En otro capítulo de esta serie, contaba mi viaje hasta Mérida por la ruta del sur. Para volver me desplazo hacia el norte. No regreso por Puertollano y Alcazar de San Juan sino que decido ir directo a Madrid desde Mérida y allí tomar un Ave a Valencia. He estado tres días en Mérida y me parece poco, pero mis vacaciones se terminan y no puedo retrasarme ni un día más. Uno no viaja lo que quiere, viaja lo que puede. Los viajeros tenemos que ser realistas y pacientes, lo que no hacemos en un viaje, ya lo haremos en otro si hay suerte. De adolescente yo era muy impaciente e impulsivo. Pero la vida te va domesticando y tranquilizando con bofetadas o con caricias o con una mezcla de ambas cosas.
Me ha gustado mucho todo lo he visto de Mérida. Por supuesto, ya sabía a lo que iba, y eso le quita un poco de emoción. Pero aún así debo decir que la ciudad me ha parecido mejor de lo que esperaba. Lo que sabía que no me iba a defraudar, no me ha defraudado para nada, y lo que no tenía tanto interés en ver, pues ha resultado tan interesante como lo otro. Y como pasa siempre en los buenos viajes, después de pasar tres días recorriendo las calles y los edificios y los museos y los puentes de Mérida, me quedo con la sensación de que sólo he visto la superficie, de que me estoy moviendo por las capas superficiales del iceberg, pero que debajo de mí hay mucho por descubrir, mucho por conocer, mucho por visitar. Cuando pueda volveré, me dijo. Y como el viaje no ha terminado, porque queda la vuelta, me subo a un regional en Mérida y me preparo mentalmente para pasar cinco horas y diecinueve minutos hasta llegar a Madrid. Allí haré trasbordo en la misma estación de Atocha y no llegaré a Valencia hasta la noche. Esta es la vuelta rápida, pero sólo se le puede calificar de esa manera si la comparo con el viaje de ida. Y claro, hemos de pensar que el regional no se va a retrasar, y que llegaré a Madrid con tiempo de sobra de tomar mi Ave. Quiero ser optimista.
Leí una anécdota sobre un viajero romántico inglés. Este señor cruzó a caballo el desfiladero de Despeñaperros y cuando llegó a Córdoba se quejó porque ningún bandolero había querido atracarle. Pues bien, yo no me sentiré decepcionado si mi tren no se retrasa. Al contrario, me sentiré muy feliz. Ya he dicho antes que los regionales extremeños tienen una mala fama bastante merecida. Las noticias sobre sus averías llenan páginas en los diarios y minutos en los telediarios una semana sí y otra también. Pese a todo no siempre el servicio ha sido tan deficiente y supongo que se está tratando de solucionar los problemas, que si realmente hay voluntad para solucionarlos tampoco son tan insalvables. Y justo esa es una de las quejas de los extremeños: que realmente falta voluntad para solucionar el problema.
De momento no vamos mal. Hemos llegado a Cáceres a la hora prevista. Al salir de Mérida hemos seguido el Guadiana durante unos kilómetros y he hecho algunas fotos muy bonitas (si se me permite la expresión “bonita”, que yo no suelo usar casi nunca cuando hablo de paisajes, porque otros abusan de ella, y ya no digamos eso de “mágico”, palabra que he llegado a odiar profundamente). Luego hemos llegado a una larga recta con prados inmensos a ambos lados y más que Extremadura parecía que estábamos en Mongolia. ¿Dónde ha quedado la dehesa?
Cáceres, desde el tren, es una ciudad tan moderna y anodina como cualquier otra. Ni me molesto en sacar la cámara. Si tuviera un día más o dos días más, me apearía aquí y visitaría la parte vieja. Nunca he estado en Cáceres y sigo sin haber estado, porque lo que hago ahora, pasarla rápido sin bajar de tren, es nada, no cuenta ni como primera visita. En mi lista de ciudades por conocer Cáceres continúa ocupando su puesto. Como también continua ocupando su puesto Plasencia, ciudad a la que llegamos después de tomar un desvío en la estación de Palazuelo-Empalme. De Plasencia no veo más que un gran polígono industrial y algunas calles con fincas modernas. Nada de nada. Una pena, por supuesto, pero mañana tengo que trabajar, y si no hay trabajo no hay dinero y si no hay dinero no hay más viajes. Qué simple y complicada es la vida, ¿no?
Volvemos a la vía principal. ¿Cuánto hemos perdido al desviarnos hasta Plasencia? Es un desvío necesario, por supuesto, pero hace que el viaje hasta Madrid sea más largo de lo que ya es. Antiguamente desde Plasencia la línea continuaba hasta Salamanca, subiendo a la meseta por el puerto de Béjar. Y luego de Salamanca continuaba hasta Zamora y Astorga, donde enlazaba con la vía que iba de León a Galicia por Ponferrada y Monforte de Lemos. Este ferrocarril fue muy importante en la Guerra Civil, tanto que uno de las primeras cosas que hicieron los ingenieros del bando sublevado fue sustituir los puentes metálicos por puentes de hormigón, que permitían el paso de trenes más pesados. Por desgracia la línea, que seguía siendo muy usada, fue cerrada al tráfico de viajeros en 1985 y poco después se cerrará también al tráfico de mercancías.
Y ahora Plasencia se ha quedado en una esquinita, casi olvidada por el tren, sólo atendida por el regional (¡uno al día!), mientras el Talgo la ignora por completo y no se molesta en desviarse.
Los Talgos tienen prisa, pero en cambio paran en una estación sin pueblo: Monfragüe. ¿Cuántos Parques Nacionales tienen estación propia en la red de ferrocarriles españoles de vía ancha? No estoy seguro de la respuesta, así de pronto, pero creo que ninguno. Bueno, sí… Daimiel me viene ahora a la cabeza. Pero la estación de Daimiel se justifica por el pueblo, aunque muy cerca de allí esté el Parque Nacional de Tablas de Daimiel. Pero Monfragüe no es un pueblo. En realidad esta estación se corresponde con la estación de Palazuelo-Empalme y eso al principio me lía, porque en algunos mapas ferroviarios aún viene este nombre y no el de Monfragüe. Pero en realidad la estación está dentro del término municipal de Malpartida de Plasencia, que es el pueblo más importante de la zona, lo cual lo lía todo un poco más aún.
Y ya vemos la sierra. Entramos en una llanura que muere muy violentamente a los pies de una muralla gigantesca: la Sierra de Gredos. El cambio es brutal. El tren ni se acerca a la sierra, mantiene la distancia durante kilómetros y kilómetros, y así pasamos Navalmoral de la Mata, Oropesa, Calera y Chozas y Talavera de la Reina. La de Calera y Chozas es una estación muy modesta, donde el tren no para. La cito aquí porque tiene su importancia: de ahí salía un ferrocarril con destino a Villanueva de la Serena, en Badajoz. Fue uno de esos grandes proyectos ferroviarios que se quedó inconcluso. Se construyeron puentes, túneles y estaciones, pero nunca llegó a pasar ningún tren. Y curiosamente tiene mucha relación con un escritor: Juan Benet. Benet era ingeniero y algunos lo conocen por ser el ingeniero que construyó el embalse del Porma, que anegó el pueblo natal de otro escritor: Julio llamazares. Pero Benet no se quedó en las montañas de León. Viajó hasta Extremadura siguiendo esta línea de ferrocarril y realizó un estudio para que su plataforma abandonada sirviera como soporte de un canal. Es decir, se trataba de hacer un trasvase, pero utilizando una infraestructura ya realizada, en lugar de empezar de cero. No es un plan descabellado. En Estados Unidos lo han hecho y aquí en España, en la provincia de Murcia, en las cercanías de Jumila, yo mismo he visto como una tubería para la conducción de agua utiliza el camino creado para un tren de vía estrecha. El estudio fue presentado al Ministerio de Obras Públicas pero no fue aprobado. Aunque a Benet sus andanzas por estas tierras le sirvieron para conocer lugares y personas que luego utilizaría en sus novelas. Por otra parte, hoy en día parte de la línea ha sido acondicionada como vía verde: la Vía Verde de la Jara.
Si algún día tengo tiempo para recorrer algunas de las principales vías verdes españolas, tengo que incluir a ésta en la lista. Eso pienso mientras el tren ya llega a Torrijos y desde allí se aleja de la sierra y se acerca a los campos del sur de Madrid, campos que pronto desaparecerán engullidos por el asfalto de la periferia de la capital.
Llegaremos a Madrid sin retraso y allí pasaré dos horas en Atocha, que tiene un jardín interior que es una maravilla. Cuando lo descubrí hace muchos años me quedé deslumbrado. Y sigo quedándome deslumbrado cada vez que vuelvo. Creo que es una de las intervenciones en antiguas estaciones más inteligentes y con mejor resultado que he visto y que veré. Y me encanta pasar de la estación vieja a los nuevos andenes del Ave y saltar al tren como quien salta de un siglo a otro. Parece fácil, un saltito de nada. Pero hay mucho talento, mucha inteligencia y mucho esfuerzo detrás.