Las fotos de Humberto Rivas que más me gustan son las más silenciosas, las que están al límite de la luz, cuando despunta el día o cuando está a punto de llevarse al abismo de la nada los últimos contornos. Me gustan esos edificios coronados de hierbajos, las luces que no alumbran a nadie, las ventanas que dan al vacío, que pasan inadvertidas porque son monumentos accidentales, ruinas que hablan de lo que fueron los pobres, los obreros, los sin nada, los don nadie. Pero él sí repara en ellos, en esas fachadas anodinas. Pero que están cargadas de melancolía, de voces tenues, de sombras corredizas.
Como me gusta la serie Norte. Por íntima, por desconocida, por lacónica. Y porque me reconozco en esos retratos, mi propia infancia, el blanco y negro, siempre en blanco y negro mucho más silencio, mucha más intimidad. Y ese título que es como un partido político del alma, sin ambiciones territoriales, ni mucho menos totalitarias. Norte. Lo que no deja de llamarme.
Ah, y los retratos con luz cruda, mirando a los ojos del fotógrafo que mira a los ojos. Con la belleza de la fealdad. Como un Lucien Freud que no acepta componendas, que no hace concesiones. Esto es lo que hay. Esto es lo que son. Esto es lo que eres. Esto es lo que soy.
