“El español nunca tuvo ni sospecha de qué sea el interés público; y se llama individualismo esa gran tosquedad, a la ignorancia de que nuestros prójimos son algo real, y que estar obligado a su alma, como dice Cervantes, significa tener en cuenta las de los demás”. España, certifica con severidad Américo Castro en la misma carta a José Jiménez Lozano, es un país en el que “lo usual es no tender un cabo a quien bracea contra el oleaje en alta mar”. La “vividura” hispana, incapaz para la convivencia por razones históricas a cuyo esclarecimiento se había consagrado Castro a consecuencia del trauma de la Guerra Civil, desconocería el verdadero espíritu de servicio, el “servir a todos”, no “a su casta, a su entorno, a su parentela, a sus amistades”. Son palabras escritas hace más de medio siglo, a vueltas con una circunstancia que todos querríamos hoy superada. ¿Lo está?
Américo Castro trae consigo, importunamente, la “cuestión española” (“mi pesadilla”) al “destierro en sentido inverso” que para él representó su traslado a España. “Otro exilio”, dice, esta vez definitivo. Al margen de casi todo, sigue empeñado en una obra inacabada que ha de defender sin tregua frente a sus contradictores, con el único alivio de contados interlocutores por los que no se siente malinterpretado. Su figura recuerda la de otro exiliado, Sigmund Freud, quien, abrumado al final de sus días, declaraba a la BBC a propósito de la disputa en torno al psicoanálisis: But the struggle is not yet over.
Tampoco esta otra contienda nuestra, la española, parece haber tocado a su fin. No tanto por las declaraciones, los gestos o aspavientos que surten los mentideros. No solo por las graves cuestiones políticas, institucionales, jurídicas y judiciales que competen y comprometen a los poderes del Estado. Ni siquiera por los frentes abiertos de una batalla cultural que determina el clima de la vida ciudadana. Hablo de un malestar. Un malestar en la convivencia que trágicamente (¿míticamente?) se resumió antaño en sentencias como “Aquí yace media España; murió de la otra media” (Larra) o “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón” (Machado). Hasta el “Me duele España” unamuniano, al que, en tiempos recientes, no han dejado de recurrir con oportunismo ciertos (ya exlíderes) políticos. ¿De verdad les duele? ¿Qué España les duele? ¿No valdría más la pena afrontar el malestar, o, como lo definió Pérez Galdós, esa “inseguridad, única cosa que es constante entre nosotros”?
En La España que tanto quisimos encara Víctor Gómez Pin este malestar “sin tapujos”. Sin eludir las contradicciones, ellas sí dolorosas, solo de cuya asunción (aunque no siempre de su resolución) cabría esperar una España reconciliada con su pasado y consigo misma. Una España en la que no hubiera que “elegir entre la adscripción pura a un proyecto unilateral y apriorístico o el repudio de la palabra España”. O entre identidades que, “más que generar arraigo, atizan y avivan los rescoldos del odio”. Pues la promesa de convivencia residiría, a decir del autor, en el fértil terreno de encuentro entre el arraigo popular y la dignidad humana por todos compartida. La verdadera identidad, en vez de suponer un cierre sobre sí, se construye por aeración, permeabilidad, intercambio. Como un árbol que, según la bella paradoja de Simone Weil, echara raíces en el cielo. Una imagen que bien pudiera inspirar una cultura política democrática que vaya a la raíz ventilando las heridas abiertas como única vía de sanación.
Esa “España que tanto quisimos” es entrevista en el ‘Díptico español’ de Luis Cernuda. El poeta (o sus voces) se hace cargo de sí mismo desde la herida que lo separa de sus coterráneos y lo une a ellos: “Es lástima que fuera mi tierra”, “Bien está que fuera tu tierra”. España es, para él, “tierra de los muertos” y “pertinaz pesadilla”: un pueblo adocenado en el “culto obsceno” de adorar las cadenas, “sin alegría, libertad ni pensamiento”. Pero sigue diciendo: “Si yo soy español, lo soy/ A la manera de aquellos que no pueden/ Ser otra cosa…”. Es un “español sin ganas” que asume la dura carga de dar voz a “las bocas mudas de los suyos”. Que no escoge su tradición ni su lengua, sino que las sirve… sirviendo, “fidelidad más alta”, a su conciencia. Sirve a todos por estar obligado a su alma.
O por “fuerza de soledad”, un verso de Cernuda que Jordi Amat toma como lema de su biografía del poeta. Refiere ahí un discurso, “heterodoxo con todos”, en el que Cernuda trata del Escorial. La realidad espiritual que evoca nada tiene que ver con el símbolo caro al nacionalcatolicismo. Frente a quienes se acogen a la tradición “mientras consuman la ruina del pueblo mismo en que la tradición se apoya”, el poeta pide buscarla “en el silencio de las existencias oscuras”. Hacerse cargo de la tradición exige quedarse a solas y al margen de la historia oficial.
Con el título de Españoles al margen vio la luz póstumamente una colección de trabajos dispersos de Américo Castro. Deberíamos preguntarnos si esa “marginalidad” no convendría al modo de ser español necesario aun hoy: “tolerante de lealtad contraria/ Según la tradición generosa de Cervantes”, como escribió Cernuda.