Un sencillo mapa dividido en cuadrículas y punteado con los lugares donde cayeron las bombas, algo así como el papel que se utiliza en el juego de los barquitos (ahora pomposamente llamado Hundir la Flota), fue suficiente para cambiar el rumbo de la Batalla de Inglaterra, y con ella el destino de los aliados en el conflicto que derivó, tres años después, en la derrota definitiva de Hitler en Berlín.
Hasta ese momento, el libro de cabecera de la mayoría de los Estados Mayores de todos los ejércitos era el conjunto de ensayos denominado El arte de la Guerra, escrito por el general chino Tsun Tzu (siglo V a C), popularizado en Europa por la Gran Armée napoleónica y que se resume en dos principios: todo el arte de la guerra se basa en el engaño y el supremo arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar.
La Europa democrática de 1940 vivía desconcertada por la eficacia de la Wehrmacht, su gran capacidad de movilidad y la efectividad de los golpes de mano que le permitieron en un tiempo récord hacerse con el control de medio continente. Precisión atribuida al genio militar, a la audacia, a la estrategia, a la capacidad de observación… pero nunca asociada al conocimiento matemático. Porque hasta entonces, las matemáticas, en el arte de la guerra, quedaban relegadas a la asignatura de balística.
En sólo tres días
Volvamos al mapa de la ciudad de Londres. Todas las historias tienen un principio y ésta arranca con un sencillo anuncio en la prensa donde John B. Sanderson Haldane, profesor universitario y biólogo iconoclasta que le gustaba investigar en los campos más variados (fisiología, origen de la vida, genética de poblaciones), ofrecía sus servicios al Gobierno de Su Majestad para predecir el lugar donde se iban a producir los bombardeos de la Luftwaffe y evitar, así, los daños colaterales.
Para ello, precisaba en su anuncio, necesitaría tres días y una mínima información estratégica por parte del Alto Estado Mayor Británico. Desde su despacho en la Universidad, Haldane entendía que su contribución a la patria tenía que ir un paso más allá que educar a futuras generaciones de universitarios, y que no debía quedarse mirando por la ventana mientras una lluvia de bombas provocaba la muerte y destrucción a su alrededor.
Nadie, salvo el propio Winston Churchill reparó en tan extravagante -y británica- oferta de salvación nacional. Pero como daba la casualidad de que se trataba del jefe del Gobierno, aceptó el guante lanzado por el científico y Haldane recibió una llamada para acudir a una audiencia con el mismísimo jefe de Gobierno y los responsables militares de la defensa de Gran Bretaña. (Churchill sabía que un Haldane -el padre del biólogo- había trabajado con eficacia para los militares durante la I Guerra Mundial; tal vez otro Haldane podría trabajar eficientemente durante la II).
Bajito, gordo, calvo y malhumorado. Churchill, sin duda, no tenía el carisma de Tony Blair (aunque ambos fueron capaces de militar en los torys y los laboristas, aunque Blair sin la necesidad de cambiar de partido); ni hacía exhibiciones de patriotismo de alcanfor como el ex presidente George W. Bush, aunque demostró un profundo amor a su nación. Y a diferencia del hombrecillo del bigote que se vanagloria de su cincelado torso, nunca hizo gala de su soberbia y saber absoluto. Como los tres, fumaba habanos y para envidia del trío, sir Winston sí consiguió unas líneas en el Gran libro de la Historia; y por algo tan sencillo como saber escuchar.
La cita tuvo lugar en la sede del Almirantazgo y ante la incredulidad de los militares asistentes, quienes tomaron la cita como una humorada a modo de paréntesis ante la dramática situación que padecían. Haldane, con esa flema tan propia de los hijos de la Gran Bretaña, llegó con su cartera agradeciendo el recibimiento pero rehusando la ayuda.
No necesitaba información adicional. Había dado con la solución por sus propios medios. Desplegó un plano de la ciudad de Londres dividido en cuadrículas (cien para ser exactos) y con una serie de puntos que marcaban los lugares donde habían impactado las bombas. Y espetó a sus interlocutores si podían sostener que los nazis al mando de Goering lanzaban sus ataques obedeciendo a un plan milimétrico o bien, los artefactos impactaban por azar, según la improvisación de cada escuadrilla de bombardeos.
Haldane había superpuesto sus conocimientos en genética de poblaciones (concretamente sobre la aparición de mutaciones) a la supuesta puntería infalible de la Lutwaffe. Que aparezca una determinada mutación es un suceso raro, al igual que lo es la caída de una bomba en un lugar determinado. En su conjunto, las mutaciones, los impactos de las bombas, los premios gordos de la lotería de Navidad o cualquier suceso raro siguen determinadas distribuciones, es decir que obedecen a un patrón concreto, aunque las lancen por azar. Y se pueden caracterizar matemáticamente de forma sencilla.
Incrédulos, los militares, y sobre todo el jefe del Gobierno, seguían las explicaciones del profesor, quien sin ningún tipo de rubor afirmó que los nazis, lejos de la eficacia prusiana, se comportaban más bien como chapuceros mediterráneos cuando bombardeaban. Y para ello, les explicó que los resultados de los impactos sólo podían obedecer a una de las siguientes distribuciones estadísticas, cada una de las cuales representaba una diferente estrategia de bombardeo:
1ª.- Si la varianza (V, un estimador de la dispersión que se produce cuando se hace una estadística -el famoso ± % de las encuestas-) dividida por la media (M) de los impactos que alcanzan cada cuadrícula de Londres es igual a 1 (V/M = 1), entonces los bombardeos nazis siguen una distribución de Poisson. Esta distribución es la que caracteriza los sucesos raros que ocurren por azar.
2ª.- Si el cociente de varianza entre media es menor que 1 (V/M < 1), indica que los impactos siguen una distribución regular, es decir, que los aviones cubren un área muy grande dejando caer las bombas de manera regular (vuelan en formaciones que dejan caer las bombas a intervalos constantes).
3ª.- Si la relación entre varianza y media es mayor que 1 (V/M > 1), indica que los impactos de las bombas siguen una distribución en agregados (o contagiosa). Esto es así porque los bombardeos se dirigen a puntos estratégicos previamente elegidos (y aciertan casi siempre en ellos)
Ni que decir tiene que si las bombas siguen el patrón número 3, los boches gozaban de una gran precisión y eficiencia en el bombardeo pudiendo llevar a la práctica ataques con arreglo a sus planes. Si las bombas seguían el patrón nº 2, simplemente intentaban arrasar lo más extensamente posible la ciudad sin precisar sus impactos. En cambio, el patrón número 1 indicaría que los aviones, llegados a las cercanías de Londres, simplemente dejaban caer sus bombas donde buenamente podían acertando por pura casualidad.
Con independencia del resultado de los bombardeos, la Batalla de Inglaterra correspondía a una estrategia diseñada que se inició en julio de 1940 y cuyo objetivo, en primera instancia, era disminuir la operatividad de la Royal Air Force (RAF) mediante la destrucción de las estaciones de radar y los aeródromos; en segundo lugar, la destrucción de los polos de producción de aeronaves (especialmente la fábrica SuperMarine donde se construían los cazas Spitfire) y las infraestructuras terrestres; y en tercer lugar, el bombardeo de centros de interés político, para culminar con la invasión terrestre. Tanto Hitler como Goering confiaban en aterrorizar a la población y provocar una rendición sin condiciones cuando los primeros soldados de la Wehrmacht pisaran las islas.
Así, la ciudad de Londres fue bombardeada por aviones germanos, de día y de noche. También hubo ataques contra otras ciudades como Birminghan, Bristol, Coventry o Liverpool. Pero la distribución de los numerosos puntos que adornaban las cuadrículas del mapa de Haldane no dejaban mucho lugar a la duda: pese a la saña de los nazis por sembrar el terror, no conseguían nada mejor que lanzar bombas al azar. A pesar de su supuesta sofisticación tecnológica, los nazis bombardearon Inglaterra de la manera más ineficiente posible. Es decir, que se ajustaban al patrón número 3.
De este modo, continuaba Haldane su parlamento, la población debería seguir viviendo donde siempre y los refugios antiaéreos se deberían construir en esos mismos puntos. Proponía que cualquier sitio que pudiera albergar aviones se convirtiera en un pequeño aeródromo -se diseminaron mini aeródromos a lo largo y ancho de todas las islas- y que las baterías para la defensa antiaérea se ubicaran donde fuera más fácil colocarlas. Parece ser -según contaban colaboradores del biólogo años después-, que Haldane terminó su discurso con una sesuda exposición de las estrategias que siguen los grandes predadores para encontrar los bancos de peces en el mar y que estrategias siguen los pececillos para minimizar sus posibilidades de encontrarse con un depredador.
Haldane, satisfecho por lo menos con haberse expresado, abandonó el ministerio y reanudó su actividad académica (el reconocimiento público le llegó como uno de los padres de la genética de poblaciones -junto con Ronald Fisher y Sewall Wright-, así como por su aportaciones al conocimiento del origen de la vida).
La solución a los bombardeos quedó en manos de Churchill y sus militares. En un momento donde incluso muchos de los colegas de sir Wiston eran partidarios de la rendición, pues nada podía hacerse ante la invencible maquinaria de guerra nazi, los cálculos de Haldane reavivaron la esperanza del premier y su determinación de luchar. En aquel momento, solo Gran Bretaña se resistía a los nazis como la última esperanza frente a los totalitarismos. Su rendición, sin duda, habría cambiado el curso de la Historia.
La Batalla de Inglaterra se prolongó casi un año; pero desde la visita del científico escocés, los nazis tenían la sensación permanente de estar perdiendo la batalla, y además no lograban el objetivo reclamado por la marina para iniciar la invasión terrestre: acabar con la RAF. Terminaba mayo de 1941 cuando Alemania cambió sus preferencias en el tablero de la guerra. El Gobierno británico, lejos de dar muestras de capitular, cada vez derribaba más aparatos de la Luftwaffe, así que Hitler, dio media vuelta y se lanzó de lleno a la Operación Barbarroja: la conquista de la URSS.
El general Curtis LeMay, jefe del mando estratégico de bombarderos norteamericanos en el Pacífico durante la guerra con Japón, aprendió gracias a Haldane que no se podía bombardear como los nazis: dirigió una campaña de bombardeo estratégico contra las ciudades japonesas a las que arrasó totalmente siguiendo sistemáticamente un patrón de bombardeo regular. Esta estrategia era tan destructiva que LeMay comentó que si los aliados hubiesen perdido la guerra, sin duda él hubiera sido considerado el principal criminal de guerra.
Haldane, afiliado desde su juventud al partido comunista, abandonó sus filas en 1956 y, un año después, Gran Bretaña para ir a exilarse a India (en gran parte debido a los enfrentamientos que mantuvo con sus colegas), donde prosiguió con sus investigaciones y donde acabó adoptando su nacionalidad.