Ciudades fantasma, calles desiertas, delfines surcando los canales de Venecia, las aguas de ríos y mares más cristalinas que nunca, el aire de las grandes urbes de repente respirable. Solo que apenas hemos podido salir a la calle para disfrutar de esta súbita eclosión de silencio, de paz, de regeneración de la naturaleza. Es esta una calma tensa, desasosegante. Pero imaginemos, no dejemos nunca de imaginar.
Si ahora fuéramos libres, en esta extraña primavera sin antecedentes, y la pesadilla que vivimos fuera una ficción, pasearíamos por las calles de las ciudades solo por el placer de caminar, tomaríamos un café en una terraza escuchando el canto de los pájaros; en lugar de sortear multitudes y vehículos, nos sentaríamos en un banco de la plaza a hablar con un amigo o a leer un libro, los niños jugarían libres en la calle, circularíamos en bicicleta por la ciudad sin temor a ser atropellados o a respirar gases tóxicos; visitaríamos, sin hacer colas interminables, los museos, o tomaríamos el sol en la playa sin más ruido que el rumor de las olas.
Hoy un virus maligno ha detenido el mundo. Pero sabemos que existen otros virus, no necesariamente físicos o informáticos, que nos acechan y nos destruyen. Aquí queremos detenernos en una plaga, también pandémica, aparentemente más benigna que la del virus que hoy asola el mundo, pero de efectos no poco devastadores, y que sin embargo hoy muchos echan de menos, como es comprensible, porque es el sustento de millones de personas y supone el motor económico de un sinnúmero de países: el turismo de masas. Sobre esta plaga precisamente nos invita a reflexionar Gran Hotel Europa, la gran novela de Ilja Leonard Pfeijffer, escritor holandés residente en Italia, publicada por De Arbeiderspers en 2018. La obra ha cosechado un gran éxito de crítica y de público en los Países Bajos, y el año próximo Acantilado tiene prevista su publicación en español, en traducción de Gonzalo Fernández.
El fenómeno del turismo de masas como materia literaria no es nuevo y ha sido objeto de varios estudios académicos. El concepto en sí, “turismo de masas”, se relaciona estrechamente con la capacidad de viajar de la clase media, que aumenta exponencialmente en las últimas décadas del siglo pasado, y posee sin duda una connotación negativa: algunos lo han calificado incluso de “undécima plaga bíblica” por su potencia destructora de los modos de vida autóctonos y del medio ambiente. Por otro lado, su significado es ambiguo: a veces no se refiere tanto al número de turistas sino al mencionado impacto negativo que el turismo desbocado puede causar en el ámbito local y en el espacio natural. Particularmente en España, uno de los países europeos de mayor afluencia turística desde la década de los 60 del pasado siglo, en especial del llamado turismo “de costa y playa” (el de las ciudades será posterior) destacan algunas novelas que se hacen eco de esta problemática, como Antagonía (1981), de Luis Goytisolo; El Tercer Reich (1989), de Roberto Bolaño, y la más reciente, Crematorio (2007), de Rafael Chirbes, según expone Antonio Herrería Fernández en su trabajo Turismo y novela: el espacio turístico de la costa en la novela española contemporánea. A juicio de este investigador, “la importancia de estas novelas radica en su habilidad para anticiparse y abordar de modo crítico los sentimientos colectivos respecto al turismo de masas”. Y, en efecto, así es cómo la literatura aborda esta plaga de nuestros días: mediante la formulación estética de un sentimiento colectivo de inquietud que invita a la reflexión y que cuestiona un modelo de turismo depredador que, paradójicamente, acaba por destruir precisamente aquello que atrae a la gente.
Pero volvamos a Grand Hotel Europa, una obra extensa de más de 500 páginas, que en realidad es una amalgama de ficción y ensayo, una novela de ideas con numerosas historias intercaladas que toca muchos y variados asuntos, una obra densa pero amena, no exenta de ironía y de planteamientos que rozan en ocasiones la incorrección política. El hilo argumental es la historia del protagonista, Ilja, alter ego del propio autor, un escritor holandés de éxito que se instala por tiempo indefinido en el antiguo y decadente Hotel Europa después de sufrir una crisis personal como consecuencia de la ruptura con su pareja, Clio, una historiadora del arte italiana, experta en Caravaggio, con la que ha vivido una apasionada historia de amor. Ilja se recluye en el hotel, de ubicación indeterminada, que pronto se revelará como alegoría de una Europa decadente y nostálgica de su pasado, para reconstruir en su escritura, a modo de terapia, su relación con Clio, a quien conoce en Génova y con quien se instala a vivir en Venecia. Durante su estancia en el hotel, mientras escribe y reconstruye su vida pasada, el escritor conoce a diversos clientes del hotel –algunos de ellos personajes entrañables, otros hilarantes–, que le darán pie a reflexionar sobre numerosos asuntos: la inmigración, el contraste entre la Europa del norte y del sur, las diferencias culturales entre europeos y norteamericanos, el individualismo frente al sentimiento de pertenencia a la comunidad, y, en especial, el turismo de masas y la decadencia de Europa como potencia política, militar y económica y su reconversión en parque temático del mundo. Uno de los proyectos del protagonista es el de escribir el guion para un documental sobre el fenómeno del turismo de masas, que en alusión a la célebre novela de García Márquez, pretende titular El amor en los tiempos del turismo de masas, estableciendo así una conexión entre su propia experiencia sentimental y el fenómeno del turismo de masas en Venecia, la ciudad en que vivió su gran amor con Clio, nombre, por cierto, que remite a una de las musas de la mitología griega. La intertextualidad está, en efecto, muy presente en esta magna obra en la que abundan las referencias, algunas explícitas, otras menos evidentes, a diversas obras literarias, como por ejemplo: La montaña mágica de Thomas Mann (el retiro en un hotel); El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad (el descenso personal a los infiernos), o La civilización del espectáculo, de Mario Vargas Llosa (la trivialización de la cultura).
Pero centrémonos en el tema que nos ocupa: ¿cómo presenta el autor en esta gran novela el problema del turismo de masas? Si bien lo focaliza en Venecia, lo extiende también a otros lugares del mundo, en especial a su propio país: el centro de Ámsterdam es ya impracticable por la invasión turística y por los precios elevados de las viviendas debido en gran parte al alquiler turístico fomentado por Airbnb; y el pintoresco pueblo de Giethoorn se ha convertido en un jardín de recreo para cientos de miles de chinos que a veces confunden los buzones de las casas particulares con papeleras. Es hilarante la escena en que un vecino del pueblo se encuentra un pañal de bebé sucio en su buzón. Pero el autor nos lleva también a otros lugares, mientras prepara el documental que pretende describir los efectos del turismo sobre la vida local: Génova, Cinque Terre, Malta, Skopie; y no faltan referencias a la India y a algunos países latinoamericanos y africanos. Por cierto, el proyecto del documental, en el que colaboran personas de varias nacionalidades europeas, acabará fracasando, en clara alusión a otro de los temas que preocupa al autor: la fragmentación de Europa y la dificultad de alcanzar acuerdos entre las naciones que integran el continente en declive.
Ilja Leonard Pfeijffer analiza muy a fondo el fenómeno del turismo de masas en esta obra, con frecuencia en forma ensayística y mediante diálogos entre el autor y otros personajes, y recurriendo no pocas veces al humor. Poco podría imaginar el escritor holandés cuando escribió su libro hace un par de años que la paradoja, que tanto abunda en su descripción de este fenómeno, se impondría de forma brutal con la pandemia de la Covid-19. En palabras de Paolo Costa, quien fue durante unos años alcalde de Venecia: “La paradoja es que el coronavirus ha llegado para resolver un problema que imaginábamos creciente, para liberar Venecia del monocultivo del turismo”. Precisamente, la gran paradoja del turismo masivo –que destruye todo lo que atrae–, es un fenómeno que, en toda su tragedia, a Pfeijffer le resulta fascinante desde un punto de vista “filosófico” y que además suscita otros temas igualmente interesantes desde esta perspectiva, como la relación entre realidad y ficción. Sabemos que lo que más detestan ciertos tipos de turistas es ser tomados por turistas; muchos de nosotros habremos sentido alguna vez esa embarazosa sensación. El autor/narrador nos arranca de nuevo una sonrisa con su hilarante descripción de los turistas según su vestimenta y comportamiento, y de sí mismo cuando de joven viajaba por el mundo intentando no ser confundido con el típico turista armado de cámara y mapa, y menos aún, con sus compatriotas holandeses, que activaban en él los resortes de la vergüenza ajena. Recuerda Pfeijffer en este contexto la famosa paradoja de Epiménedes: todos los cretenses mienten, dijo un cretense. De la misma manera, cuando viajamos por el extranjero, afirmamos que todos los turistas son terribles e intentamos disimular nuestra vergonzosa condición. Y, por si no bastara con la paradoja anterior, los turistas que detestan a otros turistas viajan sin embargo tras el rastro de esos otros turistas, pues no quieren perderse las maravillosas experiencias de las que estos alardean en sus redes sociales y, sobre todo, quieren ir a los lugares donde estos otros turistas han evitado a otros turistas. Muchos de ellos, en especial aquellos que visitan destinos exóticos, fomentados por los vuelos de bajo coste, tienen cada vez menos valor o fantasía para realizar sus propios descubrimientos, porque sus vacaciones suelen ser breves, necesitan sacar el máximo partido de su tiempo (con el consecuente estrés), no quieren riesgos y por lo tanto siguen los caminos trillados: buscan destinos maravillosos ya “certificados”. A pesar de que la mayoría de turistas visita los mismos sitios (publicitados por webs y redes sociales), a estos turistas les gusta verse a sí mismos como “viajeros” (categoría que consideran superior a la de turista) y su mayor ilusión es vivir experiencias que llaman “auténticas” y que luego publicarán en sus redes sociales, porque esa experiencia única define su identidad. Antes las vacaciones eran un periodo de descanso, ahora, para muchos, son la manera de crear un perfil propio. Lo que eres se define por los selfies que te haces, y cuanto más exótico el lugar, más especial eres y más puntos acumulas para remarcar tu personalidad y ganar popularidad entre tus friends. Entramos aquí en el terreno del autoengaño, nos advierte el autor; nos creamos ficciones que nos creemos, porque así damos sentido a nuestras vidas, aunque sea de forma artificial. ¿Por qué queremos ver la Mona Lisa en un museo invadido por turistas que apenas nos permiten ver el cuadro? Según Pfeijffer, no es por la belleza del cuadro, ya que existen obras de Leonardo da Vinci aún más bellas, sino por la experiencia de ver en la realidad una obra famosa, a pesar de que en una reproducción se apreciaría mucho mejor. En el fondo, no es la obra en sí misma lo que buscamos, sino la sensación de proximidad, la experiencia única que nos proporciona un relato, preferentemente sellado con un selfie. Indica Pfeijffer que la autenticidad es una construcción; para ser realmente quienes queremos ser, debemos tornarnos en caricaturas de nosotros mismos, e invoca en este sentido a Píndaro y Nietzsche.
El fenómeno del turismo de masas es pues, en palabras del autor, “la polarización extrema del concepto cada vez más problemático de la autenticidad”. La paradoja se impone de nuevo: la autenticidad queda destruida por los buscadores de la autenticidad. Y no solo esto, como los empresarios turísticos conocen bien este anhelo de los viajeros, construyen todo tipo de apariencias de autenticidad. Así, señala Pfeijffer, en Las Vegas se reconstruyó el Canal Grande de Venecia; en Tianducheng (China), se hizo una réplica del centro de París para turistas, con torre Eiffel incluida; en Shanghái existe una copia hecha a tamaño natural del pueblo holandés de Giethoorn; en África, algunos avispados montan orfanatos falsos para complacer el ansia de autenticidad de los turistas y su necesidad de hacer el bien; en Manila, Río de Janeiro o Johannesburgo se practica el llamado slum tourism, o turismo de favelas, que ofrece experiencias autocalificadas como auténticas, en que se recorren zonas degradadas de las ciudades, presentadas como pobres pero felices. En Venecia podemos comprar máscaras de carnaval “auténticas” fabricadas en China. De este modo se torna cada vez más tenue la línea que separa la realidad de la ficción, los hechos del fake, el mundo real del mundo virtual. Este juego entre la realidad y la apariencia se manifiesta también en aspectos triviales, aunque en el fondo bastante significativos, como es la vestimenta del turista. Con gran dosis de humor, el autor nos recuerda que mientras que los turistas ricos visten de cualquier manera, los camareros, los porteros de los hoteles de lujo, los vigilantes de museo y otros empleados son los que hoy en día visten con formalidad. En cierto momento de nuestra historia más reciente, las clases sociales intercambiaron sus prendas. Otra paradoja: la clase social más acomodada se reconoce porque se permite tener un aspecto lo más descuidado posible, en especial durante sus vacaciones. Si bien están orgullosos de sus salarios y de su posición social, el mayor símbolo de estatus son las chanclas y las bermudas. Si te encuentras a alguien vestido así en la oficina de una multinacional, nos señala el autor, ya sabes que el es el pez gordo que puede permitirse ese aspecto. Por otra parte, el turista medio expone sus sonrosadas carnes en lugares no siempre apropiados para ello y ensucia las ciudades históricas del viejo continente con “un gusto horrible”.
El deterioro de la imagen del turista arquetípico ha hecho que abunden cada vez más aquellos que huyen de esta etiqueta y se autoproclaman, no sin orgullo, “viajeros”, en especial los que recorren países lejanos y exóticos, y que presumen de que el viaje les enriquece, porque les confronta consigo mismos y porque entran en contacto con la población local. En realidad, según Pfeijffer, estas personas son aventureros hedonistas que practican el escapismo para desconectar de sus problemas y no pensar. Su huida es, en el fondo, egoísta. Los contactos que se establecen con la población local suelen ser superficiales, pues una interacción más profunda requiere tiempo y esfuerzo; su adicción al extrañamiento les impulsa a viajar de continuo y les mantiene al margen de todo; su propia sensación de libertad la encuentran más interesante que vivir cerca de las personas queridas de su entorno. Además, la obsesión por no parecer turistas hace que muchos de estos viajeros se desvíen de los circuitos turísticos normales, que son los que están preparados para recibir turismo. Otra manifiesta paradoja: con la idea de que están haciendo el bien con su forma alternativa de viajar estos viajeros no se dan cuenta del efecto negativo que sus viajes, supuestamente “auténticos”, pueden ocasionar, empezando por la contaminación que causan los numerosos vuelos de larga distancia. Y es que el viajero que se aprovecha de la hospitalidad de un miembro de alguna localidad perdida de un país tercermundista, de la que luego contará estupendas historias, no se da cuenta que esa hospitalidad no es mutua. El viajero toma, pero en realidad no ofrece nada. En las zonas turísticas está desigualdad se neutraliza con las transacciones económicas, pero fuera de estas zonas la asimetría es brutal. A veces incluso los viajes confirman los prejuicios en lugar de combatirlos, pues el viajero suele ir en busca de las imágenes más tópicas. En realidad, señala Pfeijffer, también estos viajeros son turistas que están de vacaciones, aunque estas sean más largas, pues durante este tiempo carecen de obligaciones. En el fondo, también ellos solo buscan lo externo, por mucho que se imaginen el viaje como metáfora del crecimiento espiritual. Así pues, la antonimia, frecuentemente invocada, entre los conceptos “turista” y “viajero” queda en gran parte diluida con estas reflexiones.
Por otra parte, mientras Europa estimula el turismo, cierra sus puertas a la inmigración, otro de los asuntos que Pfeijffer desarrolla extensamente en esta obra dando voz al botones del hotel, Abdul, inmigrante de origen árabe, cuya dura historia de refugiado, como se revelará en cierto momento de la novela, presenta curiosas coincidencias con la Eneida de Virgilio. El turismo contrasta incómodamente con otras formas de migración que son consecuencia de la globalización y que consideramos problemáticas. Mientras abrimos nuestras fronteras y somos hospitalarios con los extranjeros que acuden a gastar su dinero, queremos cerrarlas para los extranjeros que vienen a ganarse la vida. Otra paradoja, sí, aunque mucho más dramática. Ambas formas de migración interfieren entre sí de un modo, cuando menos, desagradable: los turistas en el mar mediterráneo nadan en una fosa común. Y mientras tanto los occidentales viajan a modo de diversión y con toda naturalidad a países a los que privamos del derecho a viajar a Occidente, practicando una especie de “turismo de desgracia” que pone de manifiesto la injusticia de la desigualdad económica.
Al margen del ya tradicional turismo de costa y playa, el de ciudades ha aumentado exponencialmente en las últimas décadas. Una ciudad entregada al turismo vende su alma, afirma el autor, que conoce bien los estragos que el dinero fácil ocasiona en Venecia o en su propia ciudad, Ámsterdam, donde florecen los negocios pintorescos y las tiendas de queso en las que a ningún holandés se le ocurriría comprar queso. El turismo es un negocio que beneficia a muchos, sí, pero al mismo tiempo ocasiona importantes gastos a las administraciones; además, gran parte del dinero que se genera con esta industria no se reinvierte en el negocio, sino que acaba en manos de grandes empresas, mientras que los trabajadores reciben salarios temporales miserables. El turismo de masas es un fenómeno históricamente muy reciente, lo que tal vez explica que no estamos aún preparados para hacerle frente, pero, y esto es una cuestión central de esta magna novela de ideas, el turismo es sólo el síntoma de algo mucho más profundo y serio: el problema de la decadencia europea. Pfeijffer, que es especialista en filología clásica, y conoce bien la historia y cultura europeas, ofrece en esta obra una imagen bastante desoladora de nuestro continente “viejo y cansado”, anclado en viejos tiempos y presa fácil de los mensajes nostálgicos del populismo de derechas, fuertemente nacionalista, que atribuye el declive a la pérdida de valores judeo-cristianos por la presión de la islamización de Europa como consecuencia de la inmigración. Muy al contrario, señala Pfeijffer, la esperanza para Europa está en la integración, la federalización y la unidad, sin olvidar que los inmigrantes son un obsequio para el viejo continente en lugar de una amenaza. Y es que hay que tener presente que, desde el punto de vista económico, y también militar, Europa ha sido definitivamente superada por las potencias mundiales de Asia y América, nuestros bienes de uso diario se fabrican en China o en India, y gran parte de nuestra economía depende del turismo (como se está viendo, de forma trágica, en estos terribles días de la Covid-19).
Nuestra civilización, nacida en Atenas y Jerusalén, fruto de la razón y de la revelación, se ahoga en su propia historia, concluye Pfeijffer. La identidad europea está atrapada en el pasado, y, a falta de alternativas, este pasado se vende en el mercado globalizado. Para evitar la venta de los cascos históricos de nuestras ciudades, las administraciones deben tener la potestad de intervenir en el espacio público en que los particulares, por intereses lucrativos, se rinden al mal gusto de un tipo de turismo no precisamente de calidad. Desde su profundo amor por la cultura europea, Pfeijffer aboga por la necesidad de concienciar a la gente de que el turismo de masas, tal como se presenta hoy, no hay que estimularlo, sino combatirlo, y fomentar formas alternativas más sostenibles y respetuosas con el entorno local y con el medio ambiente. Hoy, en estos días de sufrimiento para el sector turístico devastado por la pandemia, y del que dependen tantísimas personas (sabemos que en España genera más del 12% del Productor Interior Bruto), las ideas que Pfeijffer expone en Gran Hotel Europa pueden servir de estímulo para repensar un modelo de turismo que no solo ha destrozado las costas sino que ha convertido los centros históricos de las más bellas ciudades europeas en grandes decorados –llenos de restaurantes, hoteles, pisos turísticos y tiendas para turistas–, que los residentes se ven forzados a abandonar; un turismo masificado que, como hoy adviertan ya muchas voces, provoca grandes daños sociales, estructurales y medioambientales. Hoy, más que nunca, en este desolado receso que nos ha impuesto un maléfico virus que sin embargo (oh, paradoja) nos invita a soñar en un mundo mejor, somos conscientes de que hay buscar alternativas a este modelo de turismo que nos da de comer a la vez que nos mata. De lo contrario corremos el riesgo de que toda Europa se convierta en una gran Venecia: un inmenso parque temático. De esto ya advirtió en 2012 el director de cine italiano Andreas Pichler con su documental El síndrome de Venecia, en que relata cómo la Serenissima se ha convertido en una ciudad fantasma, abandonada por los venecianos, donde todo está al servicio del turismo que llega al puerto en monstruosos cruceros contaminantes. Cees Nooteboom, otro escritor holandés, de reconocido prestigio, acaba de escribir un ensayo dedicado precisamente a Venecia (Venecia. El león, la ciudad y el agua, que publicará este otoño Ediciones Siruela, en traducción mía), un canto a la belleza de esta ciudad que tanto ama, un recorrido apasionado por su arte, sus iglesias, sus monumentos, sus mercados y su cementerio, en ese tono reflexivo y poético tan propio de Nooteboom, pero al mismo tiempo un lamento, una elegía por la lenta agonía de esta singular ciudad acuática, que al igual que Ámsterdam, ha vendido su alma. Amor y muerte unidos, no hay mayor paradoja.