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Mientras tantoEstampas egipcias: siglo XIX, siglo XXI

Estampas egipcias: siglo XIX, siglo XXI


 

 

Siglo XIX. Durante la larga decadencia decimonónica del Imperio Otomano comenzó a configurarse un Oriente Medio de fronteras absurdas. Por aquel entonces, se inició también la injerencia extranjera que dura hasta nuestros días.

 

El escritor portugués Eça de Queiroz, que en 1869 había viajado a Egipto para asistir a la inauguración del Canal de Suez, publicó en el el otoño de 1882 unos artículos en los que trataba de analizar el movimiento revolucionario nacionalista en curso liderado por Arabi, militar de origen campesino que intentó poner fin al gobierno despótico ilustrado -más despótico que ilustrado- de la dinastía Pachá (jedives que gobernaban el país desde comienzos del siglo XIX) al tiempo que se relevaba contra la dominación europea del país.

 

La revuelta de Arabi,entre 1881 y 1882, inquietó tanto al Imperio Otomano como a Inglaterra y Francia, sobre todo a la primera: los británicos, dependientes de su poderío naval, habían comprado un buen número de acciones de la empresa que gestionaba el canal de Suez. Se temía que Arabi cancelase la ingente deuda externa contraída por el regente egipcio y que tomase el control del canal (como haría menos de un siglo después otro militar revolucionario, el coronel Nasser). Queiroz se muestra muy crítico con la postura de las cancillerías occidentales: “Arabi no negaba la deuda externa, contraída por el espléndido vividor Ismail Pachá, reconocida por la nación y garantizada por su honor: pero no aceptaba que Francia e Inglaterra estuvieran instaladas en El Cairo junto a los cofres a la espera de la llegada de los impuestos para agenciarse una parte leonina; de tal suerte que, para satisfacer la voracidad del acreedor europeo, se molía con tributos a los campesinos quienes, por más que se extenuasen día y noche, al final debían recurrir al usurero europeo. ¡Cosa estupenda! Europa se presentaba oficialmente como acreedora y, para asegurarse el cobro, abastecía secretamente al deudor…[…] Las potencias occidentales «intercambiaron impresiones», según la hedionda frase diplomática, y acordaron que Egipto «estaba sumido en la anarquía» […] Egipto estaba «sumido en la anarquía» y por tanto competía a Inglaterra, como gran potencia oriental, defender esa parte preciosa de la tierra egipcia, el canal de Suez, y evitar que cayese en las manos de Arabi o de cualquier otro dictador musulmán hostil a los beneficios de la civilización”. Se decidió entonces una fuerte intervención militar que terminaría con la revolución de Arabi, condenado a muerte y más tarde enviado al exilio a Ceilán, de donde regresaría tan sólo en 1911. Las tropas británicas permanecerían en Egipto hasta la Guerra Fría.

 

La lectura de Estampas egipcias (Impedimenta, 2012, en traducción del poeta Martín López-Vega) nos permite comprobar que, en ciertos aspectos, han cambiado pocas cosas en Egipto. Si en los primeros artículos del libro, Queiroz describe con una prosa brillante sus impresiones de su viaje a Egipto en 1869, con motivo de la apertura del Canal de Suez, en la segunda parte nos explica con una relativa claridad las maniobras diplomáticas -el propio Queiroz era diplomático- que impidieron que la historia egipcia evolucionase por cauces menos intervenidos. Aunque Arabi no era “un Mazzini, ni un Louis Blanc” para Queiroz “tenía tres o cuatro ideas que, de haber una Europa decente que le permitiese realizarlas, podrían ser el comienzo de un nuevo Egipto, un Egipto dueño de sí mismo, un Egipto por sí mismo gobernado, un «Egipto para los egipcios»; y no una raza colosal dada en feudo a la familia de Mehmet Alí, y mucho menos un refectorio franco para los hambrientos europeos”.

 

Siglo XXI. La periodista española Olga Rodríguez dedica gran parte de su último y reciente libro de crónicas sobre Oriente Medio, Yo muero hoy. Las revueltas en el mundo árabe (Debate, 2012), a la última revolución que ha tenido lugar en Egipto. Una revolución civil incompleta, aún en marcha, que ha conseguido descabezar al régimen pero no desmantelar su sólida estructura: el corazón del poder autocrático, esencialmente militar, sigue latiendo a pleno rendimiento. Con la victoria electoral de los Hermanos Musulmanes, eso sí, se han modificado sustancialmente los equilibrios de poder dentro del país,. Las incógnitas sobre el futuro del país son muchas. Ni siquiera los analistas locales son capaces de despejar algunas de las más importantes: el compromiso democrático y el respeto a los sectores laicos de la población por parte de la Hermandad y el resultado de su, en principio, antinatural alianza con la cúpula militar egipcia.

 

En las páginas de Yo muero hoy Rodríguez nos ofrece la crónica de su reencuentro con egipcios que llevan arriesgando su integridad desde hace varios años para cambiar el estado de las cosas en su país. Jóvenes bloggers, sindicalistas y activistas de Derechos Humanos que desde hace más de una década han llevado a cabo una labor sin la cual difícilmente se hubiera conseguido una capacidad de convocatoria y concienciación como la que se logró en las vibrantes jornadas de la Plaza Tahrir. En su anterior libro de crónicas orientales, El hombre mojado no teme a la lluvia (Debate, 2009), Rodríguez ya nos había puesto sobre alerta acerca estos movimientos sociales engendrados en el cinturón industrial de El Cairo que luchaban por arrancar pequeñas contrapartidas económicas y sociales a un régimen nada dispuesto a concederlas, y que para resistirse al cambio opuso una estrategia de detenciones arbitrarias, torturas y largas condenas de cárcel.

 

Rodríguez siguió las protestas a pie de plaza recogiendo los comentarios y sensaciones de los manifestantes -siendo testigo también de la violenta represión del régimen- y combina sus impresiones con notas que explican la reciente historia del país, sus alianzas internacionales y sus pilares sociales y de gobierno.

 

Por si no está claro a estas alturas, tal vez convenga recordar que los problemas que afrontan los países árabes tienen mucho más que ver con deficiencias sociales, económicas y políticas que con los asuntos religiosos y confesionales. El ascendente de los Hermanos Musulmanes entre las poblaciones de varios países árabes se basa, además de en sus proclamas religiosas, en los beneficios que ha comportado su red de asistencia social -pan, educación y sanida- para unas poblaciones pobres que nunca han recibido esas prestaciones por parte de un Estado inoperante en ese sentido. También ofrecen una aspiración de justicia social: no sólo el pan alimenta. En otras palabras, la debilidad de los Estados árabes condiciona la fortaleza de organizaciones político religiosas como los Hermanos Musulmanes, Hamás o Hezbolá. Vasos comunicantes. El panorama sería otro bien distinto si durante los años 70 y 80 los régimenes no se hubiera dedicado a exiliar, reprimir y eliminar (no necesariamente en este orden de intensidad) a los movimientos laicos de izquierdas que surgieron en esos países: de fondo, el apoyo tácito, o expreso y entusiasta, de las potencias occidentales.

 

Por otra parte, como Rodríguez aclara en el prólogo de Yo muero hoy, resulta un tanto absurdo simplificar realidades más complejas de lo que pueden explicar las breves noticias de agencia a las que los medios han encomendado gran parte de su información internacional: “Los levantamientos [árabes], con sus reivindicaciones democráticas, han desvelado que no todos los musulmanes son islamistas, que hay islamistas demócratas, árabes que no son musulmanes, árabes cristianos, y musulmanes que desean estados laicos. Las revueltas han demostrado que hay musulmanas feministas, árabes ateos y personas que buscan libertad e independencia a través de ideales progresistas”.

 

Hay que tener también en cuenta el componente nacionalista de estas revueltas. Un nacionalismo con toques panarabistas actualizados -la cuestión Palestina, por ejemplo, inevitablemente en el centro argumentativo de muchas polémicas- que cuestiona modelos de gobierno autocráticos respaldados por potencias occidentales. El caso de Egipto es paradigmático: desde hace varias décadas EEUU entrega al gobierno egipcio grandes cantidades de dinero, unos 1300-1500 millones de dólares anuales: Egipto es el país que más ayuda estadounidense recibe tras Israel. ¿Destino de ese dinero? Básicamente gasto militar y de seguridad. El prestamista se beneficia de sus préstamos por partida doble: el conglomerado armamentístico y de seguridad estadounidense obtiene unos elevados beneficios y Washington se asegura un régimen amigo, capaz de contener las reivindicaciones sociales en el país árabe más poblado. Estados Unidos también consigue asegurarse unos relevantes intereses geopolíticos: por ejemplo, el mantenimiento de unos acuerdos de paz firmados con Israel por Sadat en 1979, militar convertido en político que sería asesinado precisamente por un miembro de los Hermanos Musulmanes.

 

El libro de Olga Rodríguez se ocupa, además de la revuelta en Egipcio, de las revueltas en Túnez, Libia, Siria, Yemen y Bahréin (uno de los pocos países árabes con mayoría chiíta, para inquietud de Arabia Saudí, otro los actores relevantes de la zona). No cabe duda de que en el futuro de estos seis países están contenidas unas significativas promesas de mejora tras las revueltas de los últimos dos años. Pero también existen muchas amenazas concretas que hacen preveer que, en la mayoría de los casos, muchas cosas han cambiado para que todo siga igual. O incluso peor: pocas cosas tan dramáticas como las esperanzas sociales defraudadas cuando las posibilidades de cambio real y profundo se vieron tan cerca.

 

A pesar de todo -incluso a pesar del presente- esperemos que tanto el viejo Egipto como los jóvenes y viejos revolucionarios egipcios hagan suyo el comentario que realizó el escritor Naguib Mahfuz en sus últimos años: “A mi edad, resultaría indecoroso ser pesimista”.

 

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