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Hace casi medio siglo, cuando Elvis Presley estaba rodando A lo loco y Help! estaba en las listas, un melancólico paleto obsesionado con su padre pero increíblemente carismático llamado Bruce Springsteen se estaba ganando una pequeña reputación en la zona central de Nueva Jersey como guitarrista de una banda llamada los Castiles. El nombre de la banda era el de la marca de jabón favorita de su cantante. Sus miembros eran de Freehold, una población industrial a media hora en coche del mar y las ferias de la costa. Los Castiles actuaban en bailes para quinceañeros y fiestas del club de los Elks, en autocines e inauguraciones de tiendas ShopRite, en un aparcamiento de caravanas de Farmingdale y en la pista de patinaje de Matawan-Keyport. Una vez tocaron para los pacientes de un hospital psiquiátrico de Marlboro. Un caballero con traje salió al escenario y, en un discurso de presentación que duró unos veinte minutos, afirmó que los Castiles eran “más grandes que los Beatles”. Por fin, un médico intervino y lo llevó de vuelta a su habitación.
Una tarde de primavera de 1966, los Castiles, que soñaban con un triunfo rápido, entraron en un estudio de la galería comercial Brick y grabaron dos canciones originales, Baby I y That’s What You Get. Pero sobre todo tocaban versiones, desde In the Mood, de Glenn Miller, hasta I Understand, de los G-Clefs. Interpretaban piezas de Sonny and Cher, Sam and Dave, Don & Juan, los Who, los Kinks, los Stones, los Animals…
Muchos músicos en su canosa madurez tienen recuerdos inciertos de sus primeros días en el escenario. (No son pocos los que tienen recuerdos inciertos de la semana anterior). Pero Springsteen, que tiene sesenta y dos años y es uno de los músicos más duraderos desde B. B. King y Om Kalthoum, parece recordar todas las noches de marcha desde el momento, en 1957, en que él y su madre vieron a Elvis en el programa de Ed Sullivan –“La miré y dije: ‘Yo quiero ser eso mismo’”– hasta sus más recientes actividades como estrella del rock multimillonaria y populista que se da baños de masas. Ahora es objeto de exposiciones históricas: en el Museo del Salón de la Fama del Rock and Roll de Cleveland y en el National Constitution Center de Filadelfia, los papeles con sus letras, sus viejos coches y sus descoloridas ropas de escena se han expuesto como si fueran recortes de la Sábana Santa. Pero a diferencia de los Rolling Stones, por ejemplo, que no han escrito una gran canción desde la época disco y solo se reúnen para seguir forrándose como su propia banda de versiones, Springsteen se niega a ser un administrador mercenario de su pasado. Sigue evolucionando como artista, llenando un cuaderno tras otro con ideas, citas, preguntas, recortes y, en último término, nuevas canciones. Su último álbum, Wrecking Ball, es una denuncia melódica de la actual recesión económica, de la desigualdad de ingresos, de los trabajadores empobrecidos y de lo que él llama “la distancia entre la realidad americana y el sueño americano”. El trabajo está muy lejos de sus primeras operetas sobre húmedos interludios veraniegos y desenfreno en autopistas de peaje. En su deseo de ampliar la contradición del progresismo político, Springsteen incluye citas de canciones de rebelión irlandesas, baladas de la Depresión, composiciones de la guerra de Secesión norteamericana y cantos de presos.
A principios de este año, Springsteen estaba dirigiendo los ensayos para una gira mundial en Fort Monmouth, una base militar que se cerró el año pasado; había sido un centro de comunicaciones e inteligencia militar desde la Primera Guerra Mundial, y allí trabajaron Julius Rosenberg y miles de palomas mensajeras militarizadas. La propiedad, de cuatrocientas ochenta y cinco hectáreas, es ahora un pueblo fantasma, habitado solo por muñecos de acero que pretenden ahuyentar a los ubicuos gansos canadienses que dejan caer una capa verdosa sobre el centro de Jersey. Tras conducir hasta el extremo más alejado de la base, llegué a un destartalado teatro que Springsteen y Jon Landau, su manager desde hace muchos años, habían alquilado para los ensayos. Cuarenta y siete años atrás, Springsteen había actuado para los hijos de los oficiales en el “club juvenil” de Fort Monmouth (bailes sin alcohol) con los Castiles.
El ambiente en el interior era animoso pero relajado. Los músicos estaban de pie en el escenario, tonteando con sus instrumentos con el aire lánguido de jugadores de béisbol haciendo calentamientos al sol. Max Weinberg, el volcánico batería de la banda, llevaba unos vaqueros anchos como los que usan los padres en las barbacoas de fin de semana. Steve Van Zandt, amigo de la infancia y mano derecha de Springsteen, tiene unos horarios infernales como actor y pinchadiscos, y parecía cansado, con los ojos caídos bajo el pañuelo pirata de color morado que llevaba en la cabeza. El bajista Garry Tallent, el organista Charlie Giordano y el pianista Roy Bittan hacían el tonto con una melodía de pista de patinaje mientras esperaban. El guitarrista Nils Lofgren estaba al teléfono, intentando informarse de los vuelos para volver a su casa de Scottsdale a pasar el fin de semana.
Springsteen llegó y saludó a todos con un lacónico “hola” y su característica risita. Mide 1,75 y anda con un balanceo de jinete de rodeo. Cuando se encuentra con algo nuevo –un visitante, una idea, un coche que pasa en la lejanía–, los ojos se le estrechan, como si les diera una fuerte luz, y la mandíbula inferior se le adelanta un poco. La línea del pelo va retrocediendo y se adivina que, con el paso de los años y enfrentado al escrutinio en alta definición y a la lucha contra el tiempo, ha disfrutado de las costosas atenciones de especialistas en cosmética y dentición. Sigue siendo insultantemente atractivo y estando asombrosamente en forma. (“Tiene casi la misma talla de cintura que cuando le conocí, cuando teníamos quince años”, dijo Steve Van Zandt, que no se conserva igual). Parte de ello tiene que ver con sus costumbres abstemias. Van Zandt aseguró que Springsteen es “el único tío que he conocido, absolutamente el único, que nunca ha tomado drogas”. Ha seguido más o menos el mismo régimen de ejercicios durante treinta años; corre en una cinta y hace pesas con un entrenador. Y le ha dado resultado; su tono muscular es similar al de una pelota de tenis nueva. Sin embargo, cuando falta un mes para la gira, se ríe de la idea de que está preparado. “No lo estoy ni de lejos”, dijo, dejándose caer en un asiento a veinte filas del escenario.
Prepararse para una gira es un proceso mucho más comprometido que los ejercicios para gente madura diseñados para evitar un infarto prematuro. “Míralo de este modo: actuar es como echar una carrera mientras gritas durante tres o cuatro minutos –afirmó–. Y después lo haces otra vez. Y después otra. Y después andas un poco, sin dejar de gritar. Y más de lo mismo. La adrenalina no tarda en superar a tu preparación”. Su estilo de actuación es gozosamente diabólico, lo más parecido a James Brown en 1962 que puede parecer un hombre blanco en edad de jubilación sin arriesgarse a una hernia discal o a una rotura de pelvis. Sus conciertos duran más de tres horas, sin descanso, y está todo el tiempo bailando, chillando, implorando, haciendo muecas, pataleando, agitando los brazos, saltando sobre el público para que lo lleven en volandas, trepando a la plataforma de la batería, subiéndose a un ampli y saltando desde el piano de Roy Bittan. El derroche de energía hasta el agotamiento forma parte de lo que se espera de él. A cambio, el público participa en un despliegue de adoración comunal. Como peregrinos en una gigantesca misa al aire libre –piensen en Juan Pablo II en Gdansk–, conocen su papel: saben cuándo alzar los brazos, cuándo balancearse, cuándo cantar, cuándo chillar su nombre, cuándo transportar su cuerpo con las manos desde el fondo de la platea hasta el escenario. (Van Zandt: “¿Mesiánico? ¿Es esa la palabra que estabas buscando?”).
Springsteen alcanzó la gloria en la época de Letterman, pero es antiirónico. Keith Richards se esfuerza por dar la impresión de que todo le importa un pepino. Hace que te preguntes qué es más difícil, si tocar los riffs de Street Fighting Man o tener colgado un cigarrillo de los labios con solo un hilillo de saliva. Springsteen es lo contrario. Es todo cuestión de esfuerzo constante. En sus conciertos llega un momento, como ocurría siempre con James Brown, en que monta un numerito con el conflicto entre el agotamiento y las ganas de seguir. Brown lo hacía cayendo de rodillas, bañado en sudor, incapaz de bailar un paso más, pero rechazando siempre al ayudante que le llevaba la capa para envolverlo con ella y sacarlo del escenario. Springsteen se desploma agarrado al pie del micro, exhausto e inmóvil, y después recupera la conciencia, se sacude el sudor –“¡No! ¡No puede ser!”– y le pide a la banda otra estrofa, otra canción. Deja el escenario empapado, como si hubiera atravesado el estadio nadando vestido y perseguido por barracudas. “Quiero una experiencia extrema”, dice. Quiere que su público salga del estadio como él les dice que lo hagan, “con dolor de manos, dolor de pies, dolor de espalda, la voz enronquecida y los órganos sexuales estimulados”.
Así pues, el despliegue de exuberancia es fundamental. “Para un adulto, el mundo está siempre intentando cerrase en sí mismo –afirma–. Rutina, responsabilidad, decadencia de las instituciones, corrupción; todo eso es el mundo que se cierra. La música, cuando es buena de verdad, abre esa mierda y deja que la gente entre, deja que entren la luz, el aire, la energía, y la gente vuelve a casa con eso, y yo vuelvo al hotel con eso. A veces, eso le dura a la gente mucho tiempo”.
La banda ensaya, no para aprender a tocar canciones concretas, sino para ver cuáles enlazan bien con otras y elaborar una lista básica (con incontables alternativas) que cumpla con todas las exigencias de Springsteen: presentar los trabajos nuevos y los temas más recientes; tocar los éxitos esperados para los fans ocasionales; incluir suficientes sorpresas y rarezas para los fans que le han visto cientos de veces, y, sobre todo, marcar el ritmo del espectáculo desde lo frenético a lo tranquilo y otra vez a lo frenético. En los últimos años, Springsteen ha estado aceptando peticiones del público. Nunca se ha quedado en blanco. “Se puede sacar a la banda del bar, pero no sacar el bar de la banda”, señala Van Zandt.
Los miembros de la E Street Band no son los iguales de Springsteen. “Esto no es los Beatles”, dice Weinberg. Son músicos a sueldo. En 1989 fueron despedidos en masa. Esperan su llamada para grabar, para salir de gira, para ensayar. Así que cuando Springsteen se levantó de su silla y dijo: “Vale, es hora de trabajar”, ellos se pusieron en pie y aguardaron su señal.
“Uh… dos… tres… cuatro”.
Mientras el himno de apertura We Take Care of Our Own atronaba sobre los asientos vacíos, me quedé de pie al fondo de la sala, junto al técnico de sonido John Cooper, un oriundo de Indiana patilargo e imperturbable, que estaba manejando una gigantesca mesa de sonido y una serie de ordenadores portátiles. Un disco duro contiene las letras y los tonos de cientos de canciones, de modo que, cuando Springsteen anuncia algo improvisado, la canción aparece rápidamente en TelePrompters a la vista de toda la banda. (No es un truco exclusivo; Sinatra, al final de su carrera, utilizaba un Tele- Prompter, y lo mismo hacen los Stones y muchas otras bandas). Aunque más de la mitad del repertorio será el mismo todas las noches, el resto se va decidiendo sobre la marcha.
“Esta es prácticamente la única música en vivo que queda, con unas pocas excepciones”, dice Cooper. Son legión los que “cantan” en playback. Coldplay espesa su sonido con montones de instrumentos y sintetizadores pregrabados. El único sonido artificial en un concierto de Springsteen es el sonido de la caja en We Take Care of Our Own, que parece que se resistía a una reproducción fácil.
Aquella tarde en Fort Monmouth, Springsteen estaba empeñado en clavar “las cuatro primeras”, las primeras canciones que son las que abren el fuego. La banda y el equipo prestaban una atención particular a esos largos segundos entre canción y canción, cuando se cambia de tono y los técnicos de las guitarras les pasan diferentes instrumentos a los músicos. Es un trabajo complicado; los técnicos tienen que moverse con la precisión del equipo de boxes de una carrera de Fórmula 1.
Antes de que empezara oficialmente la gira en Atlanta, hubo unos cuantos conciertos en locales más pequeños, entre ellos el Apollo Theatre de Harlem. Normalmente, hay más afroamericanos en el escenario que en los asientos, pero Springsteen tiene sus raíces en la música negra, y estaba especialmente interesado en tocar en Harlem.
“Todos nuestros maestros pisaron estas tablas del Apollo –dijo–. La esencia de cómo se mueve esta banda es el soul. Se da por supuesto que tiene que ser apabullante. No tienes que poder coger aliento. En eso consiste ser un showman: la idea de tener debajo algo que funciona muy bien, esa máquina que ruge y que puede cambiar de dirección en un instante”.
* * *
Por lo general, las giras de rock tienen un tema: la llegada juguetona de una banda, un nuevo estilo o imagen, una reunión, un nuevo repertorio, un momento político. Springsteen estaba sazonando el espectáculo con el material político de Wrecking Ball, pero el tema fundamental de esta gira sería el paso del tiempo, la edad, la muerte y, si Springsteen pudiera conseguirlo, una sensación de renovación. Los del núcleo superviviente de la banda –Van Zandt, Tallent, Weinberg, Bittan y Springsteen– llevaban tocando juntos desde la Administración de Ford. Lofgren y Patti Scialfa, la mujer de Springsteen, que canta y toca la guitarra, se incorporaron en los años ochenta.
La serie de tragedias, enfermedades y erosiones ha parecido implacable en los últimos años. A Nils Lofgren le han cambiado las dos caderas y tiene los dos hombros hechos una ruina. Max Weinberg ha sido sometido a cirugía a corazón abierto, a un tratamiento para el cáncer de próstata, a dos operaciones de espalda sin éxito y a siete operaciones en la mano. Me contó que por las mañanas, después de los conciertos, se siente como el personaje de Nick Nolte en la película de fútbol El final de un campeón, magullado y casi incapaz de moverse. Lofgren ha comparado la zona de bastidores con “una UVI”, con bolsas de hielo, mantas eléctricas, tubos de crema Bengay para el dolor y masajistas de guardia. Lo más alarmante era que Jon Landau, manager y amigo íntimo de Springsteen, se estaba recuperando de una operación cerebral.
Ha habido pérdidas más dolorosas y permanentes. En 2008, Danny Federici, que tocó el órgano y el acordeón con Springsteen durante cuarenta años, murió de melanoma. El asistente personal de Springsteen en las giras, un veterano de las Fuerzas Especiales llamado Terry Magovern, murió el año anterior. El entrenador de Springsteen falleció a los cuarenta años de edad.
La pérdida más impactante ocurrió el año pasado, cuando Clarence Clemons, el saxofonista que protegía y realzaba a Springsteen en escena, murió de un ictus. Clemons era un coloso de 1,98 de estatura, ex jugador de fútbol americano. Como músico, poseía un sonido áspero que recordaba a King Curtis. No era un gran improvisador, pero sus solos, laboriosamente diseñados durante largas horas en el estudio con Springsteen, eran partes obligadas en todos los conciertos. Y, además, estaba su impresionante presencia escénica. Clemons fue para Springsteen un compañero mítico que encarnaba el espíritu fraternal de la banda. “Estar junto a Clarence era como estar al lado del tío más duro del planeta –dijo Springsteen en un homenaje–. Sentías que pasara lo que pasase, de día o de noche, nada podía tocarte”.
El estilo de vida de Clemons era mucho menos disciplinado que el de Springsteen, y en los últimos años su cuerpo se estaba destartalando y necesitó prótesis de cadera, de rodilla, operaciones en la espalda… En la última gira, a Clemons lo llevaban por los túneles de los estadios en un cochecito de golf. En escena, pasaba menos tiempo tocando el saxo que apoyado en un taburete y golpeando una pandereta. Cuando tocaba, estaba claro que perdía las notas altas. Después de uno de sus últimos conciertos, le dijo a un amigo: “Me merezco un maldito Oscar de la Academia”. Decía que se sentía como el personaje de Mickey Rourke en El luchador; estaba representando una figura poderosa en el escenario, pero físicamente se estaba haciendo pedazos.
En el funeral, celebrado en una capilla de Palm Beach, Springsteen rindió un apasionado homenaje a Clemons, recordando que se había enfrentado a un mundo “en el que todavía no era fácil ser negro y grande”. Recordó el “misticismo chabacano” de su amigo, sus apetitos, incluso su camerino, que estaba decorado con telas exóticas y que llamaban el Templo del Soul. “Visitarlo era como viajar a una nación soberana que acabara de encontrar grandes reservas de petróleo”. Al mismo tiempo, Springsteen aludió a la errática vida familiar de Clemons (se casó cinco veces) y las ocasionales tensiones en su relación. Dirigiéndose a los hijos de Clemons, dijo: “C vivió una vida en la que hizo lo que quería hacer, fueran cuales fuesen las consecuencias, humanas o de otro tipo. Como muchos de nosotros, vuestro padre era capaz de cosas mágicas y también de montar unos líos espantosos”.
Meses después, Springsteen todavía sentía la pérdida. Tenía veintidós años cuando conoció a Clemons en el circuito musical de Asbury Park. Perder a Clemons fue como perder “el mar y las estrellas”, y estaba claro que a Springsteen le preocupaba actuar sin él. “¿Cómo vamos a seguir? Creo que hemos discutido más sobre esto que sobre ninguna otra cosa en nuestra historia –me contó Van Zandt–. El concepto básico era que teníamos que reinventarnos un poco. No era solo cuestión de sustituir a un tío”. Clemons fue sustituido no por un músico, sino por un contingente: una sección de viento de cinco hombres.
Los ensayos eran en parte una cuestión de encontrar la manera de reconocer las pérdidas sin convertir el concierto en un lúgubre servicio funerario. “La banda es una pequeña comunidad –dijo Springsteen–, y se recompone y procuramos curar las partes que Dios rompió y honrar a las partes que ya no están con nosotros”.
Durante los descansos, me fijé en que uno de los saxofonistas, un joven saxo tenor con un aparatoso peinado afro, gafas ovaladas y una expresión decidida, andaba de un lado a otro, tocando nerviosamente fragmentos de solos familiares: Tenth Avenue Freeze Out, Jungleland, Badlands, Thunder Road. Era Jake Clemons, sobrino de Clarence, de treinta y dos años. Durante años, Jake había estado tocando en clubes y locales de segunda categoría con su propia banda. Ahora tenía el cometido de calzarse los zapatos de su tío ante públicos de cincuenta mil personas. Lo iba a hacer al pie de la letra. Jake se puso los zapatos de su tío: botas de piel de serpiente, mocasines elegantes, cualquier cosa que quedara de él. Casi todos sus instrumentos habían sido también regalos del tío Clarence.
En enero, Springsteen invitó a Jake a su casa y estuvieron tocando hasta altas horas de la noche. Bruce sugirió la idea de que se uniera a la banda. “Pero tienes que entender –le dijo Springsteen– que, cuando soples ese saxo en el escenario, la gente no te comparará con el Clarence de sus últimos tiempos. Te comparará con su recuerdo de Clarence, con su idea de Clarence”. Aquello hizo pensar a Jake Clemons. Criado en el góspel, en una familia dirigida por un oficial de una banda militar, solo conocía de refilón el repertorio de Springsteen. El público conocería las canciones, por no hablar de la historia de la banda, mucho más íntimamente que él. Tras la muerte de Clarence, Jake tocó en unos cuantos conciertos homenaje, y pudo percatarse de que el público hacía comparaciones.
“No sé si alguien puede actuar a la sombra de una leyenda –dijo Jake–. Para mí, Clarence sigue estando en ese escenario y no quiero faltarle al respeto”.
Springsteen creía que estas preocupaciones, y la gran sensación de pérdida y herida, podrían aportar una energía en la que basar la gira. Después de tantos años en escena, puede contemplar sus actuaciones con un distanciamiento analítico. “Eres un poco como el chamán, que está dirigiendo a la congregación –me dijo–. Pero eres como cualquier otro en el sentido de que tus preocupaciones son las mismas, tus problemas son los mismos, tienes tus virtudes, tienes tus pecados, tienes cosas que haces bien y cosas que jodes todas las veces. Y eres como un cable conductor. Hay una serie de elementos en tu vida, unos que son bendiciones y otros que son maldiciones caóticas, que te hacen arder en cierto sentido”.
* * *
Cuando Springsteen estaba de gira promocionando el álbum Born to Run, a mediados de la década de 1970, se acercaba al borde del escenario, tocaba un acorde y contaba la historia de cómo creció en una humilde casa para dos familias, al lado de una gasolinera, en una zona obrera de Freehold conocida como Texas, porque al principio estuvo poblada por inmigrantes pueblerinos del Sur. En un concierto celebrado en el Palladium de la calle Catorce, en noviembre de 1976, Springsteen expuso las cosas en los términos más claros:
Mi madre era secretaria y trabajaba en el centro. Y mi padre trabajaba mucho en diferentes sitios. Lo hizo durante un tiempo en una fábrica de alfombras, condujo un taxi y fue carcelero. Me acuerdo de que, cuando trabajaba allí, siempre volvía a casa cabreado y borracho, y se sentaba en la cocina. A las nueve de la noche apagaba todas las luces, hasta la última luz de la casa, y se cabreaba mucho si mi hermana o yo encendíamos alguna. Y se sentaba en la cocina con unas latas de cerveza, un cigarrillo…
Me hacía sentarme ante aquella mesa en la oscuridad. En invierno, encendía la estufa de gas y cerraba todas las puertas, de modo que allí hacía mucho calor. Y me recuerdo sentado allí a oscuras. Por mucho tiempo que estuviera allí sentado, nunca le veía la cara. Nos poníamos a hablar sobre cualquier cosa, sobre cómo me iba. Al poco rato me preguntaba qué creía yo que estaba haciendo con mi vida. Y siempre acabábamos chillándonos el uno al otro. Al final, mi madre entraba corriendo por la puerta delantera, llorando, y procuraba separarnos, procuraba impedir que nos peleáramos. Yo siempre terminaba saliendo por la puerta de atrás para alejarme de él. Me alejaba de él, corría por el sendero de entrada gritándole, diciéndole, diciéndole, diciéndole cómo era mi vida y que iba a hacer lo que quisiera.
Al final de la historia, que era totalmente verídica, Springsteen empezaba a tocar It’s My Life, de los Animals, una estremecedora declaración de independencia. En la voz de Springsteen, era una declaración de independencia de un hogar en el que se proferían amenazas, se arrancaban teléfonos de la pared y se llamaba a la policía.
Doug Springsteen fue conductor del ejército en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, y al volver a casa no encajó bien su difícil situación. Van Zandt me contó que el padre de Springsteen “daba miedo” y que era mejor evitarlo. En aquellos tiempos “todos los padres daban miedo –recordaba Van Zandt–. Si lo piensas ahora, hay que ver el tormento que les hicimos pasar. Mi padre, el padre de Bruce… aquellos pobres tipos jamás tuvieron una oportunidad. No había precedentes de lo nuestro, ninguno en toda la historia. Que sus hijos se convirtieran en aquellos frikis melenudos que no querían participar en el mundo que habían construido para ellos… ¿Te lo puedes imaginar? Era la generación de la Segunda Guerra Mundial. Ellos construyeron las urbanizaciones. ¿Qué gratitud les mostramos? Estábamos en plan ‘Que os den. Vamos a parecer chicas, vamos a tomar drogas y vamos a tocar rock and roll a lo loco’. Y ellos: ‘¿Qué coño hemos hecho mal?’. Les asustaba aquello en lo que nos estábamos convirtiendo, y sentían que tenían que ser más autoritarios. Nos odiaban, ¿sabes?”.
Doug Springsteen creció marcado por la muerte de su hermana de cinco años, Virginia, atropellada por un camión cuando montaba un triciclo en Freehold en 1927. Sus padres, según una biografía de Springsteen de próxima aparición escrita por Peter Ames Carlin, estaban devastados por el dolor. Doug abandonó los estudios en el noveno curso. En 1948 se casó con Adele Zerilli. Bruce nació al año siguiente. Durante largos períodos de la infancia de Bruce, sus abuelos vivieron con la familia y, según le contó Springsteen a Carlin, él siempre sintió que gran parte del cariño que recibió de ellos era una manera de “sustituir a la niña perdida”, lo cual le dejaba confuso. “La hija muerta era una presencia constante. Su retrato estaba en la pared, siempre en un lugar preferente”. Décadas después del suceso, la familia al completo –los abuelos, Doug y Adele, Bruce y su hermana Ginny– iba al cementerio todos los fines de semana para visitar la tumba de Virginia.
En biografías y notas, se describe a Doug Springsteen con adjetivos como “taciturno” y “desilusionado”. En realidad, parece que era bipolar y capaz de terribles rabietas, muchas veces dirigidas contra su hijo. Los médicos le recetaron medicamentos para su enfermedad, pero Doug no siempre los tomaba. La mediadora de la casa, la fuente de optimismo y supervivencia, y la que ganaba un salario fijo, era la madre de Bruce, Adele, que trabajaba de secretaria en un bufete de abogados. Aun así, a Bruce le afectaban mucho las paralizantes depresiones de su padre, y temía que a él le alcanzara también la veta de inestabilidad mental que corría en la familia. Afirma que aquel miedo fue la razón de que nunca tomara drogas. Doug Springsteen sigue vivo en las canciones de su hijo. En Independence Day, el hijo tiene que escapar de la casa de su padre: “éramos demasiado parecidos”. En la feroz Adam Raised a Cain, el padre “anda por estas habitaciones vacías / buscando a quién echar la culpa. / Heredas los pecados, heredas las llamas”. Las canciones eran una manera de hablarle al taciturno padre. “Mi padre verbalizaba muy poco. No podías mantener una verdadera conversación con él –me contó Springsteen–. Tuve que hacerme a la idea, pero debía tener una conversación con él, porque necesitaba tenerla. No es la mejor manera de hacerlo, aunque era la única que yo tenía, así que lo hice, y al final él respondió. Puede que no le gustaran las canciones, pero creo que le gustó que existieran. Vamos, que le importaba. Le preguntaban cuáles eran sus canciones favoritas y él decía: ‘Las que hablan de mí’”.
Pero el pasado no es algo del pasado. “Las luchas de mis padres son el tema de mi vida –me dijo Springsteen en un ensayo–. Es lo que me reconcome, y siempre será así. Mi vida tomó un rumbo muy diferente, pero mi vida es una anomalía. Esas heridas se quedan contigo, y tú las conviertes en un lenguaje y en una intención”. Señalando a la banda que estaba en el escenario, dijo: “Somos reparadores, reparadores con una caja de herramientas. Si me reparo un poco a mí mismo, reparo un poco de ti. Ese es mi trabajo”. Las canciones de fuga de Born to Run, el retrato de las luchas posindustriales en Darkness on the Edge of Town, formaban parte de ese trabajo inicial de reparación.
Cuando Bruce tenía diecinueve años, Doug y Adele Springsteen se mudaron de Freehold, al norte de California, y varios años después se quedaron perplejos cuando su hijo, al que consideraban un melenudo inadaptado, llegó de visita “arrastrando un cofre del tesoro” y diciéndoles que se compraran la casa más grande que hubiera. “La única satisfacción que obtienes es ese momento de ‘¿Veis? Os lo dije’ –cuenta Springsteen–. Pero, naturalmente, todas las cosas importantes quedan sin decirse, como que todo habría podido ser un poco diferente”.
Doug Springsteen murió en 1998, a los setenta y tres años de edad, tras años de enfermedad, incluidos un ictus y un problema cardíaco. “Tuve suerte de que la medicina moderna le proporcionara otros diez años de vida –dijo Bruce–. T-Bone Burnett dijo que el rock and roll tiene siempre como tema “¡Papááá!”. Es un embarazoso grito de “¡Papááá!”. Es cuestión de padres e hijos, y tú sales ahí a demostrarle algo a alguien de la manera más intensa posible. Es algo así como ‘¿Ves?, yo merecía algo más de atención que la que recibí. Metiste la pata, grandullón’”.
* * *
Los momentos redentores de la juventud de Springsteen fueron musicales: las canciones que salían de la radio de transistores y del televisor, su madre pidiendo al banco un crédito de sesenta dólares para comprarle una guitarra Kent a los quince años. Springsteen se convirtió en uno de esos chavales que buscan evadirse mediante una obsesión. Creía, como canta en No Surrender: “aprendimos más de un disco de tres minutos que en todo el colegio”. En Santa Rosa de Lima, la escuela católica de Freehold, era un mal estudiante, menospreciado por las monjas. Los chicos listos e instruidos no se le acercaban. (“No me integraba en ninguna pandilla que hablara de William Burroughs”, le dijo a Dave Marsh, uno de sus primeros biógrafos). Tras graduarse en el instituto, Springsteen asistió a clases en el Ocean County Community College, donde empezó a leer novelas y escribir poemas, pero lo dejó cuando un administrador nervioso, a la caza de hippies y otros indeseables, le dijo a las claras que había habido “quejas” de que era raro. “Recuerda, no nos metimos en esta vida porque fuéramos valerosos o brillantes –dijo Van Zandt–. Éramos los que sobrábamos. Todo el que tuvo la oportunidad de hacer otra cosa, ser dentista, tener un trabajo de verdad, cualquier cosa, la aprovechaba”.
El sitio al que acudió Springsteen en busca de un futuro estaba a poca distancia al este de Freehold: el ambiente musical de Asbury Park. En los años sesenta y setenta había docenas de bandas que tocaban en los bares del paseo marítimo. Asbury Park se convirtió en el Liverpool de Springsteen, en su Tupelo, en su Hibbing.
Una tarde de primavera, yo estaba delante del club más conocido de Asbury Park, el Stone Pony, esperando a un viejo batería llamado Vini Mad Dog Lopez, el tío con peor suerte de la saga de la E Street. Lopez fue despedido de la banda de Springsteen justo antes de que triunfaran. Puede que los músicos de Springsteen sean asalariados, pero se les paga espléndidamente y todos son millonarios. El batería que se quedó definitivamente, Max Weinberg, tiene casas de campo en Nueva Jersey y en la Toscana. Lopez trabaja de caddy. Los fines de semana toca en una banda llamada License to Chill. La mascota de la banda es Tippy el Plátano. “Estamos en la parte más baja de la cadena alimentaria –me contó Lopez–. Nos gusta decir que somos exclusivos pero económicos”.
Lopez llegó al Pony en un desvencijado Saturn. Salió del coche con el cuerpo crujiéndole, como si saliera de una cápsula espacial después de un viaje interplanetario. Bizqueó ante la luz del océano y renqueó hacia mí. Había sufrido un accidente al volver a casa después de un concierto en homenaje a Clarence Clemons. Tenía lesionadas una rodilla y la espalda. Además, un par de noches antes, en un concierto, alguien había dejado caer un amplificador sobre su pie. “Eso no ayudó”, dijo.
Caminamos un rato por el muelle y nos sentamos a comer en un establecimiento. Durante toda la comida, la gente que pasaba se detenía a saludarle o a pedirle un autógrafo.
En 1969, Lopez invitó a Springsteen a una jam session en un after-hours llamado Upstage, encima de una zapatería de la cadena Thom McAn, en Asbury Park. Poco después, Springsteen y Lopez formaron una banda llamada Child, que pronto rebautizaron como Steel Mill. Lopez tocaba la batería; Danny Federici, el órgano y el acordeón; y Steve Van Zandt, el bajo. Durante algún tiempo, los chicos vivieron en una fábrica de tablas de surf que dirigía su manager. “Bruce ocupaba la oficina delantera, y Danny y yo teníamos literas en los baños”, contó Lopez. Ganaban unos cincuenta dólares a la semana. Algunos miembros de la banda tenían trabajos manuales para complementar sus ingresos: Van Zandt trabajaba en la construcción, y Lopez echaba horas en un astillero y en barcos de pesca comercial. Springsteen pasó de esto. El futuro heraldo de la clase obrera jamás trabajó de verdad.
Lopez echó un largo trago de su Bloody Mary y miró al mar, donde un surfista tropezó en una ola y se cayó. Springsteen todavía le hace llegar algunos royalties de los dos primeros álbumes. “Lo hace por bondad de corazón”, dijo Lopez, pero de eso no se vive.
El Springsteen que Lopez describió era un joven de ambición extraordinaria, pero propenso a ataques de introversión. A pesar de las chicas que tenían alrededor, a pesar de las partidas nocturnas de Monopoly y los maratones de pinball, Springsteen no se distraía con facilidad. “Bruce venía a una fiesta en la que la gente estaba haciendo todo tipo de cosas, y él solo se enrollaba con su guitarra”, rememoró Lopez.
A Van Zandt le atraía aquella intensidad. Reconocía en Springsteen una fuerza que impulsaba a crear trabajos originales. “En aquellos tiempos –cuenta–, se te juzgaba por lo bien que pudieras copiar canciones de la radio y tocarlas acorde por acorde, nota por nota. A Bruce eso nunca se le dio bien. Tenía un oído raro. Oía diferentes acordes, pero nunca los acordes correctos. Cuando tienes esa capacidad, o discapacidad, te vuelves inmediatamente más original. Y, a la larga, adivina qué pasa: a la larga, lo original gana”.
Asbury Park, a pesar de todas sus ruidosas bandas de bar y cantores del muelle, no era inmune a los tiempos. El fin de semana del 4 de julio de 1970 estallaron disturbios raciales. Los jóvenes negros de la ciudad estaban especialmente indignados porque la mayoría de los trabajos de verano en los restaurantes y tiendas del paseo marítimo se los quedaban los chicos blancos. Springsteen y sus compañeros de banda vieron las llamas en Springwood Avenue desde una torre de agua situada cerca de la fábrica de tablas de surf en la que vivían. Aun así, el grupo de Springsteen se mantuvo casi completamente apolítico. “Los disturbios solo significaban que algunos clubes no abrían y otros sí”, comentó Van Zandt.
Cuando Steel Mill se disolvió, a Springsteen se le ocurrió una extravagancia temporal, Dr. Zoom & the Sonic Boom, una especie de arca de Noé de feria, con una pareja de cada instrumentista –guitarristas, baterías, cantantes–, más Garry Tallent a la tuba, una majorette con su bastón y dos tipos del Upstage que jugaban al Monopoly en el escenario. Después, Springsteen se puso serio. Formó su propia banda. La llamó The Bruce Springsteen Band.
* * *
Una semana después de terminar los ensayos en Fort Monmouth, Springsteen y la banda empezaron a ensayar en el Sun National Bank Center, el campo de los Trenton Titans, un equipo de hockey de la segunda división. El teatro de Fort Monmouth estaba aislado y era barato, pero no era lo bastante grande para que el equipo montara todo el escenario de la gira, con sus luces, plataformas, rampas y sistema de sonido.
Dentro del campo, Springsteen anda por las gradas vacías micrófono en mano, dando instrucciones al escenario. “Desde este ángulo no se ve a los cantantes –dice–. ¡Un paso a la derecha, Cindy!”. El equipo corre la plataforma. Cindy Mizelle, la voz con más soul de la nueva versión de la E Street Band, de diecisiete miembros, da un paso a la derecha.
Springsteen trota hasta otra esquina y, al posar la mirada en la sección de vientos, se le ocurre una idea. “¿Tenemos sillas para cuando estos tíos no estén tocando?”, pregunta. Su voz rebota en los asientos vacíos. Aparecen las sillas.
La banda ocupa sus puestos y empieza a atacar el repertorio básico con vistas al concierto del Apollo. Lofgren toca el escurridizo riff inicial de We Take Care of Our Own –un himno de crisis en clave de sol– y la banda arranca. Springsteen ensaya a conciencia, practicando todos los movimientos y posturas aparentemente espontáneos: el gesto solemne con la cabeza gacha y el puño en alto, el de levantar la icónica Fender, los parlamentos entre canciones, la expresión extática bajo un solo foco que adoptará ante el público. (“Es teatro, ya sabes –me dice después–. Soy un actor de teatro. Te susurro al oído y tú sueñas mis sueños, y yo después siento los tuyos. Llevo cuarenta años haciendo eso”.) Springsteen tiene que hacer tantas cosas –dirigir a la banda, marcar el ritmo del concierto, dominar al público, proyectar la voz a todos los rincones del recinto, incluidos los asientos de detrás del escenario– que improvisarlo todo es una invitación al desastre.
A mitad de la quinta canción, presenta a la banda. Mientras esta toca el acompañamiento de People Get Ready, el viejo tema de Curtis Mayfi eld, Springsteen coge un micro y se pasea por el escenario. “Buenas noches, señoras y señores –le dice al campo vacío–. Me alegra mucho estar aquí esta noche, en vuestra preciosa ciudad. La E Street Band ha venido a traer el poder, hora tras hora, para patearle el culo a la crisis. Traemos algunos viejos amigos y algunos amigos nuevos, y tenemos una historia que contaros”.
La música se espesa con vientos y armonías vocales y se transforma en My City of Ruins, una de las canciones elegíacas con tintes de góspel del álbum The Rising, dedicado al 11-S. Las voces cantan “Rise up! Rise up!” (“¡Alzaos, alzaos!”) y empieza una serie de solos de vientos: trombón, trompeta, saxo. Después vuelven las voces. Springsteen presenta rápidamente a los metales de la E Street Band y al grupo coral. Después dice: “¡A pasar lista!”. Y con la música subiendo poco a poco, solemnemente, presenta al núcleo de la banda: “El profesor Roy Bittan está aquí… Charlie Giordano está aquí…”.
Cuando termina de pasar lista, hay una larga pausa. La banda sigue tocando el acompañamiento.
“¿Nos falta alguien?”.
Dos focos iluminan el órgano, donde antes se sentaba Federici, y el micrófono ante el que se situaba Clemons.
“¿Nos falta alguien?”.
Una vez más: “¿Nos falta alguien…? Es verdad, es verdad. Nos faltan algunos. Pero lo que os garantizo esta noche es que si vosotros estáis aquí y nosotros estamos aquí, ¡ellos están aquí!”. Lo repite una y otra vez, mientras sube el volumen del piano y el bajo, la batería se acelera, las voces suben, hasta que por fi n la canción le abruma y, si Springsteen ha calculado bien, no habrá en el público un alma que no se conmueva.
Durante la siguiente hora y media, la banda toca un repertorio que alterna historias de penuria económica con evasiones festivas. Mientras la banda toca el alegre riff inicial de Waiting on a Sunny Day, Springsteen recorre a zancadas el escenario animando a las hordas imaginarias que llenan el estadio a cantar con él. Hay mucha chulería en sus andares. Es un caso raro de hombre de sesenta y dos años al que no le da corte enseñar el culo –un culo bien embutido en unos vaqueros negros alarmantemente ceñidos– ante veinte mil clientes de pago. “¡Vamos, Jakie!”, grita, y saca a Jake Clemons al centro del escenario para tocar un solo. Prácticamente tiene que meterlo a patadas bajo el foco.
Varias canciones después, tras una agotadora versión de Thunder Road, que cierra el concierto, Springsteen sale corriendo del escenario, se enrosca una toalla al cuello y se sienta en una silla plegable a mi lado.
“Mira, el punto culminante del concierto es una especie de bienvenida, y haces que todo el mundo se sienta cómodo mientras a la vez los provocas –dice–. Vas desplegando los temas, haciendo que se sientan cómodos porque, recuerda, la gente no ha visto a esta banda. Hay ausencias que están ahí colgando. En eso estamos ahora, en la comunicación entre los vivos y los que se fueron. Esas corrientes recorren todo el mundo de sueños de la música pop”.
Es un buen día para Springsteen. El álbum Wrecking Ball es número uno en Estados Unidos y el Reino Unido, superando al exitazo 21, de Adele. “Son buenas noticias, pero ya veremos dónde estamos dentro de unas semanas”, señala Landau. Springsteen ya no volverá a vender tanto como con Born in the USA, pero siempre consigue una explosión inicial de ventas de sus fans fijos. La cuestión es cómo se mantienen las ventas a lo largo del tiempo. (La respuesta es que no se mantienen; al cabo de un mes, Wrecking Ball bajó al puesto 19. Al llegar el verano, ya no estaba en las listas). Lo que convierte a Springsteen en una potencia económica en estos tiempos es su prestigio como intérprete en directo.
En el escenario se está organizando una fiesta improvisada. El equipo reparte copas de champán y platos de pastel para celebrar el éxito de Wrecking Ball.
“Esto nunca se te pasa –dice Springsteen antes de unirse a la fiesta–. Todavía me emociona oír la música en la radio. Me acuerdo de la primera vez que vi a alguien oyéndome por la radio. Estábamos en Connecticut tocando en una universidad. Un tipo iba en su coche, era una calurosa noche de verano y llevaba las ventanillas bajadas, y del coche salía Spirit in the Night [una canción del primer álbum de Springsteen]. Uau. Recuerdo que pensé: ‘Ya está, he cumplido al menos una parte de mis sueños de rock and roll’. Y todavía siento lo mismo. Oírlo por la radio es como un boletín oficial. La canción está sonando… ¡ahí!”.
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En 1972, Springsteen era el líder de una banda y componía canciones para interpretarlas en solitario. No era muy aficionado a la lectura en aquella época, pero estaba tan obsesionado por las canciones de Bob Dylan que se leyó la biografía de Anthony Scaduto. Le impresionó la historia de la llegada de Dylan a Nueva York: la tormenta de nieve del día en que llegó del Medio Oeste en 1961; las peregrinaciones a ver a Woody Guthrie en su cama del hospital psiquiátrico de Greystone Park; las primeras actuaciones en el Café Wha? y en el Gerde’s Folk City, y la prueba que hizo para John Hammond, el legendario ejecutivo de Columbia Records. Aquello era lo que él quería, o una versión de aquello.
Por entonces, el manager de Springsteen era un turbulento buscavidas llamado Mike Appel. Antes de unirse a Springsteen, Appel compuso jingles para Kleenex y una canción para la Partridge Family. Appel era de la vieja escuela, apasionado pero explotador, e hizo que Springsteen firmara contratos leoninos. Sin embargo, era tan lanzado y extravagante en su devoción por su cliente que hacía verdaderas barbaridades en su nombre, como llamar a un productor de la NBC para proponer que la cadena contratara a Springsteen para cantar su canción antibélica Balboa vs. The Earth Slayer en la Super Bowl. (La NBC rechazó la oferta). Y, de algún modo, Appel le consiguió una cita con John Hammond.
El 2 de mayo de 1972, Springsteen viajó a la ciudad en autobús, llevando consigo una guitarra acústica prestada sin funda. El encuentro no empezó bien. Hammond, un patricio de la estirpe de los Vanderbilt, dejó claro que tenía poco tiempo y quedó asqueado cuando Appel empezó a venderle los talentos líricos del cantante. Pero el ambiente cambió cuando Springsteen, sentado en un taburete al otro lado de su mesa, cantó una serie de canciones, terminando con If I Was a Priest:
Pues bien, si Jesús fuera el sheriff
y yo fuera el sacerdote,
si mi chica fuera una heredera
y mi madre una ladrona…
“Bruce, esa es la canción más puñetera que he oído en mi vida –dijo Hammond, encantado–. ¿Te educaste con las monjas?”.
Columbia firmó con Bruce un contrato discográfico e intentó promocionarlo como “el nuevo Dylan”. No era el único. John Prine, Elliot Murphy, Loudon Wainwright III y otros cantautores sensibles estaban recibiendo también el calificativo de “nuevo Dylan”. (“El viejo Dylan solo tenía treinta años, así que no sé para qué necesitaban un puto nuevo Dylan”, dice Springsteen). Para decepción de Hammond, Springsteen grabó sus dos primeros álbumes –Greetings from Asbury Park y The Wild, the Innocent and the E Street Shuffle– con una banda formada por sus colegas de la costa de Jersey, entre ellos Vini Lopez a la batería y Clarence Clemons al saxo tenor. Hammond estaba convencido de que las maquetas en las que él cantaba solo eran mejores. A pesar de los elogios de unos cuantos críticos y pinchadiscos, los álbumes apenas se vendieron. Springsteen era, como máximo, una rareza con talento, un provinciano al que se le estaban agotando las posibilidades.
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En junio de 1973, cuando yo tenía catorce años, cogí un autobús de Red & Tan de la línea 11-C en North Jersey con un par de amigos y fui a la ciudad a ver a una banda nada enrollada e inexplicablemente popular llamada Chicago, en el Madison Square Garden. No estoy muy seguro de por qué fui. Éramos fanáticos de Dylan. Howl, los Stanley Brothers, Otis Redding, El almuerzo desnudo, Hank Williams, Odetta… Prácticamente todo lo que yo conocía o leía parecía haber llegado a través de Dylan. Los Chicago eran lo más alejado de la estética de Dylan que uno podía encontrar.
Aun así, pagué los cuatro dólares y me dispuse a contemplar lo que se pudiera ver desde nuestros asientos. Salió el grupo telonero, alguien llamado Bruce Springsteen. Las condiciones eran espantosas, como suelen serlo para los teloneros: las luces estaban encendidas y el público alternaba entre la falta de atención y la hostilidad. Lo que yo recuerdo es un tipo tan frenético como Mick Jagger o James Brown, un cantante estallando con una urgencia casi autodestructiva, intentando abrirse paso a través de la indiferencia y el rumor de la masa. Después de aquel concierto, Springsteen le juró a Appel que no volvería a ser telonero ni a tocar en recintos grandes. “No podía soportarlo. La gente estaba muy lejos y la banda no oía nada”, le contó a Dave Marsh. Era hora de ensayar a fondo, de ganarse un público a base de constantes e intensas actuaciones en clubes, pequeños teatros y gimnasios universitarios.
Fueron tiempos duros. Después de que Appel pagara los gastos y se llevara su considerable parte, la paga era casi nula. A veces la banda dormía en la furgoneta. Clemons estuvo a punto de ser detenido antes de un concierto por no pagar la manutención de su hijo. Lopez era el que más se quejaba de tocar por nada. “¿Y si quiero invitar a mi chica a una hamburguesa?”.
A última hora de la tarde, después de comer, Lopez y yo íbamos en coche por Asbury Park y él se echó a reír señalando un sitio. “Aquí veníamos a por vales de comida. Todos nosotros, Bruce también”, dijo.
Lopez era mucho batería, tal vez demasiado, un tipo caótico al estilo de Ginger Baker. Asimismo era muy ardiente en sus reivindicaciones laborales. A principios de 1974, se puso violento con el hermano de Mike Appel discutiendo por dinero (“Le di un par de empujones”). Poco después, Springsteen le dijo a Lopez que estaba despedido.
“Yo guardaba sus guitarras en mi casa y tuvo que venir a por ellas. Le pedí una segunda oportunidad, y él dijo: ‘Vini, no hay segundas oportunidades’. Joder. A Danny le dio toda clase de segundas oportunidades después de haberse portado mal, por drogas, por no aparecer o por llegar tarde. Pero a mí, nada de segundas oportunidades”. La discusión fue subiendo de tono y al final Springsteen dio a entender que Lopez era un batería inadecuado.
“Le puse sus guitarras delante y le dije: ‘Ahí está la puerta. Ya sabes para qué sirve’. No hemos vuelto a hablar de aquello. No hay nada de qué hablar. Habría estado en la mejor banda del mundo si no hubiera ocurrido aquello. Pero, desde un punto de vista histórico al menos, estuve en la E Street Band. Bruce lo sabe y todo el mundo lo sabe”.
Pasamos ante el edificio en cuya planta baja estuvo la fábrica de tablas de surf donde Lopez vivió con Springsteen. Ahora el letrero de la puerta reza: “Immunostics Inc. Reactivos microbiológicos, serológicos e inmunológicos de calidad”. A lo largo de los años, Springsteen ha invitado a Lopez a tocar con la banda unas diez veces, incluida una en el estadio de los Giants para tocar Spirit of the Night.
Cuando Lopez preguntó si podía formar una banda que tocara las viejas canciones de Steel Mill, Springsteen sonrió y dijo: “Claro que sí, adelante”.
“Pero es difícil vender a Steel Mill ahora –indicó Lopez–. La gente sabe que Bruce compuso todas las canciones y espera que aparezca, y eso no va a ocurrir”.
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Si Vini Lopez es el batería con peor suerte de la historia de Estados Unidos, Jon Landau es seguramente el crítico de rock más afortunado. Durante un descanso en los ensayos para la gira de 2012, fui en coche al norte de Westchester, donde Landau vive con su mujer, Barbara. Landau es solo tres años mayor que Springsteen, pero es un hombre de presencia física más corriente. Ha estado embolsándose una buena parte de las ganancias de Springsteen durante más de treinta años. No se metió el dinero por la nariz; lo tiene colgado de las paredes. Su colección de arte (sobre todo pintura y escultura del Renacimiento, con algún que otro cuadro francés del siglo XIX) es lo que se llama “importante”. A riesgo de alarmar a su compañía de seguros, puedo informar de la presencia de obras de, entre otros, Tiziano, Tintoretto, Tiepolo, Donatello, Ghiberti, Géricault, Delacroix, Corot y Courbet.
Pero Landau no ha salido ileso de la acción del tiempo. El año pasado le extirparon un tumor del cerebro, y como estaba cerca de un haz de nervios ópticos perdió la visión en un ojo. La recuperación no fue fácil y, a veces, mientras me enseñaba sus cuadros, parecía que a Landau le faltaba el aire. Después de la operación, Springsteen fue a verlo casi todos los días. “Sabía que yo lo estaba pasando mal, y yo pensaba que me iba a morir –contó Landau–. Hablamos mucho de cosas profundas. –Después sonrió–. Los grandes pensadores pensaron mucho”.
Landau comenzó su carrera en una profesión que en realidad no existía. En 1966, tres años después del ascenso de los Beatles, todavía no existía la crítica de rock. Aquel año, Landau, un adolescente precoz de Lexington, Massachusetts, estaba trabajando en una tienda de música de Cambridge llamada Briggs & Briggs. Su padre era un profesor de historia izquierdista que se llevó a la familia de Brooklyn en la época de las listas negras y consiguió un trabajo en Acoustic Research. Landau se crió con música folk, y en sus tiempos del instituto iba a todos los conciertos de rock que podía permitirse. En Briggs & Briggs conoció a un estudiante de Swarthmore llamado Paul Williams, que había empezado a publicar una revista en multicopista con tres grapas titulada Crawdaddy! Siendo estudiante en Brandeis, Landau escribió para Crawdaddy! Todavía era estudiante cuando Jann Wenner le invitó a escribir una columna para una revista quincenal que estaba preparando, y que se llamaría Rolling Stone.
Como crítico, Landau era de lo más atrevido. Para el primer número de Rolling Stone, en 1967, puso de vuelta y media el clásico de Jimi Hendrix Are You Experienced? Al año siguiente, vapuleó a los Cream por la pretenciosidad de sus conciertos, añadiendo que Eric Clapton, el guitarrista de la banda, era “un maestro de los clichés de todos los guitarristas de blues posteriores a la Segunda Guerra Mundial […] un virtuoso interpretando ideas de otros”. En aquellos tiempos a Clapton se le conocía como “Dios”. La crítica hizo que Dios dudara de sí mismo. “El sonido de la verdad me tiró de espaldas. Estaba en un restaurante y me desmayé –contó Clapton años después–. Y cuando volví en mí, decidí de inmediato que aquello era el final de la banda”. Los Cream se disolvieron.
A Landau le gustaban los singles bien construidos, ya fueran de los Beatles o de Sam & Dave; miraba con recelo los desvaríos artísticos.
“Cada vez más, la gente espera del rock lo que antes esperaba de la filosofía, la literatura, el cine y las artes visuales –escribió–. Otros esperan del rock lo que antes obtenían de las drogas. Y, en mi opinión, el rock no puede soportar ese tipo de carga, porque introduce en el rock cualidades que son la negación de lo que era el rock al principio”.
En aquellos tiempos, no existía una separación clara entre la industria del rock y el periodismo de rock. En 1969, Jann Wenner produjo un disco de Boz Scaggs. Landau produjo álbumes con Livingston Taylor y los MC5. Landau admiraba a los ejecutivos que entendían de música, como Ahmet Ertegun y Jerry Wexler, y aprobaba a los músicos que comprendían las virtudes de la popularidad. En su tesis de licenciatura en Brandeis, escribió con admiración sobre Otis Redding, que quería ser un entertainer “abierta y honradamente preocupado por divertir al público y tener éxito”.
A finales de 1971, Landau vivía en Boston y se había casado con la crítica Janet Maslin. Aunque tenía la enfermedad de Crohn y no se encontraba bien, era el centro energético de un círculo de jóvenes críticos emergentes: Dave Marsh, John Rockwell, Robert Christgau, Paul Nelson y Greil Marcus. Landau se fijó en el primer álbum de Springsteen, Greetings from Asbury Park, y encargó la crítica en el Rolling Stone a Lester Bangs. Él comentó el segundo, The Wild, the Innocent and the E Street Shuffle, en el semanario alternativo The Real Paper, diciendo que Springsteen era “el cantante y compositor nuevo más impresionante desde James Taylor”, pero añadiendo que “el álbum no está tan bien producido como debería haberlo estado”. Le parecía “poco denso o pasado de agudos, sobre todo cuando la banda toca los cambios”.
Landau, que entonces tenía veintiséis años, aceptó una invitación de Dave Marsh para ir al Charley’s, un club de Cambridge, a ver a Springsteen en directo. “Fui a aquel club y estaba completamente vacío –me contó–. Tenía poquísimos seguidores. Antes de la actuación, pregunté a los tíos del bar dónde estaba Bruce, y señalaron la calle”.
Springsteen estaba pasando frío; un tipo flaco y barbudo, con vaqueros y camiseta, dando saltitos para entrar en calor. Estaba leyendo la crítica de Landau, que la dirección del club había colgado en la cartelera.
“Me acerqué a él y le dije: ‘¿Qué te parece?’ –comentó Landau–. Y él respondió: ‘Este tío suele ser bastante bueno, pero he visto cosas mejores’. Me presenté y nos reímos mucho”.
Al día siguiente, recibió una llamada de Springsteen. “Estuvimos horas hablando –dijo Landau–. Sobre música, sobre filosofía… En lo básico, era igual que ahora. Y mira, hemos estado manteniendo esa conversación durante el resto de nuestras vidas: sobre el crecimiento, sobre pensar a lo grande, sobre cosas grandes”.
Un mes después, Landau fue a ver a Springsteen en el Harvard Square Theatre, donde actuaba como telonero de Bonnie Raitt. Era la víspera del vigésimo séptimo cumpleaños de Landau, y se sentía prematuramente acabado. Su carrera estaba estancada. Debido a la enfermedad de Crohn, le resultaba difícil comer y trabajar. Su matrimonio se estaba deshaciendo. Pero aquella noche, el 9 de mayo de 1974, se sintió rejuvenecido mientras Springsteen tocaba de todo, desde el viejo número de Fats Domino Let the Four Winds Blow hasta una canción nueva sobre escape y liberación titulada Born to Run.
El artículo que Landau escribió para The Real Paper es la reseña más famosa de la historia de la crítica de rock:
El jueves pasado, en el Harvard Square Theatre, vi pasar ante mis ojos mi pasado de rock and roll. Y vi algo más: vi el futuro del rock and roll y se llama Bruce Springsteen. Y en una noche en la que yo necesitaba sentirme joven, él me hizo sentirme como si estuviera escuchando música por primera vez. […] Es un gamberro del rock and roll, un poeta callejero latino, un bailarín de ballet, un actor, un bromista, un líder de banda de bar, un acojonante guitarrista rítmico, un cantante extraordinario y un compositor de rock and roll verdaderamente grande. Dirige una banda como si lo hubiera estado haciendo siempre. […] Se pasea delante de su banda rítmica all-star como un híbrido de Chuck Berry, el primer Bob Dylan y Marlon Brando.
Columbia Records utilizó la frase “he visto el futuro del rock and roll” como lema principal de una campaña publicitaria. Springsteen se hizo amigo de Landau, que se mudó a vivir con él en su destartalada casa de Long Branch. “La palabra ‘modesta’ se queda corta para describir la vivienda –recordaba Landau–. Había un sofá, su cama, una guitarra y sus discos. Y nos quedábamos hablando hasta las ocho de la mañana”. Los dos hombres escuchaban música y hablaban del tercer disco de Springsteen. No era probable que Columbia siguiera invirtiendo en él si el tercer disco fracasaba. Springsteen apreciaba la lealtad de Appel, pero su manera de soltar comentarios impertinentes le ponía los nervios de punta. Landau era más sutil: hacía preguntas, halagaba, sugería, recomendaba. Springsteen invitó a Landau al estudio, donde le ayudó a acortar Thunder Road de siete minutos a cuatro y le aconsejó revisar el principio de Jungleland.
“Yo tenía la convicción juvenil de que sabía lo que estaba haciendo”, dijo Landau. Springsteen le dijo a Appel que iba a incorporar a Landau como coproductor.
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Born to Run, publicado en agosto de 1975, transformó la carrera de Springsteen, y la serie de diez conciertos en el Bottom Line al principio de la gira sigue siendo un acontecimiento del rock, a la altura de James Brown en el Apollo o Bob Dylan en Newport. En el Bottom Line, Springsteen se convirtió en lo que es. Al añadir a Van Zandt como segundo guitarrista, quedó liberado de algunas de sus tareas musicales y se convirtió en un showman desenfrenado, saltando desde amplis y pianos, brincando como una rana de una mesa a otra.
Landau dejó su trabajo de crítico y se convirtió a todos los efectos en la mano derecha de Springsteen: en su amigo, su consejero para todo, su productor y, a partir de 1978, su manager. Tras una prolongada batalla jurídica que mantuvo a Springsteen fuera del estudio durante dos años, Appel fue indemnizado y despedido.
Landau alimentó la curiosidad de Springsteen acerca del mundo fuera de la música. Le dio libros que leer –Steinbeck, Flannery O’Connor– y películas que ver, sobre todo westerns de John Ford y Howard Hawks. Springsteen empezó a pensar en otras cosas aparte de los coches y las carreteras. Empezó a considerar su propia historia, la historia de su familia, en términos de clase y arquetipos estadounidenses.
La imaginería, las narrativas y el sentido de pertenencia a un sitio de aquellas novelas y películas sirvieron de combustible para sus canciones. Además, Landau fue un catalizador de la entrada de Springsteen en el gran negocio, animándole a tocar en locales mayores y superar sus primeras y desastrosas actuaciones en el Madison Square Garden. Y le animó a pensar en sí mismo como hacía Otis Redding: como artista y entertainer en un escenario muy grande.
Algunos críticos han descrito a Landau como un Svengali avaricioso, un coronel Parker o algo peor aún. Pero la gente del mundo musical con la que he hablado rechaza toda idea de influencia maligna o dominante sobre Springsteen. “La idea de que esté manipulado es ridícula”, dice Danny Goldberg, que lo conoce desde hace más de treinta años. Según Goldberg, que ha sido manager de Nirvana y Sonic Youth, “es Bruce el que utiliza a Jon para conseguir un completo control artístico”. A Landau le duele cualquier insinuación de que esté controlando de algún modo a su cliente o sea responsable de su trayectoria. “El principio fundamental de un manager es ser el hombre de confianza del artista. Sus intereses son lo primero –dice–. Así que cuando estás trabajando con él, sea en lo que sea, la primera pregunta es: ‘¿Qué es lo mejor para Bruce?’. Springsteen –sigue diciendo–, es la persona más lista que he conocido. No la más informada ni la más instruida, pero sí la más lista. Siempre que te enfrentas con una situación, una cuestión práctica, un problema artístico, su análisis de la gente que participa es exquisito. Va muy por delante”.
Hace una década hubo un momento en que Springsteen premió a Landau, que en sus tiempos había soñado con ser una estrella del rock, llamándolo al escenario. “Una noche, Bruce me dijo que me colgara una guitarra cuando llegáramos a Dancing in the Dark y estuve saliendo cinco o seis noches –me contó una vez Landau en el camerino–. Es un subidón tremendo. Pero la séptima noche dijo: ‘Mira, es estupendo que salgas al escenario. Pero estaba pensando que tal vez esta noche deberíamos darte un descanso’”.
—¿Quieres decir que estoy despedido? –preguntó Landau.
Springsteen sonrió y respondió:
—Bueno, sí. Más o menos es eso.
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A medida que Springsteen iba conociendo más el mundo, se volvió mucho más político. No fue así desde el principio. En 1972 había tocado en un pequeño acto en beneficio de George McGovern en un cine de Red Bank, pero de joven la música le interesaba casi exclusivamente como fuente de liberación personal. No había establecido ninguna conexión entre las idas y venidas de su padre y las realidades del desempleo, la depresión de Freehold y la ola de desindustrialización.
Ya se podía notar una conciencia política en Darkness on the Edge of Town, y esta fue creciendo en los años siguientes. Empezó a encontrar la voz para hacerlo a base de lecturas –el entusiasmo de Landau desempeñó un papel aquí– y viajes, y sobre todo escuchando música country y folk: a Hank Williams y Woody Guthrie. Springsteen sabía que ya no le quedaba más que decir acerca de noches desesperadas en autopistas de peaje; quería componer canciones que pudiera cantar un adulto, sobre el matrimonio, sobre la paternidad y sobre cuestiones sociales importantes. Después de escuchar una y otra vez a Hank Williams, afirmó que las canciones pasaban “del archivo a la vida”. Lo que antes le había parecido “quejumbroso y pasado de moda” ahora era profundo y sombrío. Williams representaba “los blues adultos” y la música de la clase trabajadora. “El country me atraía por su naturaleza misma, el country era provinciano y yo también –dijo Springsteen hace poco en Austin–. Yo me sentía un tipo corriente con un don un poco por encima de lo corriente […] y el country habla de la verdad que emana de tu sudor, de tu bar del barrio, de tu tienda de la esquina”. Leyó la biografía de Woody Guthrie escrita por Joe Klein. Leyó las memorias de Morris Dees, abogado de los derechos civiles, y del activista antibélico Ron Kovic.
Todo esto se refleja en los himnos proletarios de Darkness on the Edge of Town, en el quejido acústico de Nebraska e incluso en el himno pop Born in the USA. Ahora cantaba sobre los veteranos de Vietnam, los trabajadores inmigrantes, las clases, las divisiones sociales, las ciudades desindustrializadas y los pueblos estadounidenses olvidados, pero nunca en un idioma que pusiera en peligro a “Bruce”, la icónica estrella del rock para toda la familia. En escena empezó a cantar himnos a sus causas y a pedir donativos para los bancos de alimentos locales, pero el lenguaje nunca era amenazador ni disuasorio, y las recaudaciones en la puerta y las ventas de discos eran más que fabulosas.
Hubo quien detectó en todo esto el hedor de la santurronería. En 1985, James Wolcott, entusiasta del punk y la nueva ola, se declaró harto de la “sinceridad hortera” de Springsteen y del nivel de elogios que le dedicaban “los pijos urbanitas”. “La devoción ha empezado a acumularse alrededor de la cabeza rizada de Springsteen como la niebla en la cumbre de una montaña –escribió Wolcott en Vanity Fair–. La montaña no tiene la culpa de la niebla, pero aun así la reverencia se está poniendo espantosamente pesada”. Para Tom Carson, el problema era la insuficiencia de radicalismo, el hecho de que Springsteen siguiera siendo en el fondo un progre convencional. Springsteen creía que el rock and roll era básicamente sano –escribió Carson en el L. A. Weekly–. Era una alternativa, una vía de escape, pero no una rebelión, ni como ruta hacia la sexualidad prohibida o el bienestar social ni, por extensión, como rechazo de la sociedad convencional. Para él, el rock redimía a la sociedad convencional”.
En el mercado del rock de estadios, ese nivel de convencionalismo era una virtud, no una limitación. A mediados de la década de 1980, Springsteen era la mayor estrella de rock del mundo, capaz de agotar las entradas en el estadio de los Giants durante diez noches seguidas. Era tan poco amenazador para los valores estadounidenses que en 1984 George Will fue a verlo. Con pajarita, chaqueta cruzada y tapones en los oídos, Will vio actuar a Springsteen en Washington y escribió una columna titulada Un Yankee Doodle Springsteen: “No tengo ni idea de la postura política de Springsteen. […] No es un quejica, y sus denuncias de fábricas cerradas y otros problemas siempre parecen puntuadas por una grandiosa y animosa afirmación: ‘¡Nacido en Estados Unidos!’”. Una semana después, Ronald Reagan fue a Nueva Jersey para pronunciar un discurso de campaña. Siguiendo el ejemplo de Will, Reagan afirmó: “El futuro de Estados Unidos se apoya en mil sueños en vuestros corazones; se apoya en el mensaje de esperanza de canciones que muchos jóvenes estadounidenses admiran: las de Bruce Springsteen, de Nueva Jersey”.
Springsteen quedó espantado. Después dijo que Born in the USA era la canción más malinterpretada desde Louie, Louie, y empezó a cantar una versión acústica que la despojaba de su grandilocuencia y resaltaba sus tonos más sombríos. Desde el escenario decía: “Bueno, el presidente mencionó mi nombre en su discurso del otro día y yo empecé a preguntarme cuál de mis álbumes es su favorito, ¿sabéis? No creo que sea Nebraska. No creo que ese lo haya escuchado”. Y después tocaba Johnny 99, la triste historia de un trabajador del automóvil despedido que, borracho y desesperado, mata a un dependiente nocturno en un atraco frustrado.
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Una vez, alguien le dijo a Paul McCartney que los Beatles eran “antimaterialistas”. McCartney se echó a reír. “Eso es un enorme mito –respondió–. John y yo nos sentábamos y decíamos literalmente: ‘Ahora, vamos a componer una piscina’”.
Con el álbum Born in the USA, Springsteen combinó la virtud política y el atractivo popular, la protesta y la fiesta. Cuando estaba componiendo las canciones para el álbum que después fue Born in the USA, Landau le dijo que tenían un disco excelente, pero que todavía no tenían una piscina. Necesitaban un éxito de ventas.
“Mira, he escrito noventa canciones –respondió Springsteen–. Si quieres otra, escríbela tú”. Y después se retiró enfurruñado a su suite del hotel y compuso Dancing in the Dark. La letra reflejaba la agotadora frustración de un artista que “no tiene nada que decir”, pero la música –una filigrana pop sostenida por una pegadiza línea de sintetizador– entraba con mucha facilidad. “Fui tan lejos como quise en dirección a la música pop, y probablemente un poco más –recordaba Springsteen en un texto para su libro de letras, Songs–. Mis héroes, desde Hank Williams a Frank Sinatra y Bob Dylan, eran músicos populares. Tenían éxitos. Había mérito en intentar conectar con un público grande”. Born in the USA fue disco de platino y se convirtió en el más vendido de 1985 y de la carrera de Springsteen.
Cuando Springsteen y Van Zandt eran jóvenes, tenían sueños de Cadillac rosa, fantasías de riqueza y gloria rocanrolera. “Yo sabía que nunca sería Woody Guthrie –recordaba Springsteen en Austin–. A mí me gustaba Elvis, me gustaba demasiado el Cadillac rosa. Me gusta lo sencillo y la sensación espontánea y momentánea de los éxitos pop. Me gusta hacer mucho ruido y, a mi manera, me gustan los lujos y las comodidades de ser una estrella”. Compró una mansión de catorce millones de dólares en Beverly Hills. Mantuvo la amistad con sus viejos compañeros de correrías de Jersey, pero también hizo nuevos amigos, amigos famosos. Cuando se casó con una actriz llamada Julianne Phillips en 1985, fueron de luna de miel a la villa de Gianni Versace en el lago de Como. Después vinieron coches y motocicletas de época, un estudio de grabación con los últimos adelantos, caballos y la señal definitiva del ascenso social: una granja orgánica. Las giras crecieron hasta proporciones de gran empresa: jets privados, hoteles de cinco estrellas, catering de lujo, fisioterapeutas, gestión eficiente.
Springsteen era consciente de la cómica contradicción: el multimillonario que en su personaje teatral es la voz de los desposeídos. Muy de vez en cuando, en sus letras se ha filtrado alguna punzada de incomodidad por esto. A finales de la década de 1980, Springsteen le tocó a Van Zandt Ain’t Got You, que apareció en su álbum Tunnel of Love. La letra habla de un tipo al que se le paga “el rescate de un Rey” por hacer lo que le sale de manera natural, que tiene “la suerte del cielo” y una “casa llena de Rembrandts y obras de arte de valor incalculable”, pero al que le falta el cariño de su ser amado. Van Zandt reconoció la autoburla, pero no le importó. Estaba horrorizado.
“Tuvimos una de las mayores peleas de nuestra vida –recuerda Van Zandt–. Yo le dije: ‘¿Qué coño es esto?’, y él me respondió: ‘Bueno, ¿qué quieres decir?, es la verdad, es lo que soy, es mi vida’. Y yo: ‘Qué gilipollez. La gente no necesita que le hables de tu vida. A nadie le importa un pepino tu vida. Te necesitan para sus vidas. Ese es tu trabajo. Darles alguna lógica, razón, simpatía y pasión en este mundo frío, fragmentado y confuso; ese es tu don, explicarles sus vidas. Sus vidas, no la tuya’. Y seguimos peleándonos y peleándonos. Él dijo: ‘Que te jodan’, y yo: ‘Que te jodan a ti’. Y creo que algo de lo que yo dije surtió efecto”.
Además, Springsteen estaba experimentando períodos de depresión mucho más serios que el ocasional sentimiento de culpa por ser “un hombre rico con camisa de pobre”, como canta en Better Days. Un nubarrón de crisis se cernía sobre él cuando estaba terminando su obra maestra acústica Nebraska, en 1982. Fue en coche desde la Costa Este hasta California y después condujo de vuelta. “Tenía sentimientos suicidas –cuenta su amigo y biógrafo Dave Marsh–. La depresión en sí no era sorprendente. Había subido como un cohete, de la nada a ser algo, y ahora le besaban el culo día y noche, con lo que puede que empezara a tener algunos conflictos interiores sobre lo que de verdad valía”.
Springsteen empezó a plantearse por qué sus relaciones eran tan fugaces. Y tampoco podía librarse del pasado, de la sensación de que había heredado el aislamiento depresivo de su padre. Durante años, estuvo conduciendo de noche hasta la vieja casa de sus padres en Freehold, hasta tres o cuatro veces por semana. En 1982 empezó a visitar a un psicoterapeuta. Años después, en un concierto, Springsteen presentó la canción My Father’s House recordando lo que le había dicho el terapeuta sobre aquellos viajes nocturnos a Freehold. “Dijo: ‘Lo que haces indica que crees que ocurrió algo malo, y vuelves pensando que puedes corregirlo. Algo salió mal, y tú sigues volviendo para ver si puedes arreglarlo o enderezarlo de algún modo’. Yo le dije: ‘Pues sí, eso es lo que hago’. Y él me contestó: ‘Pues no puedes’”.
Quizá la riqueza extrema hubiera hecho realidad todos los sueños de Cadillacs rosas, pero no sirvió para ahuyentar la depresión. Springsteen estaba dando conciertos que duraban casi cuatro horas, impulsado, según decía, “por el puro miedo, y por el desprecio y el odio a mí mismo”. Tocaba durante tanto tiempo no solo para impresionar al público, sino también para agotarse. En escena mantenía a raya a la vida real.
“Mis problemas no eran tan obvios como los relacionados con las drogas –contó Springsteen–. Los míos eran diferentes, eran más tranquilos, igual de problemáticos pero más tranquilos. En todos los artistas, debido al lastre de la historia y al autodesprecio, hay una enorme tendencia hacia esa anulación de ti mismo que se da en el escenario. Son las dos cosas: hay un enorme descubrimiento de uno mismo y, al mismo tiempo, un abandono del yo. Durante esas horas te libras de ti mismo; desaparecen todas las voces dentro de tu cabeza. Simplemente, desaparecen. No hay sitio para ellas. Hay una sola voz, la voz con la que estás hablando”.
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La vida de Springsteen en las dos últimas décadas ha sido, según todas las apariencias, notablemente estable. En 1991 se casó con Patti Scialfa, una habitual del ambiente musical de Asbury Park que se había unido a la banda como cantante. El padre de Scialfa era constructor, y ella había estudiado música en la Universidad de Nueva York.
Mientras Springsteen estaba de gira, fui en coche a Colts Neck, donde él y Patti viven en una granja de ciento cincuenta hectáreas. Tienen tres hijos, dos chicos y una chica, y cuando los niños eran pequeños, la familia vivía más cerca de la costa, en Rumson, Nueva Jersey. Rumson es un sitio rico, al estilo provinciano. Colts Neck se parece más a Middleburg, Virginia. Allí vive gente muy encopetada, y también Queen Latifah. Los Springsteen tienen asimismo casas en Beverly Hills y en Wellington, Florida.
Springsteen no es inmune a las ventajas de su buena suerte (“Vivo en la cumbre”), pero Patti, que se crió cerca de él aunque con mucho más dinero, ve las cosas más a lo grande. Cuando se mudaron a Colts Neck, contrató a Rose Tarlow, una diseñadora de interiores que había trabajado para su amigo David Geffen, para que diseñara la casa. Cuando llegué, un guardia de seguridad me condujo a un complejo de garajes transformado en estudio de grabación y una serie de salitas. Las paredes estaban decoradas con fotografías de, sobre todo, Bruce Springsteen, y las mesas y estanterías estaban repletas de libros sobre música popular, con especial insistencia en Presley, Dylan, Guthrie y Springsteen. Había un televisor enorme, una cafetera exprés y un bastón enmarcado que perteneció a Elvis, que en 1973 rompió en un ataque de rabia.
Al cabo de un rato apareció Patti Scialfa, arrastrada por dos grandes y bamboleantes pastores alemanes. Era una mujer alta y esbelta de cincuenta y muchos años, con una llamativa mata de pelo rojo, amable y sonriente, que me ofreció agua al estilo moderno; también parecía un poco nerviosa. Scialfa, como su marido, disfruta de una vida sumamente regalada, pero su posición es extraña y no suele hablar de ello en público. En los conciertos actúa a la izquierda de Springsteen, a dos micrófonos de distancia, una posición ideal desde la que observar noche tras noche las miles de miradas hambrientas dirigidas hacia él. Scialfa ha grabado tres álbumes propios. En la E Street Band, a la que se incorporó hace veintiocho años, toca la guitarra acústica y canta, pero, según me explicó: “tengo que decir que mi papel en la banda es más figurativo que musical”. En escena, su guitarra apenas se oye, y es solo una de las muchas voces de acompañamiento. No obstante, nadie entre el público ignora que es la mujer de Springsteen –su “chica de Jersey”, su “mujer pelirroja”, como dicen las canciones–, y en cualquier momento de la función puede coquetear con él en el escenario, rechazarlo, desmayarse o bailar. La E Street Band es un conjunto de personajes, no solo de músicos, y Scialfa interpreta hábilmente su papel de la Amada y Perpleja Esposa, así como Van Zandt interpreta el suyo de Mejor Amigo. “A veces me siento frustrada cuando me gustaría añadir algo nuevo al menú, pero en la banda, en el contexto de la banda, no hay sitio para eso”, me dijo.
En las dos últimas giras, Scialfa ha sido una presencia intermitente. Se pierde algunos conciertos para estar con sus hijos: el mayor, Evan, acaba de graduarse en la Universidad de Boston; la chica, Jessica, estudia en Duke y es amazona en un circuito hípico internacional, y el pequeño, Sam, ingresará este otoño en la Universidad de Bard. Estar con los chicos ha sido una prioridad. “Cuando era joven, me sentía muy, muy vulnerable –me contó Scialfa–, y quería que las cosas fueran relajadas y estables, que hubiera alguien en la casa y asegurarme de que se sintieran apoyados cuando iban al colegio”. Y añade: “La parte más difícil es repartirte, la sensación de que no estás haciendo bien ninguna de tus tareas”.
Costó trabajo lograr que Springsteen, un “aislacionista” por naturaleza, se comprometiera en un auténtico matrimonio y resistiera el impulso de concentrarse solo en su música y sus actuaciones. “Ahora veo que dos de los mejores días de mi vida –le contó a un periodista de Rolling Stone– fueron el día en que cogí la guitarra y el día en que aprendí a dejarla”.
Scialfa sonrió al oír esto. “Cuando eres tan serio, tan creativo y tan desconfiado a nivel íntimo, y cuando tu arte te ha dado tanto, tu capacidad de crear algo se convierte en tu medicina –dijo–. Eso es lo único que te ha dado esa estabilidad, esa alegría, esa autoestima. Y te pones en plan: ‘Esta parte de mí no la va a tocar nadie’. Cuando eres joven, eso funciona, porque te lleva de A a B. Cuando te haces mayor, cuando estás intentando tener una familia e hijos, eso no funciona. Creo que algunos artistas pueden ser propensos a proteger el pozo del que sacan su inspiración, y lo hacen tan bien que en realidad están protegiendo al mismo tiempo partes malignas de sí mismos. Empiezas a ver que algo se ha roto. No es una simple cuestión de ser el mítico lobo solitario; algo se ha roto. Bruce es muy listo. Quería una familia, quería una relación, y se esforzó mucho, muchísimo, tanto como lo hace con su música”.
Le pregunté a Patti cómo lo consiguió Bruce. “Evidentemente, con terapia –respondió–. Fue capaz de mirarse a sí mismo y combatirlo”. Y, sin embargo, nada de esto ha permitido a Springsteen manifestarse con libertad y claridad. “Eso no me asustó –señaló Scialfa–. Yo también he sufrido depresión, así que sabía lo que le pasaba. Depresión clínica. Sabía de qué iba la cosa. Me sentía muy semejante a él”.
En sus primeros tiempos de pareja, la idea que tenían Bruce y Patti de unas vacaciones perfectas era subirse al coche e ir al valle de la Muerte, coger una habitación en un hotel barato, sin televisión ni teléfono, y simplemente quedarse allí. Ahora es más probable que vayan de viaje con los chicos o recorran el Mediterráneo en el yate de David Geffen. “Recuerdo cuando mi familia se volvió bastante rica y algunas personas intentaban que nos sintiéramos mal por ser ricos –dice–. Lo fundamental es esto: si tu arte está intacto, tu arte está intacto. ¿Quién escribió Anna Karenina? ¿Tolstói? ¡Era un aristócrata! ¿Y por eso es menos válida su obra? Si tienes la suerte de poseer auténtico talento, y lo has alimentado, explotado, protegido y vigilado, ¿acaso vas a perderlo? ¡Lo puedes perder sentándote a la puerta de tu casa y bebiendo vino barato! No hace falta que vivas la gran vida”.
Tal como lo ve Springsteen, el talento creativo siempre se ha alimentado de las corrientes más oscuras de su psique, y la riqueza no garantiza la felicidad. “Llevo treinta años de análisis –dijo–. Mira, no puedes subestimar el sutil poder del odio a ti mismo. Piensas: ‘No me gusta nada de lo que veo, no me gusta nada de lo que hago, pero tengo que cambiar, necesito transformarme’. No conozco un solo artista que no utilice ese combustible. Si estuviera demasiado satisfecho de sí mismo, nadie haría nada, demonios. Brando no habría actuado. Dylan no habría compuesto Like a Rolling Stone, James Brown no habría gritado “¡Ugh!”. No habría buscado ese efecto que es tan difícil. Es una motivación, ese elemento de ‘tengo que rehacerme, rehacer mi pueblo, rehacer a mi público’, el deseo de renovación”.
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Wrecking Ball es un disco tan político como What’s Going On?, Rage Against the Machine o It Takes a Nation of Millions to Hold Us Back. Tras los escarceos políticos de Springsteen en los años ochenta, se fue comprometiendo cada vez más con cuestiones sociales. Cantó sobre el sida (Streets of Philadelphia), la emigración (The Ghost of Tom Joad), la expropiación (Spare Parts) y la guerra de Irak (Last to Die). Desde el escenario pronunciaba discursos sobre “la extradición, las escuchas ilegales, la inducción a la abstención o el incumplimiento del habeas corpus”. Por todo esto fue atacado por Bill O’Reilly, Glenn Beck e incluso un columnista del Times, John Tierney, que escribió: “El cantante que grabó Greetings from Asbury Park parece haber cruzado ideológicamente el Hudson: Greetings from Central Park West”. En 2004 hizo campaña por John Kerry, y en 2008 se mostró aún más entusiasta con Barack Obama, colgando en su página web una declaración que decía de Obama: “le habla al Estados Unidos que yo he imaginado en mi música durante los últimos treinta y cinco años, una nación generosa con una ciudadanía dispuesta a afrontar problemas sutiles y complejos, un país interesado en su destino colectivo y en el potencial de su espíritu comunitario”. En un concierto en el Monumento a Lincoln antes de la toma de posesión de Obama, Springsteen interpretó The Rising con un coro de góspel y cantó con Pete Seeger This Land Is Your Land, de Woody Guthrie, incluyendo, por sugerencia de Seeger, las dos últimas estrofas “radicales” (“Allí había un muro muy alto / que intentó detenerme. / Había un enorme letrero / que ponía ‘Propiedad privada’. / Pero por el otro lado / no decía nada. / Ese lado se hizo para ti y para mí”).
Las canciones de Wrecking Ball fueron compuestas antes del movimiento Occupy Wall Street, pero reflejan su rabia contra los que no asumen responsabilidades. We Are Alive traza una línea entre los fantasmas de los huelguistas oprimidos, los manifestantes por los derechos civiles y los trabajadores, y su estribillo es una especie de comunión entre los muertos y una llamada a los vivos: “Estamos vivos / y aunque nuestros cuerpos yacen solos aquí en la oscuridad, / nuestros espíritus se alzan / para llevar el fuego y encender la chispa”. A pesar de todo esto, la postura política –tanto en Wrecking Ball como en sus predecesores– no es verdaderamente radical. Está cargada de una insistencia progre en que el patriotismo estadounidense tiene menos que ver con la primacía de los mercados que con un sentido rooseveltiano de la justicia y un sentimiento común de pertenencia.
Una noche le pregunté a Springsteen qué esperaba que hicieran sus canciones políticas por la gente que va a los conciertos a pasárselo bien. Meneó la cabeza y dijo: “En el mejor de los casos, funcionan en el límite mismo de la política, aunque procuran dirigirse a su centro. Tienes que entender que el camino es largo y siempre ha habido gente haciendo alguna versión de lo que nosotros hacemos en esta gira, y habrá otros que lo hagan después de nosotros. Yo creo que una de las cosas que este disco intenta hacer es recordarle a la gente que existe una continuidad que pasa de generación en generación, un conjunto de ideas expresadas de mil maneras diferentes: libros, protestas, ensayos, canciones, en torno a la mesa de la cocina… Estas ideas están siempre presentes. Y tú eres una gota de lluvia”.
Springsteen admira a Obama por la ley de asistencia sanitaria, por rescatar a la industria del automóvil, por la retirada de Irak y por matar a Osama bin Laden, y, en cambio, está decepcionado por sus fracasos en lo referente a cerrar Guantánamo y nombrar a más defensores de la justicia económica, y percibe un increíble favoritismo hacia las grandes corporaciones; los habituales elogios y quejas de los progresistas. No tiene claro que vaya a participar en otra campaña. “Lo hice dos veces porque las cosas estaban muy negras –dijo–. Me pareció que si alguna vez iba a gastar el poco capital político que tengo, aquel era el momento de hacerlo. Pero ese capital disminuye cuanto más lo usas. No digo que no lo vaya a hacer, y todavía me gusta apoyar al presidente. Es una cosa que no hice en mucho tiempo y no tengo planes de salir ahí todas las veces”.
A Springsteen se le ha acusado de tomarse a sí mismo demasiado en serio, y el micromundo que lo rodea lo toma tan en serio que una persona de fuera puede llegar a percibirlo como una burbuja de devoción. Pero Springsteen también puede burlarse de sí mismo. Hace dos años, en el programa de Jimmy Fallon, accedió a vestirse como lo hacía en los tiempos de Born to Run –barba, gafas negras de aviador, gorra blanda de chulo, chupa de cuero– y salió con Fallon, que iba disfrazado de Neil Young, a cantar una versión medio en serio medio en broma de Whip My Hair, de Willow Smith. Es difícil imaginar a Bob Dylan vestido con ropa de trabajo como en The Times They Are A-Changin’ y recreando su antigua personalidad. En un programa más reciente Fallon, disfrazado de nuevo de Neil Young, volvió a invitar a Springsteen, esta vez con su imagen reforzada de tío de Jersey de los años ochenta, incluida una camisa vaquera sin mangas. Cantaron juntos una canción festiva del dúo pop LMFAO, Sexy and I Know It: “Estoy en bañador procurando broncearme las mejillas. […] Soy sexy y lo sé”.
Como autor y como intérprete, Springsteen domina una serie de temas y estados de ánimo: cómico y grandioso, político y atolondrado. A medida que la gira progresaba, fue alterando el repertorio, de manera que cada concierto pareciera hecho a medida para la ocasión. En el Apollo afirmó que la música soul había sido la educación de la banda: “Estudiamos todas las asignaturas. ¿Geografía? Nos aprendimos la situación exacta del Funky Broadway. ¿Historia? A Change Is Gonna Come. ¿Matemáticas? 99 and a Half Won’t Do, joder”. En Austin, Springsteen celebró el centenario del nacimiento de Woody Guthrie iniciando el concierto con el lamento del trabajador errante, I Ain’t Got No Home, y cerrándolo con This Land Is Your Land.
En Tampa, Springsteen cantó American Skin (41 Shots), que compuso después de que la policía acribillara a tiros a Amadou Diallo, pero en esa ocasión estaba dedicada a Trayvon Martin, el joven negro desarmado al que mataron en Sanford, Florida. En la primera de las dos noches en Filadelfia, Springsteen rindió homenaje a sus raíces costeras, tocando dos semirrarezas de los primeros años de su discografía, Seaside Bar Song y Does This Bus Stop at 82nd Street? En una incursión entre el público, encontró a la madre de Max Weinberg, de noventa y siete años, y le dio un beso. La noche siguiente, subió al escenario a su propia madre, Adele, de ochenta y siete, y bailó con ella Dancing in the Dark. En Nueva Jersey, Springsteen se volcó en el homenaje a Clarence Clemons. Durante la última canción, Tenth Avenue Freeze Out, mandó parar la música después del verso “el Big Man se ha unido a la banda” y en las pantallas situadas encima del escenario se proyectó una película de Clemons. (“Tío, casi no pude aguantar aquello –me contó después el percusionista Everett Bradley–. Estaba llorando a mares”).
En todos los conciertos, la diferencia más llamativa entre la vieja E Street Band y la nueva era la creciente prominencia que se le daba a Jake Clemons. Cada vez tocaba con más fuerza y parecía más dispuesto a ocupar el centro del escenario. Después de unos cuantos conciertos, cruzaba el escenario haciendo moonwalking. Y, sin embargo, cada vez que Springsteen rendía homenaje a Clarence Clemons, Jake parecía abrumado y se golpeaba el pecho en señal de respeto a su tío y agradecimiento por la respuesta del público. “Todo el mundo quiere formar parte de algo más grande que uno –dijo Jake–. Un concierto de Springsteen es un montón de cosas, y en parte es una experiencia religiosa. A lo mejor es de la estirpe de David, un pastor que puede tocar una música bellísima, de modo que los locos se vuelven menos locos y el rey Saúl puede por fin relajarse. La religión es un sistema de reglas, orden y expectativas, que une a la gente en un propósito. Existe de verdad un componente de Bruce que es sobrenatural. ¡Bruce es Moisés! ¡Sacó a su pueblo del país de la música disco!”.
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Una noche, cuando Springsteen estaba esperando para actuar, le pregunté cómo creía que su constitución interior le había llevado a ser el artista e intérprete que es. “Probablemente, trabajé más que cualquier otro que yo conozca”, afirmó. Pero creía que en el fondo había también un componente psicológico. “Busqué algo que necesitaba hacer. Es un trabajo lleno de ego, vanidad y narcisismo, y para hacerlo bien necesitas todas esas cosas. Pero no puedes dejar que esas cosas te dominen. Necesitas todas esas cosas, pero relativamente controladas. Y si les preguntas a mis amigos o a algunos miembros de mi familia, lo que para mí es control relativo puede que para ellos no sea control. Está relativamente controlado en comparación con otra gente que hace lo mismo que yo. Pero necesitas esas cosas porque lo que te impulsa son tus necesidades, la pura hambre y la pura necesidad de excitar a la gente y excitarte tú hasta un estado más elevado. La gente ha buscado eso durante toda la historia de la civilización. Es un trabajo extraño, y para mucha gente es un trabajo peligroso. Pero esas cosas son la raíz del asunto”.
En mayo, la gira emprendió tres meses de actuaciones en estadios de Europa. En Barcelona, Springsteen se alojaba en una suite con terraza privada y jacuzzi en el Florida, un hotel fabuloso en una colina que domina la ciudad; la banda y el equipo lo hicieron en el Arts, un hotel de cinco estrellas en la playa. Por la tarde, una caravana de furgonetas Mercedes negras transportó a los músicos (algunos miembros de la banda tienen sus propios asistentes de viaje) al estadio olímpico para la prueba de sonido. Borra de tu mente todas las imágenes de la leyenda del rock: olvídate de los baterías locos desplomados en un vestuario del estadio entre una niebla de droga dura; olvídate de los técnicos tirando televisores y botellas vacías de Jack Daniels desde los balcones del hotel a la piscina. El equipo de gira de Springsteen es aproximadamente tan decadente como los Ice Capades. Los miembros de la banda hablan de que echan de menos a sus hijos, del jet lag, de la cobertura wifi en el hotel.
“Para tener éxito en estos tiempos, vale más ser un atleta que un drogadicto –me dijo Van Zandt–. Pasas por la fase de las drogas y la bebida, y si sales de ella ves que todas las recompensas están en la longevidad. La longevidad es más divertida que las drogas. Y después está el negocio. Para eso necesitas tener la cabeza despejada”.
El estrato superior del negocio de los conciertos de música pop está, como Silicon Valley, dominado por un pequeño número de empresas: Lady Gaga, Madonna, U2, Jon Bon Jovi, Jay-Z y muy pocas más. De aquí para abajo, el descenso es vertiginoso. Springsteen ya no está en la fase “beatlemanía” de mediados de la década de 1980 –un período de pequeños disturbios en los alrededores de sus hoteles–, pero todavía es capaz de agotar las entradas en los estadios del circuito I-95 y otras ciudades de Estados Unidos. Y en Europa es aún más popular. En 1985, el pataleo rítmico de sus fans en el Ullevi, un campo de fútbol de Gotemburgo, dañó los cimientos, un episodio conocido en la leyenda de Springsteen como “la vez que Bruce rompió un estadio”. En Europa, ese espíritu persiste.
Es probable que la gira para promocionar Wrecking Ball dure un año. James Brown actuaba muchas más veces en un año, pero nunca hacía conciertos tan largos ni tan absolutamente agotadores. Algunas noches, Springsteen se queda un rato más en su camerino, haciendo acopio de fuerzas para todas las carreras, saltos y gritos, pero nunca ha pensado en dejar de hacerlo.
“Una vez que la gente ha comprado las entradas, yo no tengo esa opción –me dijo. Estábamos solos en un enorme camerino improvisado de Barcelona–. Recuerda, también estamos llevando un negocio, así que hay un intercambio comercial y esa entrada es mi contrato. Esa entrada significa que yo te prometo que voy a ir al límite todas las veces que pueda. Ese es mi contrato. Y desde que era un chaval me lo he tomado muy en serio”. Aunque hay noches en las que se siente vacío en el camerino, el escenario siempre ejerce su magia. “De pronto, la fatiga desaparece. Tiene lugar una transformación. Eso es lo que vendemos. Estamos vendiendo esa posibilidad. Es casi de risa: salgo al escenario y… zas, ‘¿Estáis listos para transformaros?’. ¿Qué? ¿En un concierto de rock? ¿Por un tío con una guitarra? En parte es una chapuza y en parte es ‘Venga, vamos a hacerlo, a ver si podemos’”.
Un regalo que Springsteen le ha hecho a su cuerpo son más días libres, que le dejan tiempo para su familia, para hacer ejercicio, para escuchar música, para ver películas, para leer. Últimamente está enganchado a la novela rusa. “Es una compensación por lo que uno se perdió la primera vez –dijo–. Tengo sesenta y tantos años y me digo: ‘¡Hay un montón de rusos de esos! ¿A qué viene tanto alboroto? Así que sentí curiosidad. Era un libro increíble, Los hermanos Karamázov. Después leí El jugador. El rollo social de la primera parte me pareció menos interesante, pero la segunda mitad, sobre la obsesión, era divertida. Aquello me llegaba. Yo era muy fan de John Cheever, y cuando me metí en Chéjov pude ver de dónde venía Cheever. Y era muy fan de Philip Roth, así que me metí en Saul Bellow, leí Augie March. Todo eso son conexiones nuevas para mí. ¡Es como descubrir ahora que los Stones tocaban canciones de Chuck Berry!”.
Springsteen está sentado al lado de una mesita baja cubierta de púas, cejillas, armónicas y papeles con listas de canciones escritas con rotulador negro grueso. Después de la prueba de sonido, intenta imaginar la actuación de esta noche. El resto de la banda y el equipo están más allá, en el catering, un economato improvisado. El menú de esta noche es jarrete de ternera, mero y varias opciones vegetarianas, por no mencionar la media docena de tipos de ensalada y un amplio surtido de postres. (“¿Has probado esa cosa española de plátano? ¡Es asombrosa!”). Los miembros de la banda esperan a que Springsteen reparta la lista de canciones de esta noche. Los veteranos están tranquilos, pero los miembros más jóvenes aguardan con cierta inquietud. “Siempre estoy angustiado, tengo pesadillas con que incluya un tema que yo jamás haya oído quince minutos antes de salir al escenario”, dice Jake Clemons.
A miles de fans, muchos de los cuales han estado esperando fuera desde por la mañana, se les permite entrar en el estadio a las seis de la tarde, para un concierto que no empezará hasta las diez. Me fijo en un grupo de jóvenes españoles que lleva una pancarta que pone en inglés: “Bruce, gracias por hacer mejores nuestras vidas”. Intento imaginarme un letrero como ese para… ¿quién? ¿Lou Reed? ¿AC/DC? ¿Bon Jovi? (“Richie Sambora, gracias por hacer mejores nuestras vidas”. Lo dudo). El ultrasincero intercambio entre Springsteen y sus fans, que parece empalagoso a los no iniciados y los no interesados, es lo que le distingue, a él y a sus actuaciones. Lleva así cuarenta años y todavía, una hora antes de salir al escenario, sigue intentando que esa transacción tenga sentido.
“Estás aislado, pero quieres hablarle a alguien –dijo Springsteen–. Tienes muy poco poder y buscas causar impacto, que se reconozca que estás vivo y que existes. Espero que la gente salga del recinto donde tocamos con una sensación algo más positiva de cuáles son sus opciones, emocionalmente y tal vez colectivamente. Tú les das un poco de poder y ellos te dan poder a ti. Todo es una batalla contra la futilidad y la soledad existencial. Es como si todos estuviéramos apretujados alrededor del fuego, intentando librarnos de esa sensación de lo inevitable. Eso es lo que hacemos los unos por los otros”.
“Intento dar el tipo de espectáculo que el chaval de la primera fila nunca olvide –continuó–. Nos esforzamos por estar a tu lado y punto, que te unas a nosotros y nos permitas unirnos a ti para el viaje, para todo el viaje. En eso trabajamos todo el tiempo, y este espectáculo es la última entrega y, en muchos sentidos, la más complicada, porque en muchos aspectos tiene que ver con el final de ese viaje. Hay chavales que vienen al concierto y que nunca han visto a la banda con Clarence Clemons y Danny Federici, unos tíos que estuvieron treinta años en el grupo. Así que nuestro trabajo es honrar a las personas que estuvieron en ese escenario, dando el mejor espectáculo que hemos ofrecido nunca. Para hacer eso, tienes que asumir tus pérdidas y tus derrotas en igual medida que tus victorias. Y todo esto es finito, aunque puede que falte mucho para el final. Terminamos la velada con una especie de fiesta, pero no es una fiesta sin complicaciones. Es una fiesta de la vida. Eso es lo que intentamos ofrecer”.
Un par de semanas antes, falleció una de las tías más queridas de Springsteen. Y ahora, un día antes del primer concierto en Barcelona, en Red Bank ha muerto Mary Van Zandt, la madre de Steve. “Cuando yo era pequeño, las muertes eran frecuentes –dijo Springsteen–. Luego llega un período en el que, a menos que ocurran accidentes, no hay muertes, y a continuación llegas a otro período en el que vuelven a ser frecuentes. Hemos entrado en esa fase”.
Poco después, tras haber cambiado sus vaqueros de calle por sus vaqueros de escena, Springsteen recorre con la banda un túnel del estadio, en dirección al escenario. Lo último que ve antes de acercarse al micro y a la explosión lumínica de los focos, es un rótulo pegado al último escalón que pone “Barcelona”. Pocos años atrás, en un estadio de Auburn Hills, Bruce no paraba de saludar al público con gritos de “¡Hola, Ohio!”, hasta que Van Zandt se lo llevó a un lado y le dijo que estaban en Michigan.
Springsteen mira el rótulo y se sitúa bajo los focos.
“¡Hola, Barcelona! –le grita a un mar de cuarenta y cinco mil personas–. ¡Hola, Cataluña!”.
Este texto está incluido en la selección de reportajes publicado por la Editorial Debate con el título Reportero, traducidos por Efrén del Valle Peñamil y Juan Manuel Ibeas Salgado, y que recoge piezas que aparecieron en el semanario The New Yorker. El artículo original, titulado We are alive. Bruce Springsteen at sixty-two, fue publicado en la revista el 30 de julio de 2012.
David Remnick es periodista. Director de la revista The New Yorker desde 1998 comenzó su carrera de reportero en The Washington Post en 1982. Es autor de varios libros, algunos publicados en español, como La tumba de Lenin (que le valió el premio Pulitzer) y Rey del mundo: Muhammad Ali y el nacimiento de un héroe americano. En FronteraD hemos publicado Epílogo a ‘El puente. Vida y ascenso de Barack Obama’.