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Acordeón¿Qué hacer?España y los ‘ongi etorri’

España y los ‘ongi etorri’

Cuando se contempla, con perplejidad, cómo se glorifica a sujetos que han matado abyectamente a cientos de inocentes, acabado con niños, dejado viudas y huérfanos rotos en alma y cuerpo, y expulsado al exilio a cientos de miles, la pregunta que hay que hacerse es cómo tierra tan bendita como la patria vasca ha podido caer en tal infamia. No es fácil encontrar explicación a ese enigma eterno (o sea, el del origen del mal), como no lo fue tampoco encontrarla para aquella aberración alemana, el nazismo, tras el que, según Adorno, ya no era posible escribir poesía. Pero en alemán se compusieron precisamente los versos más desgarrados sobre aquella sucursal del infierno en la Tierra, la ‘Fuga de la muerte’, de Paul Celan, un poema sin sintaxis, casi sin gramática, cruda desesperación frente a la bestialidad. Con rimas tremendas: “negra leche del amanecer la bebemos al atardecer, la bebemos a mediodía y por la mañana, y por la noche, bebemos y bebemos”, “cavamos una fosa en el aire donde reposar sin estrecheces”, “la muerte es un maestro que viene de Alemania”. Hasta que llegó nuestra hora, tampoco nosotros sabíamos que aquí la muerte vendría del hermoso, nostálgico y musicalmente armónico País Vasco. ¿Cómo han llegado a esa perversión? Asegura Platón que los asuntos humanos llevan consigo oscuridad, confusión y decepción. Esa negra leche del amanecer, que es la muerte física o civil de tantos miles de víctimas humilladas por el terrorismo, la bebemos ahora casi a diario.

Seguro que en esa tierra vasca desconocen las abominables similitudes que hay entre esos festivos ongi etorri y unas palabras infames que Himmler pronunció en 1943 para glorificar moralmente a sus mandos: “la mayoría de vosotros sabéis lo que supone tener a vuestros pies 100 cadáveres, o ver tirados en el suelo 500 o incluso 1.000 cuerpos. Haber pasado por eso y haberlo aguantado y haberse mantenido en la decencia, salvo algunas excepciones de debilidad humana, eso nos ha robustecido. Esta es una página gloriosa como no ha habido otra en nuestra historia, ni la habrá”. El mismo fanatismo, la misma arrogancia, la misma obscenidad. Por cierto, también Himmler recomendaba, especialmente en la derrota, proclamar ante el mundo entero la necesidad de lo ocurrido. La semejanza entre ambas reacciones es devastadora. Ya señaló Sebastian Haffner que el nazismo no es una ideología, sino una “caracterología”, o sea, un tipo de hombres: lobos ávidos de sangre. Amamantados en los pechos de una “moral” de excepción que se vuelve más bestial cuanto más excepcional se considera. Y que no está sometida (dada su superioridad) a ninguna otra. Motivo: el “enemigo” al que se ejecuta es un “sujeto sin valor”. Una nada bípeda. Es decir, un txakurra, esa “cosa” que en otros momentos se llamó judío o paria. Ese es su delito: ser un perro español, “deficiencia” que para ellos no desaparece jamás, ni tiene absolución posible.

Uno puede entender el amplio museo de romanticismos vascos. El amor profundo al hogar querido, las lágrimas ante la belleza del propio paraíso, el sueño de vivir entre los árboles sagrados que nos vieron nacer (el Guernica de cada uno), la nostalgia de la lengua materna, la txapela, las oraciones en familia, el olor y sabor de la tierra. Como explicó Chateaubriand, bretón, “la Providencia ha pegado los pies de cada hombre a su suelo natal con un amor invencible”. Pero una cosa es el amor apasionado a la propia patria y otra, muy distinta, dejar 1.000 cadáveres descuartizados en el suelo al estilo Himmler. Eso ya es otra cosa: una “irrealidad real” surgida de una fatídica degeneración del alma vasca.

Esos ongi etorri traspasan, obscenamente, la línea roja entre civilización y barbarie. Haciendo imposible cualquier patriotismo decente. Asistió atónita España durante décadas a la liquidación física de las víctimas. Ahora esos sumos sacerdotes de la infamia están llevando su nacionalismo totalitario a una fase más repugnante todavía: a la liquidación moral de las víctimas. Etapa que comenzó con lo que Hannah Arendt llamó “mentir la verdad”, es decir, utilizar “verdades” ventajistas para montar con ellas una gigantesca milonga falsa. Y siguió con la progresiva “cosmetización” del recuerdo y la memoria tergiversando los hechos para ocultar su miseria y barbarie. Es decir, mucha “poética” y poca historia. Con un objetivo: mantener viva la hipnosis colectiva. Bajo el lema “olvidemos”. Y llegar así a la fase final, la actual “monstruosidad cananea”: hacer como que la verdadera explicación del terror vasco está por elaborar. Según ellos falta una parte sustancial del relato: “entender” los dramas y tragedias vitales de los verdugos. En definitiva, convertir a éstos en víctimas, y a las auténticas víctimas en cosa irrelevante. Al fin y al cabo no son de igual condición humana por pertenecer a una etnia distinta (léase inferior) a la suya, Rey Sol de los Pueblos. Ningún daño puede compararse, por grande que sea, al majestuoso destino y “misión” milenaria del Pueblo Vasco. Todo sacrificio –incluso humano– es obligado ante ese Moloc. Esta feroz subjetividad revela la misma adoración abyecta y la misma megalomanía fanática de las palabras de Himmler. Como canta un coro de Brecht, “revuélvete en el lodazal, abraza a los matarifes, pero cambia el mundo: éste lo necesita”. Esta nueva negra leche del amanecer, ¿hasta dónde habrá que tragarla?

Pero esa quiebra moral no sólo es vasca. También es nuestra. ¿Cómo es posible que un Estado que se dice de derecho esté consintiendo que reconocidos terroristas se paseen triunfalmente por España, ocupen sus instituciones y decidan el destino de todos? ¿Dónde y cuándo se ha visto cosa semejante? Son muchas las instituciones políticas y muchos los millones de ciudadanos que consideran a esos totalitarios eximios paladines de la libertad y excelsos profetas del futuro, cuando en realidad son oligarcas anacrónicos (o insaciables parásitos del privilegio) que viven de explotar un sistema cuasi feudal totalmente contrario a los principios fundamentales de las democracias representativas modernas, basadas en la igualdad entre ciudadanos, el “balance de poderes” y el primado de la Ley. Para esos señores feudales la dignidad no se consigue por los actos, sino por el grado de servidumbre a ese Moloc sacralizado. Por eso se puede hacer con la vida de los demás lo que a uno le pete (incluido matar): siempre serás inocente porque actúas por el Bien: la absoluta Majestad de tu Pueblo sagrado. O sea, los ongi etorri. En esta magia negra la circularidad ética no es vicio, sino máxima virtud. Toda esa mística adoración totalitaria a la etnia (que llevó a la catástrofe al siglo XX) es la putrefacta leche del amanecer que tragamos cada día los españoles. Casi sin rechistar. Quizá tenga razón Jonathan Swift en que el pueblo, como aquel personaje de La Fontaine, “es hielo ante las verdades y fuego ante las mentiras”.

Es absolutamente infumable que gobiernos democráticos avalen a esos nacionalistas que se permiten ofender y desacreditar el mejor tesoro que la historia nos concedió: una España verdaderamente democrática. Esa herencia valiosísima, la mejor en siglos, está plasmada en una Constitución que pone la Ley por encima de todo y de todos. Con nuestra indolencia estamos permitiendo que sujetos con ensoñaciones totalitarias se conviertan en los “legisladores no reconocidos” que lo deciden todo. Para imponernos la magia de su “milagro hueco”: una nueva eternidad, utopía en la que ellos son, como ya está sucediendo, los verdaderos defensores de las libertades y los auténticos demócratas.

Esa alianza con Bildu y los nacionalismos viene a ser la quema del Reichstag, o sea, último signo de advertencia para despertar y no tener que cantar aquella frase de Shakespeare: “el Sol de Roma se ha puesto, nuestro día murió”. Al consentir atrocidades como esas estamos traicionando a nuestra democracia (por supuesto, imperfecta). Como a aquel pobre judío, nos están obligando a escupir sobre nuestra propia Torá, la Constitución. Conviene recordar en este aspecto aquellas magistrales palabras de Benjamin Constant: “no somos ni persas sometidos a un déspota, ni egipcios subyugados por sacerdotes, ni galos sacrificados por druidas, ni griegos ni romanos a quienes la parte de la autoridad social consolaba de la esclavitud privada. Nosotros somos modernos que queremos gozar de nuestros derechos, desarrollar nuestras capacidades como mejor nos parezca, sin hacer daño a otros”.

Es incomprensible que una autotitulada socialdemocracia –que por su misma razón de ser es hija del racionalismo, y por tanto de los imperativos de la Razón y la Moral– pueda amparar infamias como esas y caer en semejantes simas de miseria. Postrada ante un autócrata que no tiene otro objetivo que el narcisismo mefistofélico de mantenerse en el poder a cualquier precio. Nadie debería olvidar que el abismo de la historia nos engulló ya varias veces. Como advirtió Tocqueville, cuando “el pasado deja de arrojar luz sobre el futuro, la mente del hombre vaga en la oscuridad y cae en la barbarie”.

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