Premio Príncipe de Asturias en 2001, George Steiner goza de un extraño prestigio en esta bendita nación donde todo, hasta la corrupción, parece más terciario que secundario. El diagnóstico de Presencias reales sobre esta época, particularmente sobre las costumbres crítico-periodísticas de lo que Steiner llama «ciudad secundaria», es implacable. Según el autor de Pasión intacta, los usos y valores predominantes en las sociedades de consumo de Occidente son hoy los opuestos de los existentes en una posible comunidad de lo inmediato. Steiner se refiere a eso que ocasionalmente vivimos como una experiencia, pero que, en cuanto pasa al aparato cultural, es neutralizado por el silencio… o bajo diversos logos del éxito y al amparo de títulos estándar. La lista de los sucesivos best–seller, y esa obsesión periodística por los récords, solo serían una expresión grotesca de tal trituradora social.
Exhibir espectacularmente, al estilo de nuestros museos y escaparates culturales, es justamente especular contra el valor cultural de una obra. En última instancia es especular contra el aura de las cosas, esa «lejanía en acto» que para Benjamin socaba el poder social del hombre. Como si fuera una película protectora de nuestra cómoda complejidad estructural, entre nosotros ha de abundar lo secundario y parasitario. La humanidad instruida se ve abordada a diario por millones de palabras impresas, emitidas por radio o por televisión. Palabras que aluden a acontecimientos que nunca se vivirán directamente, a libros que nunca se abrirán, a música que nunca se escuchará, a toda clase de «pontificaciones enlatadas», en palabras de Steiner. No hace falta ser muy mal pensado para situar a El Quijote como uno de los ejemplos destacados de esta trituradora civil que debe deconstruir toda singularidad.
Los riesgos de la vida y del arte, ligados sin duda a un peligro antiguo, son sopesados sin cesar con criterios sociales, estadísticos y mundanos. Al respecto, Steiner no juega con las medias tintas. Según él, el crítico y el reseñador de un periódico o una revista son los intermediarios, los revendedores que mantienen la saludable distancia entre, por un lado, las subversiones anárquicas de lo diario y, por otro, las prudentes liberalidades de la imaginación cívica, remitiéndose siempre a sí misma.
Esta cobertura informativa, una expresión ciertamente significativa, desafía cualquier listado, tanto en lo que se refiere a los eventos vitales como a los culturales. Presencias reales recuerda que se ha estimado que, desde finales de la década de 1780, se han producido sobre los verdaderos significados de Hamlet veinticinco mil libros, ensayos, artículos o tesis doctorales. De igual modo, los comentarios sobre Cervantes, Ezra Pound o Samuel Beckett salen constantemente de nuestra cinta transportadora.
A través de esta rotación, la cultura del consumo nos incita a invertir en la bolsa de la sensación momentánea. En efecto, tal inversión produce «interés» en el sentido más pragmático del término: el interés de una oportunidad avalada por la mayoría colectiva, reflejando al modo impresionista el momento. El resultado es siempre favorable a la endogamia social y contrario a la misteriosa forma que latía en una obra, pugnando por asaltar nuestros sentidos.
La «locura mandarina» del discurso secundario infesta el pensamiento y la sensibilidad con un nuevo tipo de imperialismo cultural que se presenta, al menos puertas adentro, como incansablemente plural. Cuando no es exactamente eso, pues ya se ha insistido en la indiferencia vital que es el envés de nuestra velocidad informativa. En efecto, este tono único de urgencia resulta anestesiante; esterilizante, como lo es la narración de un descubrimiento incansable, un sensacionalismo encadenado que nos impide experimentar la silenciosa enormidad de lo diario, una ancestral finitud a la que el mundo moderno tiene pánico.
Una y otra vez, la noticia sensacional tapa la humilde originalidad del acontecimiento cercano, tocado por el enigma y la muerte. Es cierto que el ideal igualitario del aparato periodístico (que se ocupa de todo, al minuto) intenta domesticar la excelencia. Pero lo grave es que esta no vive fundamentalmente en las obras de Cervantes, Shakespeare, Lispector o Handke, signos a su vez de una soberanía indomable de la existencia, sino en un suceso cualquiera, que en su alma guarda siempre la excelencia del secreto.
Para conjurar lo real, esa amenazante posibilidad «nada debe acontecer, todo debe ocurrir» (Baudrillard). La óptica académica, crítica y periodística, reforzada hoy en día por un enorme potencial tecnológico, se convierte así en la cabeza buscadora de una cultura tan «preventiva» como la medicina.
Las condiciones de anomia individual, de insociabilidad anárquica e incluso patológica (y a veces en contextos de autocracia política) son el caldo de la obra. Como decía Borges: «La censura es la madre de la metáfora». Pero el credo de decencia social y esperanza democrática, tan caro al norte que impone las reglas mundiales, conlleva esterilizar la bacteria de anarquía personal, de pesimismo trágico, de afinidad electiva.
El inmaculado planetario global que hoy nos envuelve debe hacerse transparente frente a un público de masas, preservarnos de la corrupción y el mal uso de las demoníacas presiones de lo arcaico, el ser trágico del individuo. Antesala, por cierto, de toda su posible jovialidad, sea en Castilla, en Galicia o en Rusia.