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Mientras tantoEstamos en guerra

Estamos en guerra


Decididamente, la guerra posmoderna carece de grandeza. El caso de Libia es paradigmático. Estamos en guerra contra los libios porque Gadafi es un genocida. Pero Gadafi es el mismo Gadafi de siempre, amigo de sus amigos, cortejado por innumerables gobiernos democráticos hasta hace pocos días. Lo de Libia comenzó siendo una revuelta y debió terminar con la huida vergonzante del dictador, pero se ha convertido en una guerra civil; libios contra libios. Lo sensato —y también cínico— habría sido armar a los insurgentes, para equilibrar la bélica balanza. Es obvio que habría muchos más muertos y es obvio también que la guerra podría durar años. Pero las guerras civiles son así: miserables, crueles, despiadadas. Aunque venza un bando, la memoria del conflicto pervive durante generaciones. Se transmite de padres a hijos, como el recuerdo de una hecatombe primigenia. Intervenir en una guerra civil, por lo mismo, es sumar muertos de un bando en favor del otro. Hay, desde luego, un bando objetivamente malvado, que son los gadafianos y otro que parece el bueno, aunque nadie sepa muy bien quiénes son. Pero el caso es que ambos bandos cuentan, por lo que se ve, con amplio apoyo social, que es como se llama técnicamente a los partidarios incondicionales de cualquier régimen, sea democrático o no. Franco, tan admirado por el siniestro dictador libio, sobrevivió apoyándose en sus partidarios, la inmensa mayoría de los españoles de entonces. Murió en la cama y las dos primeras elecciones democráticas en España las ganó un partido directamente surgido del régimen, un partido reformista, no rupturista, insurgente o revolucionario. Gadafi ha creado una dictadura clientelar que ha llevado al país a una guerra civil de proporciones impredecibles.

 

Estamos, pues, involucrados en la guerra civil de Libia. Por el momento no hemos matado a casi nadie. A lo sumo, los tomahawks habrán achicharrado a algunos reclutas atrincherados en radares, baterías antiaéreas o edificios sin valor estratégico (los misiles no yerran el blanco, pero sí lo hacen los que los programan). Los cazas franceses también habrán convertido en pitraco a la brasa a los tripulantes de algún carro de combate. Todavía, por lo tanto, somos bastante civilizados. Si Gadafi no se rinde, claro está, habrá que comenzar a endiñarle en serio: bombardeos masivos, incursiones aéreas con lanzamiento de esas estupendas bombas que lo aniquilan todo en un radio de varios centenares de metros, cosas así. Gadafi es un miserable, de modo que cumplirá su promesa de utilizar a la población como escudo humano. Habrá, pues, que masacrar a la población para evitar la masacre de la población. La guerra siempre es así: una siniestra paradoja.

 

Lo que diferencia a una guerra posmoderna de otras es la negación de su condición. Se defiende bélicamente una causa negando, a la vez, la esencia thanática de la guerra. En la guerra posmoderna no hay héroes, ni hazañas, ni propaganda. Por no haber, no hay ni guerra. Todo se hace de modo que no la guerra no lo parezca. En lo posible, se ocultan los muertos, se adornan las operaciones militares con retórica de ONG, se discursea sobre el desarrollo del conflicto evitando las arengas. No se quiere que la población se sienta implicada en matanza. Obviamente, los combatientes son todos profesionales, incluso simples mercenarios.

 

Estamos en guerra con Libia. De los muchos muertos que dejará este conflicto, algunos serán nuestros. Por la democracia. Por la libertad.

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