que se les pasó por la cabeza a los ingenieros que trazaron esta línea.

 

Pienso en esto mientras espero mi tren en la estación de Delicias, de Zaragoza. Tengo mucho tiempo para pensar. Mucho tiempo. Mucho pero mucho. Demasiado, la verdad. ¿Qué ha pasado? El problema no es el tren. Que tiene su hora anunciada y no la ha retrasado. El problema soy yo. Me he levantado muy pronto. He salido del hotel y he desayunado muy pronto. Y ahora veo que he llegado a la estación muy pronto. Me gusta llegar con tiempo. Pero ya llevo aquí dos horas y descubro, aterrado por la perspectiva que se cierne ante mí, que aún tengo que esperar dos horas más. ¿Dos horas más? ¿Cómo he podido llegar tan pronto?

 

Naturalmente las alternativas son muchas. Coger un taxi y pedirle que me lleve al centro de la ciudad. Volver a ver la Basílica del Pilar. Otra vez. “No, ya la tengo muy vista”, me digo. La Basílica del Pilar está muy bien, pero yo ya me la conozco lo suficiente. ¿Ir a otro lado? Sí, ¿pero dónde? Dos horas son mucho o son muy poco para una ciudad como Zaragoza. Y además, tendré que dejar la maleta en consigna. Y luego ir a recogerla. Por otro lado la estación de Delicias es impresionante, merece la pena verla bien, hacerle fotos, sentarse en un banco y observar su funcionamiento, y también, claro está, observar a los pasajeros. Que son una parte fundamental de toda estación y de todo viaje. El problema es que la estación es tan impresionante como descomunal. Es larguísima. larguísima de verdad. Creo que si le doy cuatro vueltas completas puedo ahorrarme una sesión de gimnasio, y más si voy arrastrando la maleta y la bolsa de viaje. Se me ocurre un nuevo deporte: una carrera por el interior de la estación. No es una tontería. Un revisor me dice que de lado a lado hay un kilómetro, eso es mucho cuando entras por la puerta equivocada y tu tren está a punto de salir.

 

Al final me pongo a leer, que es una buena manera de ocupar el tiempo, pero no dejo de mirar a los pasajeros que se sientan cerca, o que pasan por delante de mí. Los miro discretamente, por supuesto. Y con interés sociológico y antropológico, no por cotillear. Pero la verdad es que también se podría cotillear en una gran estación como esta, donde se cruzan toda clase de personas. Y eso me recuerda a los ancianos que vi ayer, en el tren que me trajo desde Valencia, en los andenes de los pueblos por los que pasábamos. Ancianos que se reúnen en grupos para ver pasar los trenes, como si no hubiera otro sitio mejor al que ir a sentarse en su pueblo. Pero yo les entiendo. La estación y sus trenes, con su llegada y partida, siempre ha sido un sitio interesante, un lugar donde pasan cosas, donde ver algo nuevo, algo distinto.

 

Pasa el tiempo y por fin anuncian la vía donde se va a colocar mi tren. Bajo a los andenes y lo veo aparecer por el túnel. Es un Regional de los viejos, pintado con grafitis y con pinta de haber sobrevivido a mil batallas. Me gusta. No hay muchos pasajeros. Escojo un buen asiento y me preparo para el viaje. Mi ritual es simple: siempre tengo una cámara preparada a mano y también las gafas de sol. Miró que el cristal de la ventana no esté muy sucio y si puede ser, intento no tener a otros viajeros ni delante ni al lado, porque a veces me levanto y cambio de sitio a toda prisa, como un loco peligroso, pero en realidad mis intenciones son inofensivas: sacar una buena foto, algo que muchas veces depende de la pura suerte.

 

El tren para varias veces en otras estaciones de Zaragoza, todas subterráneas, y luego salimos al exterior y cruzamos el Ebro (hago una foto: al fondo se ven las torres de El Pilar, como recordatorio perenne de dónde estamos), y tomamos el camino hacia Huesca, con la nueva vía del Ave a nuestro lado. Así hasta que llegamos a Tardienta, una de las estaciones del Ave más pequeñas que hay y una vieja estación importante, porque allí se dividen las líneas, una hacia Huesca y Jaca y la otra, la mía, hacia Lérida.

 

Hasta Huesca ya he subido, pero la parte que viene ahora es nueva para mí. Siento esa pequeña sacudida que da la emoción de la novedad, del viaje hacia territorios desconocidos. Es inquietud, pero también alegría. Y el paisaje no decepciona: al contrario, sorprende: los Pirineos están lejos, pero no tan lejos como para que no puedan distinguirse sus imponentes picos nevados donde termina una llanura amarillenta y vacía, sin pueblos. Son campos de cereal, que parecen ser frenados bruscamente por un muro gris, compacto y extenso, que ocupa todo el marco de la ventana y nos acompaña durante muchos kilómetros, hasta que el tren gira para acercarse a Sariñena y luego se pierde entre pequeñas colinas. Pasamos un túnel y una minúscula sierra nos señala el camino hasta la siguiente ciudad importante: Monzón, donde tenemos una vista perfecta de su castillo. “Éste debe ser uno de esos sitios donde hace mucho frío en invierno y mucho calor en verano”, pienso. Pese a todo la ciudad se ve grande, animada, con muchas fincas nuevas y de buen aspecto. Con un polígono industrial. Con una autovía bajo la cual pasamos. Y en la estación hay mucho bullicio. Pasajeros que son recibidos o despedidos con algarabía.

 

Y luego ya todo son pueblos grandes y prósperos, como Binefar, y así, bajando suavemente desde la Hoya de Huesca nos metemos en la llanura de Lérida, y la catedral aparece al fondo, para recordarnos adónde vamos. ¿Cuánto hemos tardado? Dos horas. La nueva vía del Ave cruza por los Monegros. No le importa ni la aridez del paisaje, ni el sofoco del calor, ni el latigazo del Cierzo. Y tarda media hora en pasar de una ciudad a otra, como si fuera un saltito de nada, un cerrar los ojos y abrirlos al momento. Pero yo prefiero el Regional. Para mí no hay color. Y luego están las fotos, esas buenas fotos de las nieves lejanas de los Pirineos, y las fotos del aún imponente castillo de Monzón, luego están las fotos para confirmarlo…

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