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Estamos atravesando un área de turbulencias

 

 

A día de hoy, hay dos frases que me provocan terror. La primera: “Laura, hay una polilla”. La segunda: “Abróchense los cinturones: estamos atravesando un área de turbulencias”. La primera la combato con amigos, padres, madres o novios que se solidarizan conmigo y se encargan de liquidar al animal más feo de toda la creación. La segunda no la combato: la sufro.

 

Miedo a volar. Y no, no me refiero al libro de Erica Jong. Me refiero a los sudores fríos y a esos padrenuestros y promesas que me hago siempre que siento que el avión pierde ya contacto con el suelo. Entonces empieza el protocolo. En la primera fase, agudizo el oído y estoy atenta a absolutamente todo lo que ocurre: ¿ese pitido no ha sonado demasiado pronto? ¿Por qué la señal de cinturones aún está encendida? ¿De qué hablan las azafatas murmurando? ¿Ese ruido no habrá sido, en realidad, que ha explotado un motor? Esta fase no tiene más complicación: solo la sufro yo. La mala es la segunda. Es decir, cuando, pongamos por caso, se enciende la señal de cinturones o peor, cuando directamente, mientras uno está con los auriculares puestos, atento a la película de Hollywood de turno, se detiene el volumen por unos instantes y se escucha: “por favor manténganse sentados y con el cinturón de seguridad abrochado. Estamos atravesando un área de turbulencias”.

 

He protagonizado todo tipo de situaciones ridículas en el avión. Lloros a moco tendido con las azafatas, lloros abrazada a un pasajero-médico que me tuvo que dar dos trankimazines en un vuelo que pensé que ponía fin a mi vida, tensas conversaciones con los pilotos acerca de los nudos de viento pertinentes a la hora del despegue –como si yo tuviera alguna idea-… Me han llegado a pasar a business class más de una vez. Y no por simpática sino para que me quedara calladita y no revolucionara al pasaje con mis preguntas ¿Esto se cae? ¡A mí no me mintáis! Ahora, con suerte, he evolucionado. Me quedo en la primera fase: en la de observación y como máximo, abordo a las azafatas disimuladamente para que me mantengan al tanto de la previsión meteorológica de la ruta.

 

El miedo a volar no es malo. Propició, por ejemplo, que en 1968, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes coincidieran una noche en un tren que les llevaba de París a Praga. García Márquez dijo: “viajábamos en tren por que los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión”.  Y me consta que de esa noche salieron grandes conversaciones. El escritor colombiano escribió un artículo muy gracioso ‘Seamos machos: hablemos del miedo a volar’. Porque esto de que a uno le asusten los aviones es como aquel anuncio de las almorranas: que se sufre en silencio. No queda muy bien decirlo en público. Aunque, en realidad, hay muchos que lo padecen o lo han padecido. Uno de ellos Lars von Trier. Otro, Orson Welles, que declaró que “cuando uno va en avión sólo existen dos emociones, el aburrimiento y el terror”. O Silvester Stallone y Bruce Willis. ¿Será que solo los duros y los artistas tienen miedo a volar?

 

Dejé de volar durante dos años. Sé que Iberia me lo agradeció profundamente. Sin embargo, hace ya tiempo que he vuelto a lanzarme a las alturas. Últimamente, cuando me subo en un avión recuerdo a García Márquez y me digo “si es que Laura, es una cosa de artistas y tú…” y entonces claro, una, que no es tonta, sabe que no tiene mucha pinta de empezar a escribir Cien años de soledad, y que por escribir un blog no se entra precisamente en la categoría de artista. Así que mi tácticas de estos últimos meses se han convertido en algo así como ‘propósitos de año nuevo aplicados al avión’. Ejemplos: “Si salgo de esta, llamaré a x para decirle…”, o “Esta semana voy a ver a la abuela”, o “Voy a devolver todo lo que me compré en Zara”. Es algo así como un trato con la vida: seré mejor persona si salgo de esta.

 

No hace falta decir que cuando el avión aterriza, enciendo mi teléfono antes de que se permita ya en tierra, al seguridad me deja de preocupar-, me olvido de cualquier propósito y vuelve a empezar mi vida normal. Incluso puede que pase por el Zara de nuevo, pero no a devolver nada, llamó a mis amigas para tomar un vino y de mi abuela ni rastro. En fin y todo hasta volver a subirme en un avión de nuevo. Mis autoengaños y yo. Como decía García Márquez: “La vida me enseñó que el verdadero temeroso del avión no es el que se niega a volar, sino el que aprende a volar con miedo”. En eso estamos, Gabriel.

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