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Espejito, espejito…

Nada nos hace envejecer con mayor rapidez que el estar pensando continuamente lo rápido que envejecemos. Es como aquel gallego que de tanto “que me morro, que me morro….” al final, zas!… la palma. Marguerite Duras contaba en su libro “El amante” que cuando tenía dieciocho años su rostro emprendió un camino imprevisto hacía la madurez. De repente su cara casi infantil y un tanto regordeta envejeció de golpe; su mirada, esa mirada tan limpia propia de la infancia, de la inocencia curiosa, se volvió triste; su boca se hizo más definitiva de lo que ya era y arrugas profundas comenzaron a atravesar su frente limpia. Asistía, en primera persona del presente, a la inevitable madurez.

El tiempo siempre es así de cruel y puñetero: cuando menos lo esperas te da un buen empujón y te conviertes de repente en testigo de una metamorfosis traicionera donde tus rasgos dejan de ser los que eran, tus contornos se desdibujan y dejas de ser la misma. Ese empujón abre de pronto el telón de tu verdadera realidad, sin esperártelo, hasta entonces engañada, oculta tras una puerta con siete llaves. No me detuve demasiado en estas reflexiones cuando leí el libro de la Duras veinte años atrás, más ocupada estaba entonces en otras cosas, seguro insignificantes -la alargada edad del pavo, ya sabéis pero a la vez tan importantes. La vida está cosida con los hilos de esas apariencias tan insignificantes…Y es ahora cuando al mirarme al espejo compruebo que el tiempo no hace excepciones, no toma prisioneros, fusila, y compruebo así que mi cara empieza a delatar los estragos de los años y le doy la razón a Marguerite…de un día para otro, en un abrir y cerrar de ojos, te haces mayor.

Por si no lo tuviera ya presente, no hace poco se encargó de recordármelo una vendedora de una tienda de cosméticos. Las vendedoras se valen de todas sus artimañas para cumplir con su oficio y, como decía aquella amiga, las hay que parecen entrenadas por Anna Tarrés para encasquetarte la cremita más cara. Sobre todo si te ven con la guardia baja, recién despertada a la cruda realidad del tiempo: «para tu tipo de piel, esta te sentará de maravilla, verás…»; «también tenemos este tratamiento en cabina de limpieza de cutis, con presoterapia opcional y te hacemos de regalo un diseño de cejas, fíjate…parecerás otra…» ¿Pero quién quiere parecerse a otra? Yo, no. «A tu edad ya tienes que empezar a cuidarte…» ¡Como si no estuvieras ya todo el día «cuidándote»! Y aunque hagas como que las desprecias con desdén, las muy cabronas ya han logrado su objetivo: te han metido «el bicho» en la cabeza y empiezas a pensar y a darle vueltas a la cabeza y te vas a casa con ese machacante rún-rún dentro. Luego, te das cuenta de esas señales inequívocas de la edad que hasta entonces, tu espíritu juvenil, mantenía «escondidas»…También mi sueño se ha vuelto más ligero: antes era capaz de dormir como una ceporra aunque me tomara un café tras la cena, ahora, en cambio, cualquier ruidito me desvela y me despierto sobresaltada y prefiero no salir ya por las noches y quedarme en casa frente a la tele y bajo la mantina… Al poco de ponérmelos, los tacones ya me están machacando y cada vez me gustan más esas tiendas retro o vintage, sean de muebles o de trapitos setenteros. Para colmo, empiezo a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y no esquivo ni un día en que no tenga un achaque u otro.

Hoy en día (expresión viejuna donde las haya), no es difícil ver a individuos de sesenta obsesionados en aparentar los cuarenta y así, se someten -porque es un sometimiento, una rendición disimulada- a las mayores tropelías quirúrgicas y plásticas, gastándose montañas de dinero para acabar convirtiéndose en patéticas máscaras berlusconianas. ¿Qué dignidad hay en eso? Envejecer es ley de vida, una ley inapelable. Una persona, llamémosla, mayor, arreglada con estilo, luciendo sus arrugas orgullosa al saber lo que hay detrás de cada una de ellas, tiene un encanto especial que emana e irradia serenidad a todo su exterior.

Luchar engañada contra el paso del tiempo es una batalla inútil, perdida, a no ser que seas Dorian Grey y hayas hecho un pacto con el diablo. Así que lo mejor es asumir la edad esa que pone tu DNI, explotar la edad real e interior que sentimos, la verdaderamente importante, y exprimir bien las cosas buenas que tienen todas las etapas de la vida y, con alegría, saborearlas. La verdad es que no quiero acabar como Madonna gastándose un dineral en máquinas de oxígeno para frenar el envejecimiento… gastaría esa pasta en otras cosas mucho más hermosas, en maletas que me hagan ver que estoy mejor ahora, a los 40, que a los 20…Y es que, en ese sentido, tengo suerte: yo, que nunca he llegado a rozar la perfección estética, estoy haciéndome mayor y me siento bien, muy bien…¿Quién, a los 20 años, me lo hubiera dicho?

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