El relato está lejos de ser anecdótico: el ex presidente Felipe Calderón hizo pública su queja por el espionaje de Estados Unidos de que México fue y es víctima.
Ahora quiere olvidar que durante su gobierno él mismo autorizó, por encima de la Constitución del país, diversas formas de intromisión que vulneraron la soberanía mexicana: operaciones tácticas de cuerpos militares de Estados Unidos, uso de vehículos no tripulados con fines de espionaje al “crimen organizado”, actuación de agentes de inteligencia armados, establecimiento de centros de espionaje y bases militares de uso exclusivo para las fuerzas armadas estadounidenses, etcétera, todo en territorio mexicano.
Bajo la influencia y coacción de Estados Unidos, el gobierno de Calderón desató una guerra al narcotráfico, que patrocinaron y dirigieron las agencias de inteligencia estadounidenses, cuyo saldo ha sido de entre 70.000 y 120.000 muertos y desaparecidos (la falta de cifras exactas es parte del problema institucional). En su momento, Calderón se quiso justificar con un argumento basado en un “Estado legal” (la permisividad del Poder Ejecutivo), en vez de respetar al Estado Constitucional de Derecho.
A su vez, el gobierno actual de Enrique Peña Nieto quiso minimizar la dimensión del problema del espionaje estadounidense cuando el punto fue tratado meses atrás en una reunión binacional. Ahora, y sólo por el escándalo en el mundo, las autoridades mexicanas comenzaron a reaccionar desde la timidez hacia la medianía de sus reclamos. Esto contrasta con la fuerza que otros países han mostrado ante el hecho, sobre todo, Alemania y Brasil.
La hegemonía estadounidense vuelve a entramparse consigo misma. Con el pretexto de combatir al terrorismo en el mundo, su accionar no sólo asume una política imperial en “defensa de la libertad”, sino que impone su noción expandida de homeland, su idea de seguridad nacional que llega a todos los confines del planeta sin respeto a la soberanía del resto de los Estados-Nación.
Al proteger sus intereses geopolíticos, Estados Unidos no sólo atropella el derecho de soberanía de los demás, sino que busca imponer un nuevo orden internacional donde, al lado de las grandes corporaciones globales, se estructure un gobierno emergente de índole militar-corporativo, cuyo modelo es la sinergia eficaz que reveló Edward Snowden.
Otro desprendimiento de la misma estrategia se halla en la propuesta de construir un gobierno planetario a partir de un punto de ensamble emergente: los gobiernos locales, los alcaldes de las principales ciudades del mundo, tal como lo postula Benjamin R. Barber en su libro If Majors Ruled the World (Yale University Press, 2013). Barber asume que, debido a que los Estados-Nación se muestran inmanejables, demasiado grandes, interdependientes y disfuncionales, la respuesta está en un gobierno global a partir de gobiernos urbanos, a los que idealiza como pragmáticos, depositarios de la confianza ciudadana, participativos, indiferentes ante las fronteras y la soberanía y, sobre todo, capaces de enfrentar los desafíos del siglo XXI: terrorismo, cambio climático, pobreza, tráfico de drogas, de armas y de personas, etcétera. Un nuevo sueño imperial.
Estados Unidos está decidido a mantener su hegemonía hacia el futuro e imponer su idea de libertad y democracia, incluso por encima de los derechos fundamentales de la especie humana.