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Mientras tantoEstampas de Portugal (1)

Estampas de Portugal (1)


Señales en la ruta. Foto del autor.

Looking forward was happiness–that’s all–nothing more.

Joseph Conrad, Under Western Eyes

 

El tipo me llevó en su Seat desde la salida de Vigo hasta la entrada de Tui y, tras contarme con muchos detalles una historia disparatada de su negocio de cultivo de marihuana, me dijo adiós en un peaje de la carretera.

Tenía el pelo canoso y largo, la camiseta y el jean manchados de tierra, como si con ellos se hubiera metido entre las plantas. Me aseguró que desde la caseta de peaje encontraría alguien que me llevaría, lo poco que faltaba hasta la frontera.

Ni bien me bajé con el morral–comprado en Lima, cuya calidad lamentaría en la ruta– un Guardia Civil se acercó y me pidió documentos. Mi visa era válida por un par de meses. Respondí a su interrogatorio: me iba a Lisboa tirando dedo.

Al rato se detuvo una Citroen con dos muchachos que ofrecieron llevarme hasta Viana do Castelo. Me dijeron que corrían tabla, en portuñol. Antes de dejarme en la pista me señalaron unas cabañas entre los árboles y una playa. Entendí que ahí pasaban el verano.

Me recogió un auto pequeño, creo que un Fiat, y una familia que hablaba poco–una madre que nunca me miró, un padre que les hizo una seña a sus dos hijos para que me dejaran un espacio en el asiento trasero. Fue un viaje silencioso. Sin embargo, me dejaron a la entrada de Porto. El hombre apuntó una dirección y me dijo que estaba muy cerca del albergue. Hizo un gesto de «que te vaya bien», mientras sus hijos miraban hacia otro lado. Me coloqué el morral a la espalda y empecé a caminar.

A la mañana siguiente caminé con el morral hacia el centro y observé a la gente que transitaba por las calles. Me dispuse a quedarme entre el bullicio de Porto para partir al amanecer.

Ya oscurecía cuando se me acercaron tres muchachos africanos. Se les veía radiantes, disfrutando la noche. Me invitaron a quedarme en su alojamiento y yo acepté. Iban a comerse un helado y los seguí. Cuando me dispuse a pagar el mío, el vendedor me dijo: «ellos dijeron que tú pagas». Los africanos saboreaban su helado sin mirarme. Como ahorraba en albergue pensé que bien podía gastarme unos euros, así que –tomando nota– los pagué.

Ellos pidieron un taxi para regresar al alojamiento. Me dejaron ir al lado del chofer, los tres se acomodaron en el asiento de atrás y desde ahí dieron las instrucciones.

Íbamos por una avenida en pendiente, oscura. Las calles eran estrechas. Algo estaba mal porque el chofer alzaba la voz, pedía instrucciones precisas y los africanos solo respondían «más adelante, más adelante». El taxista lo hizo un par de veces hasta que se detuvo y gritó que no iba más si no le decían a dónde. Los africanos abrieron la puerta y se bajaron. Los vi alejarse sin prisa, riendo y conversando.

El taxista gritaba furioso y yo le expliqué que podía pagarle si me regresaba al centro. Eso pareció cambiarle el ánimo. Un taxi se detuvo en el sentido contrario y su chofer conversó con el mío. Le dijo: «Es una pena que no tuvieras una pistola». De regreso, en un portugués muy rápido, el taxista me explicó que sólo había aceptado la carrera porque me vio con ellos. Creyó que eran mis amigos. «Yo nunca llevo negros», me dijo.

Me dejó en el mismo lugar. Yo estaba exhausto. Descansé el morral sobre una vereda, apoyé la cabeza sobre él y me dormí. En algún momento me despertó la gente que salía de un espectáculo. Observándolos encontré los ojos de una mujer muy bien vestida. Me miraba con asco.

Era fines de septiembre. Empezaba a sentir frío. Miré las puertas abiertas de una iglesia. Acomodé el morral en una banca cerca de la puerta y me propuse dormir al lado de él. En algún momento me sacudieron el hombro. Una señora que barría entre las bancas, me dijo que tendría que irme al amanecer. Asentí. Apenas vi el sol me levanté. Con el morral a cuestas seguí unos letreros con flechas que apuntaban hacia Lisboa.

Caminé mucho (ahora me sorprende encontrar en Google Maps que solo hay tres horas de auto entre Porto y Lisboa). Recuerdo el sol que cruzaba el cielo. Recuerdo la sed y el hambre. Pensé que la buena suerte se me había terminado, que por fin estaba varado. Pasadas las cuatro de la tarde, pasó por mi lado una Jeep y se detuvo.

Manejaba un hombre de lentes oscuros. Iba solo. Me dijo que tirara el morral atrás, que me sentara adelante. Tal vez tenía cuarente años. Hizo preguntas y parecieron gustarle mis respuestas. Yo estaba en un asqueroso estado de alegría. Me previno que nos íbamos a detener a almorzar. Era un puesto al lado del camino. Me sugirió que pidiera un emparedado y una bebida, y dijo que me iba a invitar.

Esa tarde comí el sandwich más delicioso de mi vida. El hombre me contó que de joven también había recorrido Portugal como yo. Dijo que dormía en tiendas montadas al lado de los ríos. Que se alimentaba de sardinas y lo que pescaba. Dijo que esa iba a ser su vida, pero que su padre tenía una fábrica y se murió de improviso. Que al ser su único hijo le tocó encargarse del negocio. Escuchándolo pensaba en lo sencilla que puede ser la vida.

Me dijo su nombre pero lo he olvidado.

Quizá él recuerde aún que alguna vez llevó a un peruano hambriento hasta el pueblo de Leiría. Que ese muchacho había estado viviendo en Coruña y quería llegar a Lisboa. Que después quería ir a Londres antes de volverse al Perú.

Tal vez recordará que no dijo nada de quedarse en Nueva York.

El morral barato (y de mala calidad, made in Polvos Azules) al lado de la ruta portuguesa. Foto del autor.

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