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Sociedad del espectáculoLetras‘Esta ira’, de María García Zambrano, un garabato sobre blanco inmaculado

‘Esta ira’, de María García Zambrano, un garabato sobre blanco inmaculado

María García Zambrano. Foto: © Laura G. Zambrano

La ira es una emoción fundacional, y sin embargo altamente incómoda, como el garabato que estropea el blanco inmaculado de la cubierta de Esta ira, garabato que –alguien dijo ya– tiene forma de vulva. Y es que la ira son esas furias íntimas y atávicas que duermen en los estómagos, y que al despertar rugen y dan zarpazos. Fundacional porque varios filósofos, Peter Sloterdijk entre ellos, defienden que la ira –o la cólera– está en la base sobre la que se construye la historia cultural europea, ya que el primer verso del que consideramos el primer poeta europeo la convierte en protagonista; con “La cólera de Aquiles canta oh diosa”, comienza La Ilíada.

De la ira se han ocupado asimismo Adrienne Rich –a quien este libro debe tanto– y la poeta Chantal Maillard, pero también, mucho antes, Séneca, que en su tratado sobre la ira proporcionaba consejos para dominar esta emoción, “la más sombría y desenfrenada de todas”. Nos ocupa, pues, una tradición viva y en eterno presente de la ira en la historia cultural occidental, pero María García Zambrano participa asimismo de las tradiciones orientales como practicante del budismo, para el cual, según ella misma ha afirmado en alguna entrevista, la ira es el estado vital de los inferiores, que es necesario superar.

Emoción, pues, fundacional y firmemente arraigada en varias tradiciones culturales, pero rodeada de prevenciones, porque la ira en su vertiente comunitaria está a menudo prestigiada como acicate para el despertar colectivo, pero en su vertiente personal es íntima, privada, secreta, y cuando estalla, suele ir acompañada de la culpa, la vergüenza o la ignominia. Por eso han tenido que pasar muchos libros para que García Zambrano libere a sus furias. Ha pasado un libro titulado Menos miedo, que situaba ya una emoción esencial en el título, título que ha convertido en un mantra que permite acomodar esa otra emoción que la acompaña también en este último poemario. Entre el miedo y la ira escribió Los diarios de la alegría, una suerte de dietario compuesto a partir de retales cotidianos de luminosidad. Justo antes de esos diarios, La hija, que es, sin duda, sinónimo del amor como hogaza de pan que nutre.

La ira de este libro viene presentada por las palabras de Adrienne Rich: “Esta ira irreal, y sin embargo hay que soportarla”. Hay que mirarla a los ojos y no esconderse, no esconderla. Ya no más, se dice la poeta. Pero antes de llegar a la ira hay que pasar por el bellísimo poema introductorio, que comienza con un verso que se abre en pregunta: “¿Acaso no se había disipado la bruma, el sabor a óxido, ese rumor de dientes que oculta lo blanco?”. No la ira, sino la incertidumbre es, pues, el punto de partida. Un adverbio que nos sitúa en la ausencia de certezas y en la posibilidad: “acaso”, quizá, tal vez. Ahí se dan la mano lo tentativo, lo que no alcanza y la esperanza. Una vida situada en el centro de la incertidumbre como punto de partida.

He escrito “punto de partida”, pero no se trata en realidad de eso, sino de un eterno retorno, “lo cíclico nos obliga a hibernar”, continúa este poema unos versos más tarde. Y sabemos que eso cíclico que obliga es una lucha pertinaz y jamás abandonada contra la muerte, en la tierra fértil del amor y la ternura. Hay que saber que este poemario, allá por sus primeras versiones, iba a titularse El amor y la ira. Finalmente, María García Zambrano decidió dejar la ira en la cáscara del libro, en su cubierta, y guardar el amor para la pulpa con la que se alimentan madre e hija, esa hija que en es siempre “la Mirla”, con su enfermedad grave.

Ese mismo poema introductorio da paso a los grandes temas de García Zambrano: la compasión, la Gracia, la gratitud: “Quizá sea el momento de conjurar a la desesperanza. Ignorar a los falsos sabios. Elegir la Gracia. La Compasión para quienes continúan su camino. Gratitud a los huesos que soportan este astillarse, una y otra vez”. Los huesos que soportan el peso de los cuidados, que se astillan bajo la tensión continua de la posibilidad de no estar más.

“Arde esta ira irreal/ y sin embargo/ hay que soportarla”, y “solo la fe calmará este fuego, esta ira/ sin rama/ sin hueso/ sin pájaro”. Una vez más, la lucha está apoyada en la fe, en la fe del budismo, pero también en la de la humanidad. Con los demás y a pesar de ellos. Con las demás y a pesar de ellas. Hay que atravesar mucho hasta llegar a expresar la ira, reitero. Y tras el poema introductorio atravesamos el miedo: “No/ no son pájaros/ son alas de ceniza/ con la lengua de acero de las locomotoras”, “no/ no es un pájaro/ este miedo/ anidando/ en la boca”.

Hay que pasar por el miedo para adentrarse en la primera parte del libro, titulada: “Amar. Conservar vivo. Nombrar”, tríada que toma prestada de Hélène Cixous y que afirma el refuerzo del amor como antídoto contra el miedo a la muerte. “Bien dicha la palabra Amor/ desgarra el cielo que te cubre/ tus bronquios danzan al compás de una música amantísima”, le habla la voz lírica al tú que es la hija enferma, la Mirla que “abre su boca sobre los glaciares”. ¿Cómo se dice bien la palabra Amor? En el caso de García Zambrano se dice acompañando, pero también con un puñetazo sobre la mesa llegado el momento.

“Mudas en polvo las esquelas/ talladas para ti–/ pero no es la hora –aunque limpiaron los nichos– no es la hora”. No es la hora de las esquelas. La madre en este poemario es la Sherezade que detiene la muerte con cada poema en mil y una noches de maternidad, de amor e ira, de soledad y unión, de silencio y escritura, de certezas y preguntas. “¿Cómo se vive dentro de este miedo?”, y se repite un mantra: “las bendiciones curan”. Como en la cábala judía, la palabra puede ser origen de la acción, pero al mismo tiempo sabemos que “no bastará con la poesía”, y que hay “palabras que se yerguen/ sin sombra/ ni argumento/ torre de plumas”, porque, como escribía Alejandra Pizarnik, “las palabras no hacen el amor, las palabras son ausencia: si digo agua, ¿beberé?, si digo pan, ¿comeré?”. Y, sin embargo, uno de mis versos favoritos de César Vallejo dice: “mi madre me ajusta el cuello del abrigo no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar”. Parecen oponerse: la incapacidad del lenguaje para hacer la realidad y la capacidad del lenguaje para hacer la realidad. La incapacidad de la madre para hacer la realidad y la capacidad de la madre para hacer la realidad. Hasta Vallejo –quién si no– lo sabe: es la poesía y es la madre, porque nacemos de mujer, como escribe Rich.

La Mirla es ese ser que “ha visitado la casa de la muerte y regresa, y en cuyo pecho entran los caballos libres y cuyo corazón cabalga tenaz y continúa”. La Mirla que hoy “ya no susurras el réquiem de Fauré/ y sostienes al pájaro extraño/ firmemente”. La hija a quien la madre suplica: “no desaparezcas”, mientras soporta una “tristeza de césped tan azul”.

La tristeza se torna por fin en ira en el poema que da título al libro. En él, la poeta cambia las bendiciones por las maldiciones. “Una invisible cicatriz nos cose a la falsa perfección del día”, escribe. Y es esta cicatriz secreta y prohibida la que rasga el libro en dos, como en un parto con desgarro: la ira irrumpe por fin, y en lugar de viajar hacia dentro, siempre más profundamente, reclama aquí su lugar y estalla. Y porque tal vez solo en el propio dolor podemos comprender el ajeno, la poeta desea a las otras madres que, por un día, “aprendáis a llorar el día breve/ que enfermen vuestras hijas/ y no sepáis/ el nombre exacto para el miedo”, que “solo un día de atravesadas horas/ y luces se enciendan rojísimas luces/ y sean bestias/ escupiendo/ sobre los mausoleos”. Esta ira se dirige, sobre todo, contra “las demás”, ante las que es herida invisible. Porque “sobre la ventana nadie/ los hilos se rompen”.

María García Zambrano reflexiona –lleva años haciéndolo– sobre la compasión, que en el poemario es un verbo (como para Carson lo es el deseo); tal vez el verbo que designa el acto de “sacar a bailar a las vencidas” y que da forma a la necesidad de “enterrar la semilla/ con toda la compasión/ de esos barcos/ de papel/ que no se hundieron”.

Esta ira inadecuada y cultivada por ello en privado tanto tiempo ha recluido a la poeta, “la loca/ que escribe/ escribe/ escribe”. Ha sido esa loca en el ático de la que escribieran Sandra Gibert y Susan Gubar en su clásico de 1979, The Mad Women in the Attic, donde analizaban cómo las mujeres que atienden a sus pasiones “atávicas, primitivas” han sido históricamente consideradas locas y tratadas como tales. Un imaginario presente en la literatura victoriana que, al pesar el género, inclinó la balanza hacia el campo semántico de la locura: histéricas, brujas, excesivamente emocionales, descontroladas.

He aquí el puño sobre la mesa de esa “loca que escribe, escribe, escribe”. Y que, “ajena al paraíso de juegos infantiles”, se pregunta “dónde nuestra tierra”. Tal vez aquí, en el terreno de la poesía. Y es que la batalla no es Troya; es el día a día y, sobre todo, el noche a noche. Esa noche de soledad donde no están esas “hermanas elefante [que] dormitan al poniente con su colmillo sordo”, “ajenas al silencio de las rocas”, hermanas de “impecable descuido”, “que son víboras o suaves conejitos”, “que mordisquean tu oreja antes del festín”. María García Zambrano abre en canal la palabra “sororidad” para analizar sus vísceras. Y, sin embargo, vivimos en la imperfección y la falibilidad humanas, y por eso se pregunta casi inmediatamente: “qué sería de ti sin las hermanas/ artificio donde vaciar esta hiel”, y sabe que, a pesar de todo, “deseas abrazar a las hermanas/ besar los bordes azulados/ de su miedo”.

Cuenta la poeta en una entrevista que ella escribe para confesar ese secreto doloroso que no se puede decir del que hablara María Zambrano, y que justamente por esa imposibilidad es necesario escribirlo, escribir ese secreto que tiene que ver con el hecho de que somos seres humanos que no entendemos lo fundamental: que la vida es un tesoro. Por esta necesidad de luz, esta invocación a la Gracia y la Belleza, la sección que cierra el libro se titula: “La belleza y una coda (a modo de antídoto contra la ira)”. Y en ella escribe: “De la belleza he aprendido a renacer en la blancura”, y “cuanto sé de la belleza se aloja en la palabra árbol, latitud crecida en la columna, vertical símbolo de la supervivencia”. Al cerrar el poemario miro el árbol que se ve desde mi ventana y agradezco el antídoto final. Las furias duermen. Hasta nuevo aviso.

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