No me gustan las manifestaciones gregarias, pero me gustaría que me gustasen. Si me gustaran, no me parecerían gregarias. En materia de gustos, la perspectiva lo cambia todo. A un vega radical el steak tartare le parece una aberración y una porcanda, pero a mí, que me chifla la carne cruda, la fascinación de los vegas por las hortalizas me resulta un tontiloquismo gastronómico. Lo mismo ocurre con el fútbol, que excita todas las pasiones, buenas o malas, pero que a mí me aburre. En el colegio nunca me elegían a la primera en los recreos; debía soportar incluso la humillación de ser canjeado en el último momento según la fórmula del dos por uno. Un jugador medio bueno por dos malos. Siempre acababa en la portería, que en aquel entonces contaba poco. Los partidos se jugaban con una nube de delanteros, algún centrocampista medio cojo y un par de defensas gordos y brutales. El portero era un simple bulto que detenía los chuts por casualidad.
Nunca podía celebrar los goles del equipo en equipo porque el equipo, claro está, estaba todo en el área contraria. Se jugaba sin árbitro; nadie, por otra parte, habría osado comprometer su integridad física pitando faltas y penalties. Mis compañeros de clase se aficionaron al gregarismo futbolero a la misma velocidad con la que yo me desentendía de lo mismo. Hoy me gustaría que me gustase; la gente parece bastante feliz hablando de las hazañas de sus equipos. Se les nota que son felices, aunque se trate de una felicidad de baja intensidad intelectual.
Tampoco me gustan los gregarismos políticos. Hace tiempo, cuando murió Franco, sí me gustaba, más por la sensación de peligro que por el contacto con la masa. Me repugnaban el olor a sobaco de muchos camaradas y las consignas voceadas por los megáfonos; eran cutres y ripiosas, y además erróneas. “El pueblo unido jamás será vencido”, por ejemplo, es un típico juicio afirmativo universal que esconde su carácter hipotético. Si digo que todos los marcianos son verdes no quiero decir que haya marcianos verdes; sólo que, si los hubiera, serían verdes. Que el pueblo se una es una hipótesis, desde luego no confirmada en términos de invencibilidad. El pueblo unido, más bien, suele ahorcar negros, masacrar judíos, linchar presuntos pederastas y quemar herejes, libros o palacios de indudable valor artístico. Por fortuna, aquellas manifestaciones de los setenta no eran del todo gregarias; la gente se entusiasmaba ocasionalmente y luego volvía a sus asuntos. Se trataba, por tanto, de un gregarismo efímero.
Los antiguos tumultos multitudinarios son recreados hoy de modo telegénico por los líderes de los partidos cuando llenan estadios o teatros con fans incentivados. Rara vez las cámaras recogen primeros planos de los asistentes, quizá por mantenerlos a salvo de la ignominia.
El gregarismo de tipo paracatólico procesional tampoco me gusta. Al moderno catolicismo, dicho sea de paso, tan poco le gusta demasiado. Desde hace décadas ser católico equivale a reflexionar bastante sobre el hecho religioso, el mundo moderno y la vida espiritual. Los católicos modernos leen mucha teología y, en consecuencia, no les atraen en exceso las efusiones puramente sentimentales, tan ambiguas. Es lógico: fácilmente se convierten en una celebración gregaria sin otra justificación que la celebración misma.
Lo gregario es sin duda reconfortante. No hay que decidir dónde se va o cómo se va adonde se va. Simplemente se va. La masa te lleva en volandas. En una época donde resulta tan difícil decidir sobre cualquier cosa sin escrúpulos estéticos, éticos o políticos, la voluntad de la masa actúa de lenitivo. Lo gregario es también estimulante por un motivo parecido: los estímulos elementales (comer, beber o fornicar) se satisfacen prontamente en la civilización moderna, pero los de índole espiritual, no. Estos últimos requieren la lenta educación del gusto, el refinamiento del criterio. Un largo aprendizaje, en pocas palabras.
El sucedáneo eficaz es el gregarismo en sus múltiples versiones. También en materia gregarismática se cumplen las leyes del mercado; hay adhesiones innumerables, casi a la carta. Sorprende cómo los quioscos de prensa, antaño repletos de revistas sesudas y conjeturales, hoy son el escaparate de toda suerte de manifestaciones gregarias: fanáticos del mountain bike, de los videojuegos, de la informática, del sonido electrónico, de la caza y la pesca, de los animales (perros, gatos, caballos, gente famosa…).
Quizá sea un marciano.