(Foto: José Luis Pujol)
No es extraño que no comprendamos bien aquello que nos ocurre en un tiempo confuso como el actual. Nos salva la capacidad de amar, de vincularnos a otros y admitir las carencias que tenemos. Estamos muy expuestos, con vínculos muy frágiles, que hacen que las relaciones empiecen y acaben rápidamente. Si sumamos la inestabilidad en el trabajo, nos quedan pocas seguridades. Más desnudos ante el dolor, ante la angustia. Quienes sean capaces de generar vínculos sólidos con los otros, las personas que estén conectadas afectivamente y puedan transmitir a otros su preocupación van a soportar, en general, mejor las dificultades. De esto y otras muchas situaciones he hablado con el doctor Esteban Fernández Hinojosa a propósito de su ensayo Qué es la enfermedad (Editorial Senderos). Fernández Hinojosa optó por especializarse en Medicina Intensiva (Hospital Universitario Virgen del Rocío de Sevilla), y vive casi a diario situaciones extremas, esas noches oscuras con las que nos sorprende la vida, en las que la ciencia no alcanza para sanar al que afronta sus últimos días. Porque ya sabemos que somos gente limitada, que hacemos lo que podemos y que tenemos la posibilidad de poder disfrutar de experiencias estupendas. Lo demás, lo intentamos resolver como podemos. Y metemos la pata, nos equivocamos… El presente ensayo, con prólogo de Javier Gomá, “pretende tejer un hilo de Ariadna que explore la posibilidad de una versión sana de lo humano en convivencia con las dificultades de la estructura general del mundo, y aspira al ideal de una vida saludable que concilie el mundo con las limitaciones de nuestra frágil constitución”. Sin olvidarnos del alma en la que la inteligencia, la emoción y el pensamiento confluyen como en una perfecta coreografía.
Autor de varios artículos en revistas y libros de su especialidad, además de articulista en el diario ABC y miembro de la Real Academia de Medicina de Cádiz, Fernández Hinojosa vive muy pegado a las inquietudes del hombre y a los grandes retos de la medicina y la ciencia actual. Les invito a compartir con el autor cierta seducción por el arte de vivir, eso que el sabio Montaigne llamó “la más ardua de las ciencias”
¿Qué es la enfermedad?
Creo que es la constante cuestión que acompaña a todo profesional en el ejercicio de esta vocación. Como prolegómeno del final del vivir, la enfermedad es un acontecimiento cotidiano en medicina. Ese conjunto de instantes personalísimos, que se viven con algunos pacientes, no deja de conmover el alma del médico para entender la enfermedad como algo que trasciende los límites orgánicos. En este pequeño ensayo se escrutan, con una actitud casi socrática, ciertas asunciones médicas sobre lo que es sano o enfermo. Digamos, ante todo, que es una experiencia humana tan profunda que supera la praxis médica; un momento vital crítico en el cual las relaciones entre las distintas dimensiones que estructuran al ser humano sufren tensión y a veces colisión. Y es, al mismo tiempo, una oportunidad para vislumbrar aquello que se oculta en el psico-organismo, que se padece en toda su unidad y con todo el espesor de lo real. La visión de conjunto no permite definir la enfermedad sólo por sus caracteres orgánicos, al margen de las creencias del sujeto enfermo, sino que se necesita explicar esa condición en el contexto del lenguaje, la efectividad, el mundo vital, la sociedad…
Nos encontramos en una época llena de inquietudes para el ser humano y grandes retos de la medicina y la ciencia actual, ¿era necesario este libro ante esta deriva que vivimos?
Mi tesis es que no existe un “malestar de la cultura”, como dice Freud. En realidad, lo que veo es una “cultura desencantada” que se ha empeñado, ahora sin disimulo, en pisotear sus logros históricos. Y eso agota el ethos ciudadano, y rebaja al hombre y la mujer a espectador crédulo, que queda fácilmente postrado ante las novedades biotecnológicas, como las que ahora medicalizan la salud, o prometen la curación eterna. En el núcleo vital de este cambio de época se encuentra un ser humano confundido. El entorno presente, la biografía y la historia son los que enriquecen o empobrecen el mundo normativo, el de las percepciones y el de las sensaciones más subjetivas, y eso obliga a estar atentos. De ahí el libro: un hilo de Ariadna trazado para explorar, sin perdernos, los riesgos de enfermar en medio de ese caos cultural en el que la biotecnología ha tomado ciegamente el testigo.
La enfermedad, lo estamos viendo actualmente, aísla al enfermo de la sociedad. Nos está llevando cada vez más a la soledad, (aunque ya aclara en el libro que soledad y aislamiento no son sinónimos), ¿cómo afrontamos esto?
El ensayo medita de forma transversal, en varios capítulos, el problema del aislamiento (entendido como escasez de relaciones) y la soledad (como percepción subjetiva de aislamiento). Los afectos y vínculos configuran la dimensión social de nuestra estructura antropológica. Así, resulta sorprendente algo de lo que ya tenemos pruebas bien documentadas: la calidad de las relaciones a los 40 o 50 años determina la calidad de vida y la salud física y mental en la vejez con más fuerza que los famosos factores de riesgo cardiovasculares, como el colesterol, la diabetes o la hipertensión arterial. ¿Cómo afrontarlo? Yo creo que eso forma parte de la educación adquirida y de la libertad de cada uno. Pero hay una condición necesaria: hay que reconocer que una vida dedicada preserva su vigor en cada encuentro con aquellos que nos estimulan y que reorientan a veces nuestros afanes. Estamos tan naturalmente conectados unos con otros, que si la enfermedad o el sufrimiento afecta a la familia, la empresa o la sociedad también me afecta a mí. Yo creo que cuando se toma conciencia de que las relaciones ofrecen sentido y ánimo a la existencia se vuelve más fecundo meditar aquellos otros encuentros del pasado que fueron mal transitados o fallidos, y quizá sea bueno procesarlos antes del ocaso de la vida.
¿Qué es lo que más le duele al ser humano en estos tiempos que vivimos?
En el capítulo VI, Psicosoma, dedico un apartado al centro de la constitución humana, al corazón del hombre, una dimensión interior en la que late lo que uno es en realidad, esto es, el para qué o para quién vive, una especie de manual congénito que uno debe conocer, el sacrosanto deber metafísico del autoconocimiento, que reconocen sabios desde la Antigüedad hasta hoy. Yo creo que entre los sufrimientos más dolorosos que la mujer o el hombre contemporáneo padece está el de llegar a una edad avanzada en la que, tras hacer balance existencial, descubre que ha ignorado su alma, su centro íntimo, y que ya no le queda tiempo ni fuerza para saldar esa deuda contraída con su conciencia. Desoír las emociones del corazón, separarse de sí mismo, de su camino propio es quizá diabólico –en sentido de división– y entonces el mundo se vuelve hostil y nubla su horizonte.
Podría definirle médico humanista. Trata al paciente en toda su visión antropológica y eso es importante, sobre todo hoy, en un médico, ya que ante tanta amenaza sanitaria, social, económica, nos encontramos tan frágiles y desprovistos de toda protección…
Bueno, yo no me definiría como un médico humanista. Doy demasiada importancia al sustantivo y adjetivo juntos. Me confieso, y sin paliativos, heredero y depositario de la medicina científica que desde la Segunda Guerra Mundial se practica en Occidente. Mi especialidad, Cuidados Intensivos, es eminentemente técnica. En ella se aplica, al menos en los grandes hospitales como el mío, toda la tecnología hoy disponible a la fisiopatología del enfermo grave (no terminal), de manera que el tratamiento y los cuidados “intensivos” que ofrecemos al paciente crítico dan, con frecuencia, poco margen para considerar todas las dimensiones antropológicas. No obstante, y aunque la medicina se apoye en los conocimientos técnicos de la realidad biológica y en sofisticadas destrezas técnicas, necesitamos también la mayor capacidad de discernimiento moral. Y sin renunciar a esto, el enriquecedor hecho de poseer un poco de formación humanista permite al médico, bajo esos modelos, poder captar sutilezas subyacentes como la piedad, la compasión o la comprensión, que para el enfermo representan algo tan vital o más que los conocimientos teóricos que ofrece la medicina moderna. En ello, sin desdecir para nada de lo científico ni técnico, anduvo empeñada la tradición del humanismo médico europeo, cuyas últimas figuras en España fueron Marañón, Laín Entralgo y Rof Carballo.
Para colmo, hemos visto que las promesas del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con ese “nadie se va a quedar atrás” no se están cumpliendo. Lo que crea más desasosiego e incertidumbre. Como Walter Benjamin decía, “en el camino del progreso las víctimas se van quedando al margen”.
Son las 4 a. m. de la madrugada. Un mendigo joven con bajo nivel de conciencia es recogido por la policía local y llevado a la puerta del hospital. Se encontraba tirado en una calle cercana. Parece extranjero, está desaliñado y sucio y apenas balbucea. Unas horas después ingresa en la Unidad de Cuidados Intensivos por neumonía grave y es sometido a ventilación mecánica y al correspondiente aseo. Hay que trasladarlo a la sala de radiología para practicarle una tomografía. Lo acompañan un facultativo responsable, un médico residente, un enfermero y un celador. Es recibido en radiología por otro especialista, la radióloga, un auxiliar y un enfermero de la sala. Alrededor del pobre hombre, tres médicos, dos enfermeros, un celador y un auxiliar de clínica. Siete profesionales. Y una tecnología realmente cara. Y todo eso financiado por la sociedad y protegido por la ley. El enfermo es un extranjero sin papeles, sin familia, sin dinero y sin idioma para comunicarse. Esta imagen no es ficción. La experimento varias veces cada año en el hospital. Y en cada ocasión me representa con emoción el mayor grado de civilización al que puedo asistir: frente a la ley del más fuerte, la del más débil. Así ha definido la civilización el prologuista de mi libro. Supongo que rentable no es, pero sé que además de mejorar al pobre, también nos mejora, en otro sentido, a los demás. Este es uno de los logros históricos a los que antes me refería, y que parece que nos hemos empeñado en destrozar. Creo con honestidad que la ideología ha colonizado al poder político –que tiene la capacidad de gestionar los recursos– y, como consecuencia, éste ha perdido su verdadero norte. Parece que nos hemos desentendido de la política y eso, como advierte Platón, lleva a que gobiernen los peores. En fin, veremos en qué queda la ley del más débil en este rumbo.
¿Podría decirse que estamos ante un nuevo humanismo fruto de una sociedad que ha comprobado que podemos desaparecer de un día para otro ante nuevas amenazas víricas? La pandemia nos ha puesto ante el espejo, y nos hemos visto reflejados mucho más frágiles…
Mi impresión no es la de un nuevo humanismo. A partir de ahora el futuro quizá sea más científico, y puede que más perfecto, pero no tengo claro que, por esto, vaya a ser más humano. Fíjese, los centros de investigación y universidades de todo el mundo han reorientado sus recursos hacia parcelas como la bioingeniería, la terapia génica y de células madre, pero al mismo tiempo han despertado del sueño de la inmortalidad. Y es que la pandemia ha destapado las limitaciones de la biología, la vulnerabilidad de los sistemas de salud, y ha colocado muchos sueños al borde del sumidero de las promesas vacías. Desde mi línea de batalla en el hospital he comprendido que fueron los ciudadanos quienes se centraron en la protección de sus ancianos, enfermos y niños en medio de un escenario con los términos invertidos: en su vanguardia, legiones de médicos y enfermeros cuidando a los pacientes y formando piña con ellos, a costa, a veces, de su propia vida, mientras el ejército y las fuerzas de seguridad destinaron sus esfuerzos a la protección de la retaguardia. Una sociedad que estaba acostumbrada a la fiesta y la algarabía experimentó, ejemplarmente, el confinamiento forzoso al que se le sometió de pronto. El muro de contención se levantó no con la ideología o la política, sino con el depósito de compasión y cooperación que puede impregnar la urdimbre ciudadana. Era de esperar la bochornosa incapacidad estratégica que demostró la élite política. Hemos visto que en esos escenarios lo que en realidad salva es la cooperación y el conocimiento compartido, la libre organización de las personas y sus estrategias horizontales, la inteligencia colectiva y, sobre todo, el apartar, aunque sea por un tiempo limitado, las ideologías de toda laya, que no buscan conocer la realidad, sino amoldarlas a postulados que esconden sólo afán de dominio. Ahora toca no olvidar que nuestra coexistencia es un castillo de naipes.
El ser humano no es sólo un cuerpo. Usted comenta que hay otras dimensiones y se refiere al alma, la dimensión espiritual, social, cultural y ecológica del ser humano….
Mi impresión es que el materialismo, que ha impregnado la ciencia positiva en los últimos dos siglos y medio, ha ido desgastando poco a poco, con sus reduccionismos, la rica concepción de lo humano. Se comenzó escindiendo el cuerpo del alma y se ha acabado por creer que somos sólo cuerpos. Y eso ha encendido la mecha del negocio biotecnológico y, al mismo tiempo, se ha ocultado que la ciencia médica no tiene pomada metafísica para esas otras realidades de lo humano, como el sufrimiento, la soledad, el cansancio… Fíjese, por ejemplo, en la noble tarea de insuflar esperanza, o de contribuir al deber metafísico del autoconocimiento, que no pueden realizarse mientras no se reconoce, en la propia estructura antropológica, la dimensión transcendente. Y también los griegos intuyeron ya, detrás del rostro de lo real, algo que llamaron “logos”, un elemento racional e inteligente que regula y anima el cosmos. Así que el binomio poder-razón que se está forjando parece espurio a todas luces y es el verdadero, y quizá único, Caballo de Troya en medio de nuestra civilización. Y no ofrece otra salida mejor que la de hallar vías que reorienten la razón a la verdad. Y un comienzo se puede dar con el reconocimiento de la verdad de nuestra complejidad, esto es, reconocer a pecho descubierto que somos seres físicos, sí, pero también metafísicos y, al mismo tiempo, seres constitucionalmente relacionados con los demás y con el mundo natural que nos cobija.
Emilio Lledó decía que una de las cosas más peligrosas que nos pasa es que estamos dejando de pensar…
Emilio Lledó pone el dedo en la llaga cuando denuncia la tendencia actual en la que impera la libertad de expresión sobre la libertad de pensamiento. ¡Qué cosa tan absurda! Y es que no se puede señalar con menos ni mejores palabras algo tan sumamente tórpido como peligroso.
Se lo decía porque una medicina muy a tener en cuenta en estos días es la importancia del pensamiento crítico y comprender al otro. Uno tiene que luchar contra factores que le conducen a la inmediatez actual cuando deberíamos valorar la inteligencia, la conversación, la belleza… alcanzar la paz es tan complicado
Qué importante y qué bonito lo que me planteas con la comprensión del paciente. Es evidente que todo eso trasciende la inmediatez. El libro abre bocado con la figura mítica del Centauro Quirón, un sabio, maestro de héroes mítico, que expresó su condición a mitad de camino entre lo humano y lo divino. El mito cuenta que una herida accidental lo condenó al dolor eterno, y que en ese drama descubrió la naturaleza profunda del sufrimiento humano y, así, su nombre quedó para siempre ligado a la medicina. Es el símbolo del “sanador herido” que comprende, a través de su sufrimiento, el sufrimiento del otro. En el diálogo con el enfermo, el médico acarrea ante éste su naturaleza humana pero también su dimensión sobrehumana. y comprender que, como dice Victor Frankl, lo importante, con lo que se enciende el alma, radica no tanto en lo que podemos esperar, sino en lo que la vida espera de nosotros… Porque el médico sabe que no hay otra fórmula magistral para procurar algún consuelo a la mortal herida humana.
Y estamos buscando formas grupales, reuniones, para paliar esta desprotección, hallar consuelo en la compañía mutua como mejor manera de combatir el sufrimiento, ¿lógico?
Claro. Yo creo que es imposible desplegar nuestra mejor condición si somos incapaces de situarnos en la perspectiva del otro. A este respecto, son también muy enriquecedores algunos trabajos científicos, como los de Cacioppo sobre los efectos del estrés y la hipervigilancia en el deterioro inmunológico de individuos que se han vuelto solitarios. Yo creo que es un asunto que va más allá de la lógica. Primero de todo, combatir el sufrimiento implica salir de posiciones egocentristas y dejar de estar solo (sin tilde), porque la libertad y la responsabilidad sólo (con tilde) tienen sentido en el telar de las relaciones de amor. Si somos sujetos para los demás –y no objetos aislados– será en la compañía mutua, de la que me hablas, donde el reconocimiento encuentre sentido y fundamento. Es en comunidad y en familia donde se aprende a actualizar, a hacer patente, esa naturaleza latente de nuestra condición que es el amor recíproco. De todas maneras, no conviene olvidar que no toda compañía implica un mundo de relación saludable. Contemporizar con modelos desproporcionados, descentrados o inmorales en etapas tempranas de una vida acaba bloqueando la capacidad de florecer y donar lo mejor de sí, y altera, al mismo tiempo, las relaciones de gratuidad de la futura dinámica de la comunidad que se habita.
¿Es más conveniente el instinto de conversación que el de conservación?
Inteligente y simpática pregunta; ahora bien, hay que sortear una trampa. Cuenta el filósofo de la ciencia, Juan Arana, una anécdota del físico Niels Bohr. A éste le encantaba ir al cine con sus becarios para ver películas del oeste. Y defendía después, comentándolas con ellos, lo curioso que era que en los duelos los “buenos” ganaban siempre a los “malos” por una sola razón: porque nunca eran los primeros en decidir sacar el revólver, sino que lo hacían de modo reflejo e inconsciente, y eso hacía que fueran más rápidos y certeros. Así que al instinto de conservación hay que dotarlo del estatuto que se merece; le pasa que si se aplica bien y se le da un buen uso te salva. Muchos protocolos en los servicios de urgencias están hechos para aplicarlos con rapidez y evitar que el enfermo acabe ahogándose mientras el médico discute, en pacífico debate con otros compañeros, el grado de evidencia de los diversos tratamientos disponibles. Ahora bien, aclarada esta cuestión de concepto, Laín Entralgo solía recordar que el primer acto terapéutico comienza con el gesto de dar la mano al enfermo. Acompañar en el diálogo es una fórmula que ya usaban los médicos de la Antigüedad para acompañar a los sabios –los hombres libres– en sus dolencias, y favorecer el autoconocimiento y la consolación de sus propios miedos inconscientes. El libro acaba recordando el antiquísimo papel mentor del médico que charla con su paciente para explorar fórmulas con las que trascender de alguna manera la enfermedad y sacar a la luz padecimientos ocultos. Aquellos médicos sabían que el sufrimiento no superado del sabio herido lo convertiría en un resentido. El sufrimiento que se sumerge en el odio, si es superado puede purificar y hace más humano. Pero más allá de la práctica clínica, sabemos que dialogar es una necesidad humana, que ayuda a articular la estructura fragmentaria y oscura del mundo, y que eso es un profundo alivio. En el fondo de cada hombre y mujer permanece inscrita esa necesidad con la que trascender los límites de la experiencia personal. De ahí que reconocer tal necesidad de diálogo sea, en realidad, una empresa también cultural y pedagógica.
¿Por qué estamos hoy tan poco preparados para enfrentar la adversidad?
Bueno, yo creo que es un problema más filosófico que médico. Kant dice que la filosofía debe responder, entre otras, a la pregunta, ¿Qué me es dado esperar? En realidad nuestros propios hábitos culturales tienden hoy a ignorar la adversidad que supone nuestra catástrofe final, nuestro carácter finito. Y así olvidamos que, siendo como somos seres finitos, tenemos la mala costumbre de atesorar anhelos infinitos. Nos construimos ficciones que acabamos dotándolas con un estatuto de realidad. Muchas personas y enfermos tienen miedo a morir, otros no tanto a esto sino a sufrir. Y así acabamos por no atrevernos a vivir, a vivir una vida auténtica, que pasa por tomar conciencia de la adversidad de la propia enfermedad y de la muerte, de la conciencia de finitud. Y ese no vivir se convierte en sí mismo en otra forma de enfermedad de la que también se puede morir. A mí me parece que el fracaso de la vida no está en que se acabe con la muerte, no, sino en algo más trágico: el no afrontar esa adversidad en su doble vertiente, por un lado la conciencia de finitud y, por otro, no afrontar con deportividad ese otro drama ontológico que es descubrir –durante la plenitud de la vida– que nadie llega a ser todo lo que en realidad puede ser. El vivir entonces se vuelve un vivir con miedo.
El miedo. Efectivamente. Que está siendo nuestro peor aliado, comprensible por otra parte como instinto de defensa. Lo malo es que se nos ha enquistado. ¿Cómo vencerlo?
Partamos de la base de que el miedo está inscrito en la filogenia de los sistemas biológicos de todos los animales y, por tanto, no es exclusivo del ser humano, aunque en éste adopte un carácter peculiar al ser decantado por la cultura. Su origen evolutivo se enmarca, como señalas, en la supervivencia. Ahora bien, cuando el miedo es desencadenado por un peligro imaginario se habla entonces de angustia, que sí es un sentimiento de naturaleza humana. Es una emoción que se refiere al porvenir, al eje del futuro y hunde sus raíces en la responsabilidad de construirse a sí mismo y llegar a ser algo o en la posibilidad de fracasar y de la nada. “La angustia es la disposición fundamental que nos coloca ante la nada”, dice Heidegger en Ser y tiempo. Yo no sé si hay un método, un camino para vencer los miedos; no me considero competente en esos campos, pero supongo que las creencias de cada cual juegan un papel relevante. Lo que sí es evidente es que la condición previa para liberarse de él se tiene que dar en el descubrimiento progresivo de la verdad de uno y, con ello, en las posibilidades de seguir construyéndose.
Sobre todo porque lo que tenga que ocurrir, va a ocurrir sea cual sea la actitud que adoptemos. Cuentan que mejor que resignarnos, el camino es la aceptación. ¿Qué diferencia la aceptación de la resignación?
Yo creo que hay una justicia oculta que gobierna el mundo, que uno puede buscar, pero sin profanar la realidad con dagas ideológicas, y aprovecharla y seguir creciendo y enriqueciendo esa empobrecida antropología, de la que hablábamos, de individuo contemporáneo que confunde su yo con su cuerpo y el mundo con su yo. Y ahí no puede faltar el humor, porque de lo contrario el trajín se vuelve insufrible. También creo que las ideologías acaban tarde o temprano siendo desmentidas por la realidad. Y en la escala personal, el baño de realidad depura poco a poco a cada uno de sus ficciones, de manera que lo que cada uno hace con su vida, la vida acaba haciéndolo con cada uno. Así que entablar batallas con la realidad, entreteniéndose con actitudes hipercríticas o con la impostura o la mentira, me temo que es una tarea demasiado aventurada. La aceptación, a diferencia de la resignación, implica expectativas, abrir horizontes de futuro por cuanto que de cada experiencia uno construye un significado. La aceptación es prima hermana de la gratitud, el entusiasmo, la autoironía y el sentido del humor. En la resignación, en cambio, la experiencia se vive como una apropiación del fracaso y, con el tiempo, como una deuda que se irá manifestando venenosa y sigilosamente en sueños, en adicciones, en actos fallidos, en somatizaciones…
¿Podemos prepararnos para afrontar esas situaciones? ¿Qué ayuda a no perder el control?
Aunque a muchos no les guste oírlo y declinen hoy su presencia, existe el fracaso, el sufrimiento y el mal, y existe también la vejez, la enfermedad y la muerte. Ante la llegada de la tragedia personal, muchos responden con desesperación o con autocompasión porque ninguna cultura ha logrado desarrollar ese bálsamo, que decíamos, para el alivio inmediato de tan grave herida. De ahí la necesidad de aprender a aceptar deportivamente, en etapas no demasiado avanzadas, que toda vida humana es un proyecto congénitamente malogrado. Por eso resultan tan peligrosas esas teorías del hombre, que se ventilan en la literatura de autoayuda, que no consideran las contingencias innatas de nuestra naturaleza finita. Laín Entralgo solía referirse a la salud diciendo –como su fina ironía– que “es un estado transitorio que no conduce a nada bueno”. Nuestra condición frágil y contingente ha sido profundamente meditada por la filosofía desde Sócrates hasta nuestro tiempo. Mi impresión como médico es que esos momentos “estelares” dota a algunos seres humanos de la mayor profundidad; por naturaleza somos seres abiertos a todas las realidades. Sin embargo, desde nuestras limitadas categorías, no logramos agotarlas.
Y aunque suene a tópico, no deberíamos quedarnos desprovistos de la ilusión. El deseo, el anhelo, sin eso la vida no es igual. Es necesario siempre, a cualquier edad, mantener la capacidad de descubrimiento…
Estoy completamente de acuerdo. La estructura del mundo es dolorosa y enredada. La misma naturaleza, a poco que uno se fije, reparte pocas alegrías a cualquiera que pasea por la existencia. Ahora bien, a pesar de su rareza, hay una alegría no efímera, inteligente, un gozo de vivir que no emana de ninguna persona o circunstancia exterior, sino de una cierta capacidad para actualizar la posibilidades interiores, lo que Montaigne llama un “saber gozar lealmente del propio ser”. No obstante, tenemos que aceptar lo comentado: la mayoría de las capacidades latentes que atesoramos quedarán sin realizar para siempre. Dicho esto, en efecto, eso requiere necesariamente buscar razones inteligentes para mantener encendida la antorcha de los nobles sentimientos, del asombro, la gratitud, el entusiasmo, la confianza, la inspiración…
Pedro Laín Entralgo era un entusiasta de la esperanza, “por fortuna, la esperanza siempre es posible. Si yo con mi edad y mis achaques planeo hacer todavía algo, aunque no sé si lo lograré, lo hago con la esperanza de hacerlo. Sin esperanza no habría vida, nos suicidaríamos” y lo decía riendo, con humor, ¿esa es la actitud, no?
Es una actitud de enorme inteligencia. Pero cuidado, porque para llegar a todo eso, Laín construye un edificio intelectual de unas dimensiones faraónicas en torno a la antropología de la esperanza. A mi me asombra La espera y la esperanza. En esa obra repasa todos los pensadores desde el medievo hasta su tiempo. Es extraordinaria su interpretación sobre los testigos del cristianismo medieval: San Pablo, San Agustín, Santo Tomás y San Juan de la Cruz. O sus análisis sobre el impacto de la Edad Moderna y las posiciones secularizadas, o los argumentos acerca de que la esperanza humana no puede descuajarse de su dimensión trascendente porque esa profanación –así la llama– lleva a la desesperanza de los desengañados en el siglo XIX. Siendo muy, muy esquemático, basa su antropológica de la esperanza en la espera y la confianza. La confianza o creencia en la posibilidad de lo esperado como el momento que eleva la espera a esperanza. Tiene una vertiente de expectación y pasividad y otra vertiente activa, de osadía y magnanimidad (en el sentido de la doctrina de Santo Tomás). Tiene también un componente de “inseguridad”, sí, pero sobre todo tiene —y esto es esencial y radical— una dimensión de “totalidad”. Concreta la esperanza en “algo” que refiere al “todo”, porque Laín cree –y esto me resulta del mayor interés y muy contemporáneo– que el hombre está en la realidad abierto a la radicalidad y a las conexiones totales. La verdadera esperanza implica una confianza fundada en la verdad. Y esa fundamentación está abierta a una totalidad.
En fin, como filósofo cristiano, Laín encuentra la esperanza natural abierta a lo “transnatural”, al “sumo bien”. Él llega al convencimiento de que el hombre colma con la esperanza sus más íntimos presentimientos y deseos. Pues bien, todo este inmenso edificio intelectual acerca de la esperanza parece ser fruto de la influencia de sus consideraciones sobre la relación de intimidad que el médico establece con el enfermo, una relación en la que entiende que se trasciende a una confianza mutua con la otreidad. La esperanza como necesidad del hombre de vivir esperando es uno de los hábitos que más profundamente definen nuestra existencia finita e imprevisible en el futuro. Laín separa la esperanza, que supone posibilidad y se funda en la pura virtud, de la espera como expectativa pasiva. Ningún hombre vive sin esperar algo, viene a decir, ni siquiera el desesperanzado renuncian a alguna espera. La esperanza, en cambio, es una actitud del ánimo con la que el ser humano confía y actúa en la realización de sus posibilidades futuras, y sin esa esperanza, en efecto, la vida no resulta posible.
Hay que luchar contra el desánimo, eso es evidente ante el panorama que tenemos. Cuentan que lo recomendable es convertir los problemas en oportunidades… ¿no suena un poco a filosofía de libro de autoayuda? Oriéntenos…
Bueno, yo no me siento capaz de tutelar ninguna orientación. Todavía busco orientarme a mí mismo (risas). En el libro investigo el problema de fondo que planteas. Arrastramos las catástrofes del siglo XX. Todo apunta a que ahora nos hemos decidido a romper con las fuentes de nuestra tradición occidental. Una indecible tribulación social nos impulsa a buscar refugio en la vida privada o también en el consumo, la adicción o la farándula audiovisual. Y todo esto puede que esté creando ya ciudadanos idiotas, en el sentido original: ciudadanos preocupados sólo por sus asuntos privados más materiales y fungibles, y sin significado. La anomia de la familia posmoderna introduce buena parte de esas disfunciones que se relacionan con la dispersión cognitiva, la falta de intereses profundos, las conductas erráticas, el fracaso escolar…
Resumiendo un poco estos capítulos del libro, la gran responsabilidad de cada uno no es de índole política o económica sino creadora de sentido, de autoconocimiento, una índole más bien metafísica, aunque también ética y cultural. Sobre todo en un tiempo “globalista” en que esa esfera política ha sido colonizada –posiblemente por primera vez en la historia– por el megapoder económico que lo infiltra todo. Y es evidente que el mercado no responde a las necesidades humanas más profundas. En la pandemia (como en las guerras) se ha puesto de relieve –frente a una blandita solidaridad gubernamental de perfil más cosmético o retórico– que las personas reales y concretas, en el microcosmos de sus familias, sus vecindarios y sus amistades (los mismos profesionales sanitarios en sus puestos de trabajos) son la mayor y más radical fuente de innovación y bienestar profundo a la hora de resolver problemas a gran escala. Ahora bien, comprenderse y conocerse a sí mismo requiere también conocer el entorno; cada yo es inevitablemente permeado por la atmosfera que lo circunda. Y eso muestra muchos de nuestros trastornos. Me hablas del problema como oportunidad, al referirse a la autoayuda. La palabra crisis (Kairós) denota ocasión u oportunidad para discernir, y la encrucijada que atravesamos podría ser una buena ocasión para que cada ciudadano repensase el mundo posmoderno que ahora parece agotado. Ortega ya advirtió de los peligros de esperar soluciones a esto desde instancias abstractas como el Estado o el mercado. Y el mismo prologuista del libro, Javier Gomá, ha insistido en el problema de mezclar y confundir lo que él llama verdades últimas (escatológicas) y verdades penúltimas (del orden político y económico).
También me ha llamado la atención la escasa importancia de la religión en esta crisis. Considero que ha faltado una respuesta religiosa. El Papa ha permanecido ausente en cuanto a intervenciones públicas y los cristianos lo han echado de menos. ¿Coincide en esta apreciación?
Percibo un florecimiento, conforme se desdibujan identidades, de patriotismos de corte más bien aldeano. Y junto a esto, cierta decadencia con la renuncia a los asuntos sagrados. Sí, yo tengo la impresión de que los poderes espirituales insinúan puntos de vista un poco más profanos de lo habitual. R. Debray recuerda, tras la caída de la Unión Soviética y en relación a la Iglesia ortodoxa, que “cuanto menos espiritual es el poder secular, más secular se vuelve el poder espiritual”. Puede que los órdenes políticos fundados en corrientes materialistas hayan hecho sucumbir al ciudadano a la seducción de las realidades más inmediatas y alejarlo de las “ultimidades” de las que habla Javier Gomá. De todas maneras, desde el ámbito periodístico se ha reclamado recientemente la presencia de “intelectuales cristianos” en el debate público ante la indiferencia general con la que se asiste a la quiebra de los fundamentos de la civilización europea. Yo creo que un médico no es un intelectual, al menos a la manera francesa, sino un profesional que se define tanto por tareas científicas como humanísticas e intelectuales de su competencia. Y eso exige, por un lado, pensar con atención y disciplina para suspender distracciones y cierta habilidad para generalizar y, por otro, capacidad de síntesis, de búsqueda de la unidad del saber, donde coexiste el conocimiento científico con el reconocimiento de las verdades simbólicas que encierra la realidad. Pero también creo que todo verdadero ejercicio intelectual consiste en encarar las dificultades de nuestro tiempo y localizar esas razones para vivir con gozo. Es cierto que arrastramos, en parte, la herencia de los valores del Mayo del 68 y su más cruel consecuencia, la desesperanza. Y en este sentido puede que obedecer el canon de la tradición no sea un yugo, sino un acicate para volar más alto. Pero conviene no confundirse con ciertas fórmulas espiritualistas que ocultan la esencia cristiana porque ocultan el dolor humano en la estructura del mundo. Frente al horror a lo sutil, a la dilección por lo burdo, frente a ese imperio, del que habla Lledó de la libertad de expresión sobre la libertad de pensamiento, existe un argumento que señala Juan Arana cuando se refiere a El señor de los anillos: sin nombrar a Dios ni a Jesús en sus párrafos ese libro es siempre una novela católica. Yo creo en esa fórmula para rebatir el materialismo filosófico dominante, que tan empobrecedor resulta a nuestra constitución.
¿La fe ayuda a aceptar?
Al hilo de tu anterior pregunta, estoy convencido, y lo he publicado en artículos de prensa, de que a la noble la tarea de insuflar esperanza, o de contribuir al deber metafísico del conocimiento propio y de la dimensión transcendente, sólo le queda un as escondido, y me refiero al viejo concepto teológico de “secularidad”. Con él se enseña y se demuestra que las realidades naturales pueden sintonizar con las sobrenaturales sin conflicto de intereses si no se confunden, y que la vida mundana no sólo no cancela la plenitud de la fe sino que puede enriquecerse con ella. Es posible que en esta entrevista hayamos manoseado el binomio poder-razón, pero es que es el Caballo de Troya de Occidente, y no encuentro otra alternativa más honesta ni más saludable para la convivencia que procurar reorientar la razón a la verdad. Fíjese en el caos tan diabólico y fragmentario que se ha organizado en torno a los debates del aborto, la eutanasia o el modelo familiar. Nos jugamos la posibilidad de curar entre todos las heridas abiertas, que es la tarea moral que ahora toca, porque de lo contrario acabaremos exanguinando nuestra propia humanidad…
Edipo Rey buscaba la verdad contra viento y marea y al final descubrió que la verdad es terrible. En este caso, hablando de enfermedad, ¿merece la pena esa búsqueda, saber la verdad?
Sin buscar o conocer la verdad, sin amarla, se podrán lograr muchas cosas, pero es complicado ser auténticamente libre. A mí me resulta dudoso que sin amar la verdad se pueda perseguir el bien, en el sentido en que ningún bien se despliega escondiendo la verdad. Así que la búsqueda de la verdad nos concierne a todos, y no sólo al scholar, por mucho que éste le dedique todo su tiempo y esfuerzo. La obra que me comentas comienza precisamente con Edipo, que se dirige a su pueblo para pedir alivio a sus padecimientos productos de una brutal epidemia que aflige a la ciudad. Para indagar la verdad de esa maldición, Edipo encomienda a su cuñado, Creonte, la tarea de consultar de nuevo al oráculo de Delfos, y eso lo lleva al infortunio, dado que la verdad del conflicto se trasladará de la esfera pública a la privada; el oráculo centra la solución en el origen del problema, señala el mal en el mismo Edipo. El primer gran olvido de la consulta de Edipo es el de “sí mismo”, no se ha preguntado por lo oculto en él (conócete a ti mismo). La peste se debe –según el oráculo– a que no se ha vengado la muerte del anterior rey Layo. Como médico me resulta interesante que, más que el contenido de verdad, lo que importe sea la forma de decirla (parresia), la estrategia de persuasión o de discusión utilizada. Porque la verdad, que no atañe a la ciencia ni a la política, parece una cuestión de persuasión con relación a los demás. En medicina, decir la verdad es un imperativo moral y una necesidad para mantener la confianza y mostrar respeto al paciente. Pero algunos de ellos prefieren no conocerla. Identificar la verdad que puede o quiere recibir un paciente es un arte basado en la experiencia y en la escucha atenta. Y sólo un profundo respeto por el dolor ajeno permite la suficiente atención para averiguar qué verdad es la verdad que puede ser escuchada o comprendida.
En su opinión, ¿cuál es el camino moral imprescindible hoy en día?
En honor a la verdad, de la que estamos hablando, desconozco si hay algún camino o estrategia estereotipada, por muchos cursillos de formación en comunicación que se impartan. Lo que si sé es que no hay forma de persuadir, de contar la verdad, que disminuya el dolor. La buena noticia es que hay una actitud que consiste en comprender, en respetar con honestidad y en decidir acompañar en el dolor al que sufre, y esa actitud, en sí misma, contribuye a decir la verdad de una forma que, al menos, no cree daño adicional e innecesario, no arrebate la esperanza del que sufre y no vulnere el más elemental principio de compasión.