«Vemos aquí cómo el solipsismo coincide con el puro realismo. El yo del solipsismo se reduce a un punto inextenso y queda la realidad coordinada con él» (Tractatus, 5.64).
Es cierto que el Tractatus defiende la idea de que el lenguaje es una especie de figura o imagen del mundo, que lo duplica. La «teoría figurativa del lenguaje» afirma efectivamente que el lenguaje es una especie de mapa del territorio que sería el mundo. Pero en ningún lado Wittgenstein afirma que sea posible tocar cosas o hechos en estado puro, sin signo, no «contaminadas» por el lenguaje. De hecho, la distinción entre cosas y hechos ya indica que en el mundo sólo podemos vivir una configuración que relaciona varias cosas entre sí: o sea, signos, lenguaje.
La lógica llena el mundo; los límites del mundo son también sus límites. Pero si la lógica «llena el mundo» (Tractatus, 5.61) el lenguaje también llena el mundo. No existe entonces un metalenguaje, un lenguaje lógicamente perfecto que nos permita escapar a las ambigüedades del mundo-lenguaje natural. Así pues, la «teoría figurativa», donde el lenguaje duplica el mundo como un mapa, no deja ningún resquicio para que podamos observar la lógica del mundo desde fuera y podamos afirmar, sin más, una teoría representacional del lenguaje en la cual habría cosas sin palabras y palabras sin cosas, donde aquéllas representarían a éstas.
Para que este proceso de figuración pueda funcionar, debe existir una correspondencia entre el mundo y el lenguaje, un parecido entre la lógica de los hechos y la lógica del lenguaje. Pero el sentido último de esa correspondencia es indecidible para la lógica. Sólo es un aire de familia que se puede mostrar (al modo de la poesía, la ética o la mística) y no se puede decir. La diferencia entre «decir» y «mostrar» (parecida a la de «conocer» y «pensar» en Kant) permite en el Tractatus hablar de un montón de cosas que para el neopositivismo de Viena (y para B. Russell) no tendrían ningún sentido.
La correspondencia última entre el mundo y el lenguaje se escapa a la ciencia y a la lógica. Ya en el Tractatus, no existe un lenguaje lógicamente perfecto. La lógica es perfecta al precio de emplear tautologías, de no decir nada del mundo. La correspondencia del lenguaje con la realidad no es nada fácil, y no funciona uno a uno, en una referencia directa a una realidad que pueda comprobarse sin la mediación arbitraria del lenguaje. Aunque es cierto que, en el llamado «primer Wittgenstein» hay una especie de acuerdo con el «atomismo lógico» de B. Russell y G. Frege, por el cual se niega el monismo idealista de Hegel (y Bradley), se afirma ya un esencial pluralismo en el mundo. Ni siquiera existe en este Wittgenstein una causalidad predecible: las cosas son así, pero podrían ser de otro modo. Se da entonces una correspondencia difícil entre la proposición lingüística y un hecho en el mundo. Los hechos atómicos son lógicamente independientes, por lo que sólo podemos si son verdaderos o falsos por la experiencia: a posteriori, a «toro pasado».
«No hay enigma» (Tractatus, 6.5) ni lugar para el escepticismo, puesto que la sombra de las cosas coincide con el día del lenguaje. Allí donde no puede haber respuesta ni siquiera se puede plantear ninguna pregunta. En el límite, lenguaje y mundo, signos y cosas, día y noche coinciden. De ahí que el denostado solipsismo coincida con el puro realismo. Recordemos a Schopenhauer: «El mundo es mi representación». Cuando Wittgenstein dice: «Los límites de mi lenguajesignifican los límites de mi mundo» (Tractatus, 5.6) está recordando vagamente a Spinoza, cuya eco actúa de lejos: «El orden de las cosas y el orden de las ideas es el mismo».
Las proposiciones de la ciencia natural tienen sentido y nos informan acerca de los hechos del mundo. Las proposiciones de la metafísica, la ética o la religión, no tienen ese sentido directo. Ahora bien, la distinción entre decir y mostrar (que el Círculo de Viena ignoró) indica que a todo lo que no es ciencia, sea poético o místico, no hay que arrojarlo a la hoguera, sino que tiene otro modo de lenguaje al que hay que reconocerle un lugar. Como dice Russell con cierta distante ironía en el prólogo al Tractatus: «Lo que ocasiona la duda es el hecho de que después de todo, Wittgenstein encuentra el modo de decir una buena cantidad de cosas sobre aquello de lo que nada se puede decir».
Esto nos obliga a relativizar la distinción entre el «primer» y el «segundo» Wittgenstein. Es cierto que en las Investigaciones filosóficas se acentúa la importancia del dinamismo del lenguaje en sus juegos, el papel del uso del lenguaje ordinario en el habla común. Wittgenstein se aleja todavía más del ideal de la esperanza de un lenguaje lógicamente perfecto que elimine las contingencias del horizonte. Pero ya había muchos modos de lenguaje en el Tractatus… y no la ilusión de lograr un metalenguaje, un decir que agotase el mostrar. Ya en el primer Wittgenstein el significado de las palabras está asociado al uso variable que hacemos de ellas. Esto explica que Pasolini haga decir a un actor Buenas noches con sesenta significados distintos.
No hay en el llamado segundo Wittgenstein una crítica radical del Tractatus, aunque sí de la lectura que habían hecho de ese libro portentoso los policías positivistas de Viena. Su «teoría figurativa» nunca incluyó exactamente la idea ingenua de que el lenguaje representase la realidad, sino que ya todo era entonces más complejo e incluía, sin mencionarlos así, muchos juegos distintos, aparte de designar cosas y hablar de los hechos. Un ejemplo entre cien: «El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo» (Tractatus, 5.632).
La influencia del segundo Wittgenstein es capital en el pragmatismo angloamericano y en el «giro lingüístico» de cierta filosofía del siglo pasado. Pero el pragmatismo y la filosofía analítica son corrientes importante en el ámbito académico de la filosofía angloamericana, y no tanto fuera de ella. Además, el Wittgenstein que persiste en la actualidad, particularmente en La comunidad que viene de Agamben, por encima de las distorsiones groseras que de él hizo el neopositivismo de Viena, es el Wittgenstein del Tractatus, un libro de filosofía cargado de espectros y pasajes laberínticos.
De ahí que se pueda decir que continúa siendo uno de los enigmas filosóficos del siglo XX el silencio de Heidegger, el pensador de loa Abierto, con respecto al autor de ese libro tan anómalo, tan intrincadamente cuántico llamado Tractatus Logico-Philosophicus.