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Estación para fugados: El observatorio

Marcelo se entretiene toqueteando con el tenedor los últimos granos de arroz sobre el plato y su madre, que bebe a sorbitos un vaso de agua, lo mira como si fotografiara la escena.

 

¿Qué pasa?, le pregunta ella con voz nerviosa. Marcelo gira la cabeza hacia ella con un gesto mecánico de autómata, y luego, acodado sobre la mesa, deja apoyar la barbilla sobre sus manos.

 

Hoy vino una chica nueva.

¿Y eso? No me habías dicho nada.

Mamá, hoy fue su primer día.

Ah. Vale, entiendo. ¿Y cómo se llama?

Mónica.

Ah, muy bien. ¿Guapa? ¿Mayor?

No lo sé…

Ay, hijo, no es una pregunta muy difícil, solo te pregunto si es guapa, tampoco te pregunto más…

No lo sé. Casi no me he fijado…

¿Qué quieres decir? ¿Que no la has mirado? ¿Que no le has visto la cara?

Sí, pero poco, muy poco.

Ay, hijo, pero si no pasa nada porque le mires la cara, no pasa nada. Cuando ella no te está mirando, tú la miras. Ya está. No tienes que hacer más.  Solo mirarla, hijo, mirarla. Y luego pues si es guapa o no, pues ya lo decides tú. Todo el mundo sabe si una persona es guapa o no, todo el mundo sabe eso, nadie te lo enseña, pero…

Mamá. De acuerdo, mamá. ¿Puedes bajar la voz, por favor?

Yo no estoy levantando la voz, hijo, no estoy levantando la voz, que siempre estás igual, que es mi forma de hablar, que ya lo sabes. Pero ya me callo, ya me callo…

 

La madre de Marcelo se levanta de la mesa y recoge los platos, que coloca con cuidado en el fregadero. De espaldas, vuelve a hablar.

 

¿Y cuántos años tiene?

No lo sé. No lo dijo.

Pero, hijo, eso se ve en cuanto. Bueno, da igual, déjalo…

Mamá, yo no miro a la gente, ya lo sabes. Apenas…

Hijo, yo pensé que al menos te fijarías un poquito.

Sabes que me cuesta. Ya te lo dijo el doctor: no me presiones, por favor.

Hijo, yo… Tienes razón.

Yo escucho. Solo escucho. Y la voz de esta chica… El cuento era interesante. Era sobre un chico que conserva intacta una habitación con ropa y cosas de su novia muerta. Se mató en un accidente de coche. La novia.

 

La madre de Marcelo gira la cabeza al oírlo, pero no responde nada al principio.

 

Vaya, dice luego. Y como queriendo cambiar de tema, Y tú, Marcelo, ¿leíste?

 

Y Marcelo la mira, titubea y miente:

 

Sí.

¿Y qué tal?

Bien, bastante bien. ¿Quieres que te lo lea?, le pregunta eufórico de repente. Es uno de los capítulos en los que estoy trabajando. No es el primero, pero no importa. La Antártida, la acción ahora transcurre en la Antártida, ya te lo dije.

Vale. Mientras termino de fregar. ¿Te parece?

Sí, mamá.

 

Marcelo se levanta de la mesa de un salto, sale de la cocina. Vuelve con una carpeta de color sepia. La abre y saca de ella un puñado de folios grapados. Comienza la lectura con el sonido de un hilillo de agua que corre del grifo y un leve entrechocar de platos.

 

“El ala izquierda del avión que vira  y, de fondo, el resplandor y las nubes que dejan ver por fin la blancura infinita del territorio en el que estoy a punto de aterrizar: esa es la primera fotografía que conservo. Movida, mal enfocada. La última, la de unos hombres barbudos de espaldas arqueadas que toman café humeante en un lugar irreconocible, un lugar de paredes negras altísimas. Entre medias, más de dos mil fotografías que guardo en un disco duro y que reviso muchas noches antes de dormir. Quiero recordar y, sin embargo, las siento a veces tan extrañas, tan ajenas a mí. Pasado tanto tiempo me asalta la impresión de que me son inútiles, inservibles: no reflejan en absoluto la experiencia de mis meses en el Observatorio. Es como si fueran un engaño a los ojos, una trampa contraria a lo que de verdad viví. Para cualquier espectador distraído, esas fotos reflejan la vida de un puñado de personas en una estación científica en el Polo Sur: fotos de grupo, con caras sonrientes, algún puño en alto, como si aquello fuera un llamado a la rebelión; paisajes que multiplican una y otra vez el mismo escenario, donde el horizonte se diluye en una línea en la que se confunden la tierra y el cielo; espacios cotidianos, habitados o vacíos: el comedor, las habitaciones, la salita de ocio… Mentira, todo mentira. Tal vez capturan un instante, la mayor parte de las veces preparado y ensayado, pero de ninguna manera narran las causas ni las piedras que se fueron acumulando hasta levantar el desastre de encerrarnos en aquel Observatorio. La tormenta llega por más que nos escondamos en una torre.

 

“Las primeras fotografías que hice, por ejemplo, muestran algunos de los edificios del aeropuerto al que llegamos: una pista, una torre de control y tres o cuatro hangares industriales, también pequeños, porque las dimensiones de la pista impedían que grandes aviones pudieran tomar tierra. La foto me ayuda a recordar los colores de los edificios, las letras enormes en chino e inglés escritas en algunos muros, la luz blanquísima, transparente, que borra las sombras, lo cubre todo y hace que los ojos se entrecierren, doloridos, desacostumbrados a tanta luz… No conservo ninguna instantánea, en cambio, de la sala o de los pasillos del interior del aeropuerto, aunque pasamos largas horas a la espera del helicóptero que nos llevaría hasta el Observatorio. Una sensación de sueño alargado, de sueño que no se rompe o termina (un sueño que había empezado en el vuelo desde Ushuia, el punto más meridional al que llegamos en vuelo comercial y donde tomamos la avioneta que nos llevaría hasta la primera base de la Antártida) ya no me abandonaría hasta varios días después de alcanzar el Observatorio. O quizá nunca durante mi tiempo en el Observatario.

 

“Llevábamos casi veinte horas viajando en aviones, cruzando un océano, tomando rumbo hasta el fin de la tierra conquistada, y, entre medias, entre todo ese espacio que interponíamos desde Barcelona, nuestro punto de partida, y nosotros, dormitábamos, cabeceábamos sobre el hombro de un compañero, la mesita del asiento delantero o encima de un abrigo arrebujado convertido en almohada. Había cometido el error de traerme solo un par de somníferos y a mitad de viaje la cabeza no sabía ya el camino de vuelta al sueño, despavorida por la luz que no se terminaba jamás y los husos horarios atravesados. El sueño me atrapaba cuando quería, a las once de la mañana  más que a las cuatro de la madrugada. Pensé: aquí el reloj no sirve. Pensé: por más que nos aferremos a unos números digitales que cambian y nos avisan de un punto preciso sobre una raya de veinticuatro horas, hay convenciones más necesarias, como que la mañana sea luminosa, como que la ciudad esté silenciosa por la noche, que el cuerpo se agote y pida cama. Y nada de eso sucedía. Yo no sabía, de hecho, que estaba a punto de volverme huérfano del tiempo natural, del ciclo solar. Esta información, como tantas otras, se la guardó Grau, y yo fui tan tonto como para no informarme  del invierno austral, del que había escuchado alguna vez, pero que jamás había vivido. Yo no sabía, digo, que aquella pista de aterrizaje a la que llegamos aún conservaba horas de luz al día, y que el Observatorio al que nos dirigíamos estaba inmerso, en aquellos meses, en una noche perpetua. Una noche que duraba veinticuatro horas. El verano de la Antártida era nocturno. Y tal vez, como digo, esa sensación de sueño interminable no venía más que a prolongarse con aquel fenómeno. En algún momento, meses después del viaje, de vuelta en mi casa, llegué a pensar que todo lo sucedido lo había imaginado. O peor: que mi sueño había creado mis días, que mi sueño se había colado y hecho real a este lado de la percepción. En algún momento, no sé cuál, se había desencadenado la pesadilla y no se me había permitido despertarme más. Como dicen que viven las víctimas mortales de un accidente de coche, que durante unos minutos imaginan la ambulancia, el trasiego de las camillas y los enfermeros, la mascarilla de oxígeno y la esperanza, la vida, la vida, y sin embargo, la víctima, el moribundo, ahí sigue tirado contra el asfalto, su cabeza, o el pecho aplastado por un pedazo de la carcasa de su coche…

 

“No se borra la sensación de vivir en un sueño cuando me ducho y miro fijamente los dedos que me faltan de mis pies, esa imagen fija que me devuelve a lo real. Pero solo transitoriamente. La pesadilla puede volver a empezar, así que no me fío de mis sueños. Tengo mucho cuidado. Unas cápsulas amarillas me han salvado: las tomo antes de dormir y despierto intacto, limpísimo, sin recordar nada. Repito: no quiero jamás volver a tener el poder de soñar.

 

“Tal vez todo comienza en unas imágenes que entreveo en la duermevela de aquel aeropuerto. Grau se levanta incómodo de su asiento y busca una mejor posición: lo veo a contraluz por culpa del resplandor intenso que se cuela por el techo acristalado. A mis pies, acurrucado, tapado con su abrigo, intenta dormir Julio, oigo su respiración entrecortada. Y en algún sitio, no sé dónde, no lo ubico, sé que debe estar Juan, el ayudante de dirección contratado por Grau a quien apenas conozco, muy joven, veintitantos, que creo haber visto tumbado sobre su saco de dormir, o pasea de un lado para otro por aquellos pasillos vacíos con el gesto agotado del que es incapaz de conciliar el sueño. Y de fondo un runrún de pisadas y de sonidos ligerísimos, como de aleteos de pájaro, como zumbidos intermitentes. Luego una elipsis que se siente como un golpetazo: la cara de Grau pegada a la mía, tanto que huelo su aliento a tabaco, y veo las manchitas de su nariz redonda. Me sacude, me zarandea, y recuerdo que pienso que estoy en un bote a la deriva en mitad del mar. Pero no:

 

“Despierta, Nico, despierta. El helicóptero ya está aquí. ¡Despierta!

 

“De ese instante tengo otra foto hecha con mi cámara digital pequeña: las aspas que rompen la velocidad del obturador y no se dejan atrapar, emborronadas, desenfocadas, y debajo la cabina de un helicóptero larguísimo, que parece un contenedor metálico con ventanas minúsculas.

 

“Baja el piloto, con un casco con gafas incrustadas y una especie de cascos grandes como orejeras, y con la espalda arqueada se aproxima a nuestro grupo y nos grita en inglés:

 

“¿Ustedes son los de la película? ¿Los que van a rodar el documental, verdad?

 

“Y Grau asiente. Y el piloto abre entonces una de las portezuelas traseras y Grau se mete dentro. El resto esperamos detrás, hundidos, muertos de sueño. Saco la cámara fotográfica, enfoco y disparo”.

 

 

 

 

Este texto es un fragmento de la novela Estación para fugados, que acaba de publicar la editorial Tandaia.

 

 

 

Raúl Cazorla (San Sebastián, España, 1977) es profesor, crítico y escritor. Ha trabajado de corrector y lector para editoriales y ha colaborado con medios como Diagonal o El Viejo Topo. En la actualidad publica con regularidad en las revistas digitales El Varapalo y Perro Verde. Ha publicado Kubrick en los muelles (México, Editorial Terracota, 2013), un libro de relatos. En FronteraD ha publicado Contra el líder y en ebook el ensayo Narrativa policiaca y periodismo de investigación.

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