Hay teorías que en el papel parecieran infalibles pero que, en el momento de hacerlas realidad, resultan engañosas, impracticables, o, sencillamente, erróneas. El comunismo, por ejemplo, es una de ellas. En este sentido, la teoría del lanzamiento de penaltis es similar a la ideología política: con el empeine, arriba, a la escuadra; con fuerza, abajo, al lateral de la red de la portería. Imparable. En teoría.
En la práctica, sin embargo, la técnica no es más que uno de los ingredientes necesarios, y ni siquiera el primordial, para convertir un lanzamiento desde el punto de penalti. En el fútbol de la vida real, son muchos los penaltis mal cobrados que acaban en tantos, y no pocos los bien cobrados que resultan en paradas. Porque en el fútbol de la vida real, junto a la suerte y la técnica, el temple puede ser el elemento indispensable para el éxito.
El fútbol español, como el italiano, siempre se ha caracterizado por su técnica, por el afecto que siente por el balón, por los principios estéticos que con frecuencia han prevalecido, por encima, inclusive, de las ansias de triunfo. Es por ello que, hasta hace poco, a España, como a Inglaterra, se le tildaba de ser un equipo de cuartos de final. Por ello, o tal vez por un síndrome asociado que tantas veces hizo que La Roja llegara a cuartos, simplemente para acabar empatando el encuentro y perdiendo los penaltis.
Todo empezó en el mundial de México, el segundo, el que dio vida al mito de Maradona y a la mano de Dios. Para España sería la mejor actuación en un mundial desde Suecia 1950, enfrentándose en los cuartos de final a una Bélgica que, con Scifo, Gerets y Pfaff, vivía el mejor momento de su historia. Los disparos de Señor, Chendo, el Buitre y Muñoz fueron osados, clínicos, perfectos – imparables. Pero a Eloy le tembló el pulso en el momento clave, y España, tras haber conseguido el pase a la final de la Eurocopa dos años antes por la vía más dramática, eliminando a Dinamarca en la tanda de penaltis, era víctima esta vez de los caprichos del destino.
Y sin embargo, en el lapso de aquellos dos años el fútbol español había reencontrado su identidad, se había reconciliado con el deporte, había saboreado la joie de jouer y lo había hecho, todo esto, con estilo, con elegancia, con cierto garbo. Sería la mayor conquista de una generación cuyo enorme potencial se estamparía repetidas veces contra la llamada maldición de los cuartos de final. De hecho, tal sería el impacto de aquel conjuro, acaso imaginario, psicológico, o autoimpuesto, que inclusive al enfrentarse a Inglaterra, el más desdichado de los combinados en lo que a la tanda de penaltis se refiere, España vio como la clasificación a las semis de la Eurocopa del ’96 se le escapaba de las manos, poco a poco, a lo largo de 120 minutos. Hasta que el duelo de sombras y fracasos entre la maldición inglesa y la española llegó a su clímax con una nueva aflicción para un país que poco a poco se convencía de que jamás lograría pasar de los cuartos de finales en un torneo internacional.
Es probable que si aquel enfrentamiento se hubiese dado en los octavos, Inglaterra hubiera sufrido el mismo destino que su vecina, la República de Irlanda, seis años más tarde, en el mundial de Corea/Japón. Aquella tanda de penaltis llegó tras un partido que se ha debido ganar en 90 minutos y que fácilmente se pudo perder en la prórroga. Pero estos no eran los cuartos de final, sino los octavos, y entre los palos estaba un joven Iker Casillas que vio con tranquilidad cómo Holland enviaba un balón a las nubes, que adivinó las intenciones de Connolly y de Kilbane y que, en definitiva, dio suficiente margen a los suyos para que Gaizka Mendieta, con todo el temple del universo, sellara el pase a…
Cuartos. Y esto ya ni hay que relatarlo, pues sería redundante. Basten tres datos: el rival, Corea del Sur, de local; el resultado, 0-0, tras 120 minutos; y el villano, Joaquín.
Pero no hay maldición que dure 100 años, y si la hay, España no tuvo que averiguarlo, porque tras 24 años de suplicio apareció, una vez más, la figura de Iker, que ya no era un chaval, sino un capitán de estatura, aunque su homólogo italiano, Gigi Buffon, fuera todo un coloso. Salvó este un disparo tímido de Güiza, pero Iker, con todo su instinto y toda su serenidad, ya había bloqueado un envío bien perfilado de Daniele De Rossi, y haría lo propio con un lanzamiento manso de Di Natale. Después vendría Cesc, la histeria colectiva, un trámite con Rusia, el niño Torres y la respuesta más categórica que incógnita alguna haya podido tener en la historia del fútbol.
Lo que vino a ser se convirtió en cuatro años de supremacía en los terrenos de fútbol del mundo entero que aún no llegan a su final, con tres títulos indiscutibles, con un estilo único, irrepetible y, simplemente, descomunal. Lo que vino a ser fue, primero, la admiración, el respeto e, inclusive, la envidia. Vino Del Bosque, el tiki-taka y una noche de angustia en Sudáfrica ante Suiza. Vino también la suerte que premió el esfuerzo de España cuando, en otros torneos, Paraguay o Chile podrían haber hecho más daño del que infligieron. Vino otro 1-0 ante Alemania y el iniestazo, el otro, el de Johannesburgo, con el que España se coronaba campeona del mundo por primera vez.