Cool kids de Kyiv
I’m up for a real hard time, now you’ve changed your mind, knew I’d see the day.
“Go on, have it any way. Just enough”, you say, “I’m all yours to take”
Bob Moses, ‘All I want’
La chapa oxidada, casi escondida en un pasadizo junto a la avenida Jreshchatyk, parece una puerta de servicio o una salida de basuras. Encontramos el timbre y al cabo de unos instantes se abre desde dentro con una manivela giratoria de cámara frigorífica. La luz ilumina el vano, de algún punto más abajo llegan música, risas y conversaciones. Un hombre calvo vestido de negro, tras echarnos un vistazo, hace las preguntas de rigor y nos deja pasar. Las escaleras conducen a una cámara subterránea de paredes de ladrillo y arcos, de donde cuelgan barras fluorescentes. En el centro de la estancia, varios camareros de chaleco y pajarita atienden en una barra rectangular a los clientes que se agolpan a su alrededor. Dos chicas, cada una con una pierna en la silla de la otra, nos dirigen una fugaz mirada entre curiosa e indiferente. Con su estilo bob cut, parecen vedettes del Berlín de los años veinte. Un hombre con una americana varias tallas más pequeña intenta llamar su atención. El precio medio de las bebidas supera las 250 hryvnias, cifras que muchos ucranianos no pueden permitirse. El Loggerhead, como se llama el bar, se inspira en el estilo de los locales semiclandestinos de Estados Unidos que emergieron durante la Ley Seca. Más tarde nos dirigimos al Club 44, donde llegamos cuando una banda de blues termina su actuación. El ambiente es más desenfadado, menos sofisticado. La barra está cubierta de hileras de velas con la cera fundida cayendo a los lados de vasos y botellas. La estantería de bebidas parece interminable. Sokol, mi amigo albano, quiere que toquemos, pero yo dudo. Sube, agarra la eléctrica e interpreta con la banda ‘Another Brick in the Wall’, de Pink Floyd, con la misma soltura que en Tirana.
Terminamos la noche en un club de la margen derecha del Dniéper, adonde nos lleva el Uber de Matthias. Nos reciben bocanadas de humo artificial y música tecno, varias plantas abarrotadas, espacios reservados con cortinas, gogós bailando en trance en un halo de luces láser. Victoria me pregunta irónica, pero sin acidez, si ya sé decir “krasivaya djevushka” (chica bonita en ruso). Trabaja de profesora de niños y acaba de regresar de un año viviendo en Nueva York. Amanece fuera pero el local no da signos de vaciarse.
Kyiv vive un momento de especial efervescencia que recuerda –sí, exagerando– un poco al Berlín tras la caída del Muro. El ambiente de hedonismo que se respira tiene su reflejo en una gran explosión creativa y también en la frenética vida nocturna. La guerra y la agitada política nacional centran las conversaciones en el círculo político de la capital (donde casi todos se conocen y hay contactos constantes entre una activa sociedad civil, figuras gubernamentales y diplomáticos), y saturan la polarizada escena mediática en canales de TV, casi todos aún propiedad de oligarcas o sus empresas pantalla, o en el Facebook que los ucranianos usan masivamente. Pero fuera de estos ámbitos, a pie de calle, lejos del frente, la vida discurre con casi total normalidad. A veces la guerra parece una realidad ajena, como si todo eso sucediera en otro país y no estuviera muriendo gente a cientos de kilómetros de aquí. Este contraste es más agudo de noche, y la de Kyiv es una dimensión paralela con sus códigos y normas no escritas. Sus locales de marcha, que ya me parecieron llamativos en mi visita tras la Revolución Naranja, viven un boom desde 2014 y, aunque la crisis pasa factura y algunos desaparecen, la escena se reinventa constantemente, como el resto del país. A veces, la noche constituye además un entorno útil para interactuar con algunos de los protagonistas de la escena política y social, o simplemente para sentarse en un rincón a tomar notas y observar.
Una particular tribu nocturna emerge en torno a raves, antros tecno o fiestas secretas. Llamémosles los “cool kids” de Kyiv, Járkiv u Odesa (Odessa, en ruso): chicos y chicas estilizados, a menudo vestidos a la última moda pop, en general urbanitas rusificados de alto nivel educativo, con recursos y cultura internacional (un globalismo de redes sociales repletas de fotos de capitales a las que tienen acceso), aunque las vibraciones nocturnas de la ciudad son lo que de verdad les entusiasma. Una tribu de hípsters, DJs, profesionales de las nuevas empresas tecnológicas locales, emprendedores y trabajadores online, estudiantes que han logrado vestirse a la última con ropa de segunda y pocas hryvnias, artistas de todo pelaje o simplemente hijos o hijas de alguien que nunca queda claro quién es. Esta tribu incluye miembros originarios de otros países de este grandísimo espacio de Europa del Este que, décadas después del final de la URSS y para frustración de muchos aquí, aún suele llamarse postsoviético: así, hay bielorrusos y georgianos ucranizados, moscovitas y petersburgueses, armenios, algún moldavo que prefiere Kyiv a Chisinau, etcétera. Se les unen jóvenes de capitales UE, conectados con la escena de música electrónica.
Estos antros y clubs de los cool kids los frecuentan también figuras de la nueva escena política ucraniana y profesionales de una emergente clase media que tiende a hablar más ucraniano que ruso, aunque, como aquellos, alterna ambos idiomas sin problema; periodistas locales y extranjeros; “internacionales”, es decir, miembros de alguna de las misiones multilaterales y diplomáticas que han desembarcado en el país; cortesanos varios, y ese perfil de aventurero que te encuentras en países en guerra y que siempre tiene mucho que contar, sobre todo de noche y con copas, aunque uno no siempre tenga ganas de escuchar. También se dejan ver en los recovecos de los locales de lujo, junto a las élites más adineradas, otros políticos, oligarcas, figuras del submundo criminal, y mujeres atractivas en busca de dinero.
Los cool kids son más bien apáticos políticamente, la guerra les cae lejos. No tienen exposición personal ni suelen mostrar, por lo menos de forma abierta, interés en el conflicto. Algunos ucranianos piensan: se pueden permitir ignorar la guerra gracias al esfuerzo y vidas de otros ucranianos.
Sambir
Cada generación ucraniana sabe que tiene que superar su propia tragedia histórica.
Si ayer fueron las hambrunas soviéticas y la Segunda Guerra Mundial, hoy son Crimea y el Donbás
Yevhen Hlibovitsky, filósofo
Vira camina errática por las calles de Sambir. A ratos habla sola, mientras sortea con pasos cortos los obstáculos del pavimento irregular cubierto de nieve y hielo. Estamos a principios de enero, bajo cero. La brisa matutina corta los labios. Al cruzarse con nosotros, Vira levanta la vista, esboza una sonrisa y un saludo. Su nombre (Vera, en ruso) significa “fe”, aunque ella no es creyente. Tiene un pleito con el Estado, al que reclama desde hace años la pensión de su difunto padre, Iván, jefe local de la NKVD tras la Segunda Guerra Mundial. Rechaza la que la corresponde como exfuncionaria de una de las anquilosadas instituciones militares de la etapa anterior: casi cien euros al mes, que no está mal en Ucrania.
El padre de Vira era un ruso ucraniano del Donbás. Ser enkavedé (miembro del NKVD, Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) otorgaba el respeto derivado del miedo, y también estatus y privilegios. Vira es una de tantas personas cuyo esquema existencial se congeló al desaparecer la Unión Soviética. Como no pagaba las facturas, cortaron el gas y la electricidad de su casa. Familias del barrio, posiblemente a algunas de las cuales su padre aterrorizó en su día, cocinan a veces para ella y le dan dinero. También lo hace Olena, madre de Lesya, dándole algunas hryvnias, aunque ella misma pase apuros. A sus sesenta y cinco años, tras treinta de trabajo como médico, a Olena le correspondería una pensión mensual de unos setenta euros, así que retrasa la jubilación. Su hospital en Rudky podría ser incluido en uno de los procesos de restructuración en marcha, lo que conduciría a su cierre o traslado, y el despido o jubilación anticipada de parte del personal.
Restructuraciones de este tipo son una de las consecuencias de los programas de modernización que forman parte del paquete de condiciones para recibir la ayuda financiera del FMI y otros organismos. Ucrania depende de asistencia internacional para su estabilidad macroeconómica, muy dañada por la guerra y la subsiguiente crisis (el producto interior bruto cayó un 6.6 % en 2014). La otra cara de esta condicionalidad y de las reformas en el sector energético que impulsan las autoridades pos-Maidán es que también han subido las facturas del gas y la electricidad. Las medidas se justifican para adaptar al mercado a sectores tradicionalmente subvencionados y plagados de corrupción como la energía, reducir la dependencia de Rusia y lograr la asistencia del FMI. Pero en un país sin casi políticas de redistribución, los costes sociales de estos procesos, muchos de cuyos resultados tienden a materializarse más a medio plazo, son dramáticos. Han aprobado subsidios para familias con menos recursos, pero no siempre está claro cómo se distribuyen. Olena enfrenta la situación con entereza, pero, como a muchos, le pesa la inquietud por la guerra, el rumbo del país y el futuro.
Sambir (en su día, Sambor, en polaco) es una pequeña ciudad en el margen izquierdo del río Dniéster, que nace cerca de aquí como poco más que un riachuelo donde en verano la gente se baña y en cuyas riberas hacen barbacoas de shashlik (brocheta de carne asada). A setenta kilómetros de Lviv y similar distancia con Polonia, Sambir fue un núcleo relevante para rutas comerciales que atravesaban esta parte de Europa, atrayendo a una población diversa. Como el oblast de Lviv, al que pertenece, Sambir formó parte sucesivamente del Reino de Polonia; tras la partición de este, del Imperio de los Habs- burgo, con Sambir integrado en la región de Galitzia[1] , y de la efímera República Popular de Ucrania Occidental (ZUNR, por su acrónimo ucraniano). Proclamado en Lviv en 1918, este protoEstado ucraniano afirmó su soberanía sobre esta región, Transcarpatia y Bucovina, pero fueron derrotados por los polacos en 1919. Sambir volvió a la soberanía polaca y, en 1939, en virtud del protocolo secreto del pacto Molotov-Ribbentrop de Stalin con Hitler, pasó a formar parte de la URSS. Firmado el 23 de agosto de ese año, el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin era de agresión contra Europa central y oriental, repartiéndosela en dicho protocolo secreto[2]. El 1 de septiembre la Wehrmacht invadía Polonia por el oeste y el 17 el ejército soviético lo hacía desde el este, anexionando esta región.
Del antiguo esplendor de Sambir dan testimonio edificios públicos y villas señoriales con fachadas aún coloridas, balaustradas, grandes balcones y jardines. Las paredes desconchadas y las ventanas tapiadas contribuyen a cierta sensación de decadencia y abandono. Una de estas casas cerca de la plaza Rinok albergó una prosvita de escritores en la que el famoso Iván Frankó leyó su poema ‘Moisés’, de 1905. A los seis años, en su primer concierto, Lesya cantó ahí ‘Molytva za Ukrayinu’ (Oración para Ucrania), un himno espiritual patriótico de finales del siglo xix. Las prosvitas eran organizaciones culturales y educativas que, con el incipiente movimiento nacional ucraniano, emergieron en la segunda mitad del siglo xix. Durante el comunismo, algunas de estas casas, que habían pertenecido a la intelligentsia polaca y ucraniana, se expropiaron y repartieron entre trabajadores de fábricas, profesores, médicos y sus familias; los enkavedés, funcionarios de los servicios de seguridad y altos dignatarios del Partido recibían los apartamentos más lujosos del centro. Otras casas se reutilizaron para servicios públicos como hospitales o guarderías. También albergaron a enkavedés y a esas masas de funcionarios soviéticos con ejércitos de papeles, en un sistema en el que la reglamentación absoluta de la vida era un fin en sí mismo. En uno de estos edificios trabajó Vira hasta su jubilación. Otros testimonios del Sambir pasado son los carteles en polaco y alemán que, semiborrados por el tiempo, anuncian restaurantes o cafeterías. Estas capas históricas se entremezclan con edificios más modernos, y en los barrios de las afueras, pequeñas casas de una o dos plantas, muchas veces con tejados de chapa metálica, y huertos, fuente de subsistencia en algunos hogares.
Han aparecido nuevas iglesias de la confesión grecocatólica, mayoritaria en este oblast, y relevante en parte del oeste. La reputación de esta confesión sigue siendo notable por su papel en la resistencia contra la URSS –que la reprimió duramente, ilegalizándola desde 1946 hasta 1989, cuando Gorbachov la rehabilitó– y por su apoyo a la causa nacional. Los ucranianos son bastante religiosos –en una encuesta reciente un 76 % se definía como creyente (con casi un 69 % de cristianos ortodoxos)– aunque la Constitución establece la separación Iglesia-Estado. El debate sobre modernidad y secularización avanza a un ritmo exasperantemente lento para quienes argumentan que los recursos destinados a la Iglesia bien se podrían dedicar a fines distintos al alimento de la fe. Pero especialmente en esta región, en oblasts como Lviv e Ivano- Frankivsk, es aún habitual ver a los hombres quitarse la gorra y a mujeres de todas las edades santiguarse cuando pasamos en marshrutka junto a una iglesia.
Sofía, la abuela de Lesya por parte de padre, odiaba a los curas, y no solo por la propaganda soviética. Durante la guerra civil rusa (1918-1922), un cura delató al primer marido de su madre, cercano a los bolcheviques, cuando se escondía debajo de un puente de las tropas blancas de Antón Denikin[3]: le ejecutaron. También dejó alguna vez entrever que otro sacerdote abusó de su madre, pero nunca habló realmente de ello.
En Sambir, y en toda Ucrania, hay tanto por hacer que al político que manda arreglar una acera o una carretera se le perdonan otras corruptelas. “Pueden ser corruptos, pero por lo menos han hecho algunas cosas buenas para la comunidad”. Hay un término, prodazhnist (prodazhnost, en ruso), que hace referencia a la capacidad del sistema para corromper desde el nivel más alto hasta el más bajo de la Administración, a la maleabilidad colectiva, por así decirlo. Otro relevante es proizvol (en ruso), con relación a la arbitrariedad del poder, tiranía y ausencia de todo derecho. Los niveles de prodazhnist pueden ser altos, pero es el abuso y la impunidad, proizvol, lo que puede descabalgar a algunos gobernantes, como recordó tarde Yanukóvich.
Cojo un taxi para ir a un pueblo cerca de la frontera con Polonia, aún en el distrito de Sambir. Vasyl, el taxista, es un individuo enorme, tosco, de redonda cabeza rapada, rostro afable y ojillos pícaros, rondará los treinta y pico. Cuenta que la policía le ha confiscado provisionalmente su tractor como parte de una causa judicial por recoger gravilla de forma ilegal en la orilla del río. Está indignado.
—Me denunció un vecino. ¡Si él hace lo mismo!… Bueno, ofrecí dinero a la pareja de policías que vino a confiscar el tractor. ¿Cuánto? Unos cien dólares a cada uno. Pero los rechazaron y encima me amenazaron con añadir el cargo de intento de soborno. ¡Solo quieren dinero de los grandes y poderosos! No sé cuál es el problema, la verdad: siempre hemos hecho las cosas así y hago favores al resto del pueblo –resopla Vasyl, antes de santiguarse concienzudamente al pasar junto a una iglesia.
Estos dos capítulos corresponder al libro Estación Ucrania, publicado por Libros del K.O.
Notas:
[1] Esta región comprendía tradicionalmente una parte occidental, con Cracovia en el centro, y una oriental, muy pluriétnica, poblada principalmente por polacos, ucranianos y judíos, además de minorías, con Lviv (Lwów, en polaco) en su eje.
[2] Conforme a este protocolo, Alemania y la URSS dividían gran parte de Europa en esferas de influencia –término expresamente usado en el texto–, en concreto: Polonia (partida entre ambos), países bálticos, Finlandia y Rumanía (Besarabia).
[3] General ruso del Ejército Blanco (en esencia, nacionalistas monárquicos rusos).