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Mientras tantoEspaña para ingleses

España para ingleses


Sin duda Cristina García Rodero es una de los mejores representantes españoles de lo que se ha dado en llamar fotografía antropológica. En 1983 es becada por la Fundación Juan March para recorrer España y captar el enorme volumen de imágenes del que se extrae esta exposición, un tanto caótica, del Círculo de Bellas Artes. Rodero es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y la primera persona de nacionalidad española que entró a formar parte de la Agencia Magnum.​ Ha recibido el Premio Nacional de Fotografía (1996), la Medalla de Oro al Mérito a las Bellas Artes (2005) ​ y el Premio Ortega y Gasset a su trayectoria profesional en 2024. Además, es la primera mujer doctora honoris causa por la Universidad de Castilla-La Mancha (2018).

Recorrimos con calma todas las salas de la España oculta, en gran medida pobladas por fotografías conocidas. Quizá el primer problema no es tanto el contenido en sí como el amasijo, la acumulación indiscriminada de fotografías maestras con otras más discutibles. Es como si quien ha comisariado esta exposición, quizá la propia fotógrafa, tuviera problemas con el vacío, con el silencio. También algunas fotografías podrían tenerlo, como si no pudieran reposar en la vida que intenta retratar.

Reunidas en una muestra de 152 imágenes que recorrerán otros museos y salas de España, García Rodero se explica: «intenté fotografiar el alma misteriosa, verdadera y mágica de la España popular, con su pasión, el amor, el humor, la ternura, la rabia, el dolor, con su verdad; y los momentos más intensos y plenos en la vida de los personajes, tan simples como irresistibles, con toda su fuerza interior, en un desafío personal que me dio fuerza y comprensión y en el que puse todo mi corazón». Nadie le puede negar a Rodero su ojo de artista, el buen hacer, el dominio del oficio, la experiencia, la pericia profesional a la hora de escoger las tomas, el ángulo, el encuadre de la imagen. Incluso cierta clase de amor, de ternura hacia sus criaturas. De ahí el sacrificio personal que debió suponer atravesar esa España profunda, que enseguida quedó medio vacía.

Las dudas que suscita esta dilatada antología pueden ir más allá del comisariado y sus criterios de montaje. Uno de las características de esta muestra es que Rodero parece haber escogido como sustancia de sus tomas lo más torcido, el ángulo más espectacular, lo más escabroso y truculento. La niña que bosteza, el gesto iracundo de una vieja, una mano caída, la pierna infantil asomando desnuda, el rostro deforme en una esquina parece que han de ser el centro oculto de imágenes colectivas que, sin esos detalles, serían para Rodero insulsas. El punctum de Barthes, ese punto de fuga que vincula una fotografía con lo que nos punza y la convierte en misteriosa, es con demasiada frecuencia un detalle grotesco que enlaza la imagen a lo más zafio, poniendo en sordina la poética del resto. El pueblo que se retrata es demasiado parecido a la España brutal que nuestros políticos quieren «cambiar», con la habitual delicadeza y sabiduría que caracteriza a las élites.

Fijémonos en una fotografía magnífica, «La confesión», esa soberbia estampa de una mujer de pueblo inclinada ante un cura, a cielo abierto. Desde la posición reclinada de ella, entre la superstición y la entrega, hasta la cara inescrutable de él, de despótica indiferencia, todo retrata un pueblo arcaico entregado a las peores costumbres. Es como si a Rodero le faltara con frecuencia piedad y escucha para los detalles poéticos de una escena: si no hay algo tétrico, esta no se compone para ella. El resultado es un pueblo que sería necesario civilizar, redimir, modernizar. «Hay que cambiar la vida de la gente», diría un político cualquiera sin antes bajar a la calle para ver qué es la gente. Rodero ha bajado, pero pocas veces se apea de su condición de intelectual visitante, armada de cámara y del prejuicio conceptual hacia una España que, cuando menos, oscila entra la poesía y el espanto. Así casi siempre. En «Procesión de Santo Cristo», la cara de uno de los primeros hombres de la procesión ha de estar sutilmente atormentada con un claroscuro irreal para que el conjunto funcione. Una y otra vez parece que si no hay diablo, sucedáneo artístico de la noticia, no hay nada que fotografiar. El contrapunto de esta estrategia tétrica es que cuando Rodero intenta captar sólo instantes de belleza, como en esa niña dormida entre burritos, el resultado de la pose es un poco dulzón.

Con raras excepciones poéticas, de puro amor por lo insignificante e instantáneo, demasiadas de sus tomas están guiadas por la búsqueda de lo raro y lo espeluznante, lo anómalo y sutilmente monstruoso que escoge una persona urbana que no está habituada a lo popular. Tal vez por eso recorre el espacio excepcional de la fiesta, y no la vida cotidiana del trabajo, para seleccionar ahí lo que roce lo esperpéntico. ¿España es así, el mundo es así? Lo de menos es que estas «instantáneas», como tantas otras fotografías, sean el producto de una larga elaboración. Que hayan sido cuidadosamente preparadas o maquilladas para después, escogiendo entre decenas de disparos, ser minuciosamente seleccionadas entre un ingente material que se desecha. Lo importante es que esa detallada selección -qué quitar es siempre parte del proceso final de creación- se queda mayoritariamente con lo más turbio, lo más chocante y grotesco, seleccionado dentro de una humanidad que la artista no parece amar. Como Rodero no abandona casi nunca esa soberbia «distancia crítica» propia del orgullo urbano, pocas veces entra en el misterio de las escenas. Es posible que ya solamente le llamen la atención las que tienen algo de escabroso. Creo que John Berger diría que esta fotógrafa parece desconfiar de esa abigarrada mezcolanza popular que se puede saborear a lo largo de un viaje por el campo.

Los turistas, patrios y extranjeros, se deleitarán con esas imágenes anómalas donde el espectador queda automáticamente del lado del bien. Como lo retratado es cuando menos inquietante, si no grotesco o siniestro, la sala iluminada y el empaque pulcro del visitante ven redoblada su decencia cívica. A pesar de que García Rodero dice tomar distancias con lo que llamamos fotoperiodismo -su formación es artística, insiste- comparte con el impresionismo informativo cierta función anímica de blanqueo, ese lavado de almas ante la brutalidad de la noticia sin la que la actualidad periodística no sería ansiosamente devorada. Lo retratado tiene algo de horrendo, cuando menos chocante, de modo que el visitante que contempla el trabajo impecable de la cámara resulta salvado al situarse como espectador y juez de una panorámica moralmente dudosa en la que él no está implicado. El espectador goza de lo escabroso, tomando distancias, por el simple hecho de que eso turbio no es dejado caer a su poética potencial, sino situado frente a nosotros como grotesco. Hace mucho tiempo Handke escribía: «Hemos sido educados para contemplar siempre la naturaleza con un estremecimiento moral». Esa naturaleza es ahora el pueblo español, que no puede ser visto sin una separación moral que convierte al visitante en alguien elegido. Acompañando a la artista en su periplo crítico, sentimos que nosotros no somos parte de esa amalgama bárbara.

Falta en este trabajo la piedad, la delicadeza, la interrogación que no libraría a un fotógrafo que dude. Falta la metamorfosis propia de un artista que, al acabar su trabajo, ya no es el mismo, pues se ha transformado en él. No es el caso, pues Rodero mantiene un control estricto donde ella no se mancha. Quizá cuando Inge Morath recorre media España en los cincuenta, cuando Rulfo recorre Oaxaca en la misma década -por citar sólo dos experiencias clásicas- el procedimiento es muy distinto, pues allí el polvo, la pobreza y la riqueza, la fealdad y la belleza de personajes y paisajes traspasan los filtros de la cámara. Algunos grandes fotógrafos se preocupan sobre todo de captar la poética oculta, incluso en un pueblo arrojado a la miseria, bajo un gran angular de la información que hace mucho, coaligado con la normalización económica, hace estragos. Robert Frank, ante un pueblo estadounidense también sospechoso de crueldad latente, tuvo esa piedad capaz de captar la ambivalencia. En Rodero parece que la ambigüedad casi siempre ha de estar polarizada hacia una mueca, algo deforme.

¿Se muestra una España oculta? No, es más bien la España que siempre está a mano. Es un adelanto de la nación turística, entreverada con las tradiciones y a la espera de la mirada aviesa y moral del flâneur urbano. Rodero recoge la punta estadística de una España miserable, escandalosa y brutal. El largo recorrido de feria en feria no es el del peregrino que busca cielos y visiones, sino el viajero profesional que es becado para disparar su cámara cientos de veces y seleccionar las imágenes más chocantes, incluso las más «feas». Algún psicoanalista podría decir que no hace falta que aparezca lo inquietante para tener la certeza de una profundidad inconsciente. Tal ambivalencia moral también late cuando la vida transcurre furtiva, en una inercia indetectable para los cazadores de noticias.

Finalmente, es para preguntarse si la fama merecida de esta excelente fotógrafa sería la misma sin una cuestión de fondo que es ajena a ella y de la que apenas se habla, un auto-odio típicamente español. Estamos hablando del inmenso complejo de culpa de una cultura que es sierva de la leyenda negra norteña que se ha cebado más sobre el presente, sobre una España actual que intenta lidiar entre las naciones, que en el pasado inquisitorial y sangriento del Imperio. Es posible que culturalmente seamos hoy una colonia, cargando con un pecado incomparable que todavía hay que expiar.

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