Días atrás, una explosión sacudió uno de los edificios del conjunto corporativo de PEMEX, la empresa para-estatal del petróleo en México. El saldo fue más de 30 personas muertas y un centenar de heridos. En breve, las autoridades mexicanas anunciaron que la causa de aquella fue una cantidad de gas metano acumulado, quizás proveniente del subsuelo.
Las autoridades aceptaron que expertos de la ATF, la agencia estadounidense de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, examinaran el edificio, quienes cuestionaron la hipótesis del gas acumulado. Al final, su cuestionamiento fue diferido a estudios posteriores. La prisa de las autoridades en descartar la posibilidad de un atentado terrorista dejó, hasta el momento, sin respuesta la pregunta sobre los responsables del problema, incluidos los encargados de la seguridad del edificio.
Las secuelas de dicha explosión fueron desplazadas en la atención pública, sobre todo internacional, por el caso de siete jóvenes de nacionalidad española que fueron violadas en el Puerto de Acapulco, mientras pasaban unos días de vacaciones. Una decena de sujetos encapuchados irrumpió en la madrugada en su bungalow y, después de golpear y atar a los hombres que las acompañaban, robaron y violaron a las mujeres, excepto a una mexicana que las acompañaba.
Las autoridades se apresuraron declarar que el ataque no provenía del crimen organizado. Y el presidente municipal afirmó, si bien quiso retractarse después, cuando sus palabras ya le habían dado la vuelta al mundo: “las violaciones pasan en todo el mundo”.
Sus palabras son ejemplo de cómo, tanto las autoridades como muchos diplomáticos, asesores políticos y de comunicación en México, suelen encarar la violencia en el país: quieren relativizarla, minimizarla, desposeerla de la responsabilidad que le corresponde enfrentar al gobierno.
De acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, Acapulco es la segunda ciudad más violenta del mundo. Las violaciones a las españolas están lejos de ser un hecho aislado: en los últimos tiempos, se han presentado allá ese tipo de crímenes con un modus operandi análogo sin que las autoridades hayan actuado para detenerlos.
Acapulco pertenece al estado de Guerrero, donde las autoridades federales y locales han sido también incapaces de detener el auge del crimen organizado y el delito común, al grado de que, auspiciadas por el gobierno local, han surgido “policías comunitarias”, es decir, grupos paramilitares a los que se les ha ofrecido apoyo fuera del orden constituido. Otro signo más de la a-legalidad existente en México, de la falta de un Estado de derecho e “imperio de la ley”.
Como ha indicado la consultoría americana Southern Pulse, Acapulco está tomado por el crimen organizado, cuyo poder viene de los cárteles de la droga (Sinaloa/Pacífico, Los Zetas, La Familia) que ya patrocinan grandes pandillas que se disputan el territorio de dicho puerto turístico, en un giro evolutivo que corrompe autoridades y les da, mediante el uso de la telefonía celular y las redes sociales, una eficacia inusitada. Ni el gobierno federal ni el gobierno local quieren reconocerlo: están rebasados por la criminalidad.
Y a pesar de que el gobierno de Enrique Peña Nieto asegura que los resultados de su estrategia de seguridad pública serán patentes en un mediano plazo, la potencia de los fenómenos criminales, la corrupción inercial, la ineficacia crónica de las instituciones mexicanas tienden a socavar tal pronóstico. El triunfalismo de la primera hora comienza a desvanecerse.