Desde que salió a la calle “Caminos de hierro”, hace ya medio año, no he vuelto a escribir sobre viajes en tren. Pero eso no quiere decir que no haya viajado. De hecho, he viajado a San Sebastián, a Gerona y Portbou y a Canfranc. Pero aún no he escrito ni una línea sobre estos viajes, y la razón es muy simple: después de terminar mi último libro acabé tan agotado, física y mentalmente, que decidí tomarme unas “largas vacaciones”. Pero viajé, volví a subirme a unos cuantos trenes, la diferencia es que luego, al volver a casa, no volví a leer las notas que había tomado para, rápidamente, empezar a escribir nuevos artículos. Así que he viajado clandestinamente, anónimamente, sin dejar huella escrita de mis actividades, sin delatarme. Hasta hoy…
Dentro de poco saldrá un nuevo libro mío y no va de trenes. En los dos últimos años he escrito tres libros sobre trenes. Creo que ya está bien, al menos por ahora. Pero me quedaba pendiente algo, antes de pasar página tenía que escribir aquí un artículo más, y este artículo es como subir un puerto de montaña. Sabes que está delante tuyo, que es otro más, otro que va después de todos los anteriores, que han sido muchos y difíciles. Sabes que aún no puedes parar, que la carretera te lleva directo a él y lo tienes que subir. Sabes que lo subirás. Y sabes que ese será el último puerto de montaña que vas a poder subir, porque ya estás agotado, y aunque el camino no se termina allí, porque siempre hay otros puertos de montaña, tú ya tienes decidido que para ti este será el último. Y te parece bien. Hay que dejarlo algún día. Aunque solo será para poder volver en el futuro, con nuevas energías, con nuevas ilusiones.
Para llegar a San Sebastián necesité dos días. Fui a Zaragoza con el regional y dormí allí. A la mañana siguiente cogí primero un Alvia hasta Vitoria y luego otro regional hasta San Sebastián. Mi idea era continuar hasta Irún y ver la última frontera del norte que aún no conozco. También pensaba ir a Bilbao con el Eskotren (aunque todo el mundo me miraba raro y me preguntaba que porqué no iba en autobús). Tenía día y medio, tiempo suficiente. Sin embargo, no hice nada, no salí de la ciudad, ni siquiera salí apenas del hotel. Hacía un tiempo horrible, puedo soportar la lluvia, puedo soportar el frío y puedo soportar el viento, pero cuando se juntan las tres cosas me vuelvo un ermitaño que no quiere salir de su cueva. Pensé en volver anticipadamente, o en cambiar de planes, pero al final no hice nada. Esperaba que dejara de llover, eso por lo menos, pero no, todo un día lloviendo sin parar, y si intentabas sacar un paraguas, un viento malvado y lleno de odio hacia los turistas (los pocos que nos atrevíamos a salir) te lo destrozaba al momento. Me resigné a esperar al viaje de vuelta, que fue tan largo y pesado como el de ida. Y llegué a casa con la estúpida sensación de haber perdido el tiempo (y también el dinero, porque si vas sumando gastos, hoteles, trenes, comidas, al final viajar te sale caro).
Pese a todo, poco después hice otro viaje, y este resultó todo lo contrario. Para empezar el tiempo era perfecto, ni frío ni calor. No llovía y podía ir tranquilamente con la cámara en la mano (en San Sebastián era imposible sacarla sin que se te mojara, incluso con el chubasquero, que el viento hacía levantarse con la misma maldad contra los turistas de la lluvia). Hice todo lo que tenía previsto hacer, como volver a visitar la frontera de Portbou, donde solo había estado una vez en mi vida, de pasada, entre tren y tren, y de eso hacía un montón de años. Y hasta me sobró una mañana y la utilicé para ir a Ripoll y hacer fotos a varias estaciones abandonadas que hay por la zona. Tuve que ir en taxi, y aunque me gasté una cantidad de dinero inusualmente alta para lo que yo suelo gastarme en los viajes, lo cierto es que mereció la pena. A la vuelta hicimos la ruta que desde Olot seguía el tren de vía estrecha que iba a Gerona y mientras hablaba animadamente con el taxista (un tipo muy majo y con una vida muy interesante), fuimos parando en las viejas estaciones de este ferrocarril, la mayoría de ellas muy bien restauradas y reutilizadas. A veces los planes espontáneos son los mejores.
Y para terminar Canfranc. Porque si hay que terminar, Canfranc es uno de los mejores sitios. Lo ha sido durante muchos años, cuando casi nadie se acordaba de esta estación, y lo sigue siendo ahora, a pesar de todas las obras y todas las reformas. Y digo “a pesar” porque para mí el Canfranc salvaje de las vías herrumbrosas y los vagones oxidados cubiertos de vegetación y prácticamente ocultos en el bosque, es mejor que el Canfranc de las calles asfaltadas y las viejas grúas colocadas como esculturas en medio de un jardincito. No, no hablo de la estación, que la estación sigue siendo una maravilla, y luce esplendida toda limpia y recién pintada y rejuvenecida milagrosamente, casi como nueva. Hablo de toda la gran explanada que se perdía en los montes agrestes y boscosos, de los viejos almacenes inmensos y vacíos, de los vagones de mercancías y de pasajeros olvidados en las vías muertas, de todo ese paisaje ferroviario que era como los restos de un gran palacio imperial de una época muy antigua, esas ruinas que aunque decrépitas siguen siendo imponentes, siguen impresionando a quien las visita por primera vez.
Pero aunque se han perdido algunas cosas, subir allí con el tren, con el viejo “Canfranero” sigue siendo una experiencia maravillosa. Hay solo un tren de subida al día, y luego hay que esperar hasta la tarde para tomar el único tren de bajada. Y es una pena porque eso obliga a muchos visitantes a tener que coger su coche propio. Y a la gente de Canfranc a tomar el autobús, que es más rápido aunque, al menos para mí, mucho más aburrido. No sé qué pasará en los próximos años. He oído tantas veces eso de “volver a abrir el túnel” que no sé si lo veré alguna vez. De momento lo que he visto es una nueva estación. Y a grupos de turistas en la boca del viejo túnel. No unos pocos visitantes, no, me refiero a grandes grupos de turistas. Y eso que el hotel aún no está abierto…