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Espérame, tiempo

 

 

 

“I’m terrified of the thought of time passing (or whatever is meant by that phrase) whether I ‘do’ anything or not»

Philip Larkin, Letters to Monica

 

 

Son años, meses, segundos. Unos nos medimos por el calendario gregoriano, otros por el chino, el hebreo. Qué más dará; al final son maneras distintas de entender el tiempo, intentos de cuantificar nuestro paso por estos lares. Los árboles no soplan las velas de la tarta de cumpleaños, pero si les hiciéramos un corte horizontal, veríamos sus anillos en el tronco. Un anillo por cada año. Contaba Kirmen Uribe en ese gran inicio de Bilbao-New York-Bilbao, que el tiempo de los peces  también se mide por anillos en sus escamas, cosa que yo desconocía. Y que por eso los peces y los árboles se parecen: se parecen en los anillos. Pero el tiempo lo medimos de muchas maneras. No hace falta que suene esa melodía siempre mal entonada del cumpleaños feliz –¿hay alguien ahí que lo sepa cantar bien?– para entender que el tiempo pasa. Solo hace falta echar un vistazo a la galería de fotografías del teléfono y ver que donde antes había fotos de borracheras infinitas, de fiestas en la playa y de viajes de amigos, empiezan a asomar las cabezas pelonas de los primeros bebés, los dientes de la niña de fulanito, la foto del salón de esa casa que tardarás treinta y cinco años en pagar –si es que al final logras pagarla–.

 

Es entonces cuando se me viene viene un libro a la cabeza, Cuatro amigos, de David Trueba, ese viaje de fin de juventud que es para mí, una de las mejores novelas españolas  acerca de cómo la amistad viaja a través del tiempo. Empieza así: “Siempre he sospechado que la amistad está sobrevalorada. Como los estudios universitarios, la muerte o las pollas largas.” Y tiene gracia, porque el inicio viene a contradecir el argumento del libro. Porque este es un libro sobre la amistad y sobre el tiempo. En él, cuatro casi-treintañeros –recordemos que los treinta son los nuevos veinte– cargan una furgoneta justo con lo imprescindible y deciden irse a cualquier sitio que no sea Madrid. Huyendo del calor pero también de esa flecha del tiempo que siempre se empeña en ir en la misma dirección, se disponen a quemar los últimos cartuchos de una juventud a la que no quieren despedir. Solo, el protagonista, siempre fue mi favorito. Es ese chico nostálgico que no quiere aceptar que Bárbara, el amor de su vida, se va a casar al final del verano, final también del libro y del trayecto en furgoneta. Esa boda marca el final de una época, el final de las esperanzas de Solo, que para más complicaciones, tiene que asistir a la boda. Con este libro, David Trueba logró que a lo largo de ese accidentado viaje muchos de nosotros nos viéramos reflejados y que nos preguntáramos, con un poco de miedo, si algún día también íbamos a partir en uno de esos viajes para intentar a toda costa detener el paso del tiempo.

 

Nos dicen que el tiempo pasa rápido. Pero muchas veces somos niños y no lo entendemos. Otras veces, somos jóvenes y no queremos entenderlo porque tenemos prisa por ser mayores. Después, empezamos a ser mayores y queremos que nos lo vuelvan a repetir pero ya queda menos tiempo. Y eso Jaime Gil de Biedma lo dijo mucho mejor que yo: «que la vida iba enserio uno lo empieza a comprender más tarde». Como en El club de los poetas muertos, cuando –en esa escena que habré visto cien veces– Robbin Williams señala unas fotos en blanco y negro que cuelgan de la pared y les dice a sus alumnos que se fijen bien porque todos aquellos jóvenes fuertes que un día pertenecieron al equipo de rugby, están hoy criando malvas. Cuando vi la escena por primera vez no entendí aquello de criando malvas. Luego ya vi que tenía que ver con aquello que decían luego: carpe diem. Seize the day, como se quiera llamar. Porque el tiempo, se mida por años, por anillos, círculos o por fotos de bebés en el teléfono, pasa. Clausuramos etapas a trompicones, a regañadientes, porque lo cierto es que lo único que tenemos bien amarrado es este presente que siempre se está convirtiendo en pasado. Y da miedo. Sí, da miedo pensar a la velocidad que las fotos de borracheras se convierten en los sonrisas desdentadas de niños a los que hasta hace poco no conocíamos.

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