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Esto es lo que hay

 

De un tiempo a esta parte, abrir un periódico o asomarme a cualquier espacio informativo de radio y televisión suelen provocarme un aburrimiento invencible, que es aún mayor por el simple hecho de que es muy previsible. No hay nada últimamente que produzca un mayor cansancio anticipado que ese eterno retorno en que ha acabado convirtiéndose la crónica diaria sobre la marcha del país, tan obsesivamente marcada por el estigma de la crisis.

 

Resulta agobiante saber de antemano lo que te van a contar –y al unísono, y casi con las mismas palabras- desde todos los medios de comunicación: que hoy estamos mucho peor que ayer, pero bastante mejor que mañana; que esa dichosa luz al final del túnel que acabará disolviendo nuestras peores pesadillas ni aparece ni se le espera; que, cuanto más austeridad se nos impone, más ahondamos en la recesión; y que, hagamos lo que hagamos, estamos destinados a convertirnos definitivamente en un país empobrecido para décadas, como afirman, sin piedad y sin sentido alguno de la decencia, los mismos organismos internacionales con cuyas recetas de austeridad a ultranza hemos llegado a esta situación.

 

Uno se cansa inevitablemente del olor irrespirable a cuarto cerrado que despide nuestra información diaria; del tufo que exhalan tantas palabras que nada significan o que significan justamente lo contrario de lo que anuncian. Uno se cansa de que se llame rescate a lo que no es otra cosa que un secuestro de nuestras libertades, de nuestros derechos sociales, de nuestro estado de bienestar, de nuestras posibilidades de hacer políticas económicas diferentes. Como se cansa de tantas frases hechas y lugares comunes que se oyen en las tertulias, sin otra finalidad que salir del paso y cubrir el expediente; y de esos juegos de patriotas en que se embarcan las derechas españolas –PP y CiU, en este momento- enfrentándose por soberanías nacionales que los poderes económicos que rigen el planeta han vuelto anacrónicas, en su intento desesperado de ocultar los fracasos de sus respectivos gobiernos.

 

Y todo eso es real, ya lo sé. Ocurre y hay que contarlo, también lo sé. Pero no dejo de preguntarme hasta qué punto, más allá de la realidad, no se está bombeando a través de los medios de comunicación una política de la desesperanza, más o menos consciente, cuyo objetivo no es otro que la plena sumisión al pensamiento único de la derecha y a la aceptación ciega de la supuesta cirugía necesaria que necesita el país para curar de las dolencias heredadas… del anterior Gobierno socialista.

 

Me lo pregunto, porque adentrarse en nuestra penosa actualidad equivale a exponerse a una sobredosis de fatalismo, que devalúa desde el principio cualquier tipo de análisis que podamos encontrar en la prensa que tengamos por más seria. De hecho, hace ya tiempo que mi contacto con los periódicos se reduce a poco más que mirar los titulares del día. A veces, recorto cosas de mayor interés, que dejaré acumuladas sobre la mesa, a la espera de que les llegue el turno de ser leídas y que probablemente no leeré y acabaré tirando; con la sensación de que el artículo de opinión o el reportaje que guardas no pasan de ser excrecencias prescindibles de una realidad que se impone con la fuerza y la lógica de un desesperante automatismo. No hay idea profunda con capacidad de gobernar lo que al fin se impone: un continuo proceso digestivo de eso que llamamos actualidad. Una constante deglución de titulares de prensa por los titulares de prensa del día o de la hora o del minuto posterior. Con todo lo que eso implica.

 

Porque presiento que hay mucho de ideología subyacente en este flujo informativo, que tiende a instalarnos en un presente continuo, condenado a repetirse inalterable, con sus vivos y, sobre todo, con sus muertos. Un presente plano y sin relieve, porque no hay nada que merezca ser destacado ni perdurar en el tiempo; ni mayores sobresaltos que los obligados por las necesidades mediáticas de cada día, que con gran frecuencia suelen dar la pauta de aquello que tiene que magnificarse: todo lo que permita que una determinada información se justifique por estar envuelta en el aditamento del morbo necesario.

 

Hace no mucho tiempo –y parece una eternidad- que una mujer se tiraba por el balcón de su casa en Baracaldo, cuando estaba a punto de ser desahuciada de su vivienda. El hecho, como se recordará, tuvo un gran impacto político y obligó al Gobierno y al primer partido de la oposición a estudiar conjuntamente medidas para hacer frente al problema sangrante de los cientos de miles de desahucios inmobiliarios que la crisis ha provocado en nuestro país. Había que evitar a toda costa que cundiera el efecto llamada y se produjera una ola de suicidios por España. Pero el caso es que eso que se temía ha acabado haciéndose realidad: más personas desesperadas por el mismo problema han optado por suicidarse desde entonces, sin que su gesto haya merecido titulares demasiado llamativos. Simplemente han quedado amortizadas por las anteriores y a falta de ese valor añadido –la carga de novedad- que hace que una noticia pueda ser considerada una mercancía informativa consistente.

 

Las víctimas de la crisis han pasado ya a formar parte de lo habitual, sin que al sistema que la promueve se le alteren las entrañas. Es así como funcionan las cosas y no hay alternativa posible, ni razonable, que las haga funcionar de otra manera. Esto es lo que hay, como reza uno de tantos tópicos deprimentes que la crisis ha puesto en circulación y que los representantes de los poderes económicos, a través de sus valedores políticos y mediáticos difunden con éxito notable. Esto es lo que hay; y a esto que no se puede cambiar hay que acomodar –sí o sí– todas las decisiones que haya que adoptar en el ámbito político: reformas laborales que permitan despidos en masa y a bajo precio al capricho de los empresarios; recortes sociales progresivos; privatización de los servicios públicos; desmantelamiento continuo de los mecanismos de protección social y del sistema de bienestar; amnistías fiscales; cuestionamiento de competencias de las Comunidades Autónomas; reformas constitucionales y sin referéndum previo para implantar el déficit cero…

 

Esto es lo que hay. Lo que no tiene remedio y, por tanto, lo que tiene que haber. Lo que nos impone obligaciones ineludibles, si queremos sobrevivir: porque, con la que está cayendo, tenemos necesidad de lanzar mensajes positivos a los mercados, para que éstos se enteren de que España –que ahora ya no es España, sino la Marca España– es un país serio, un niño aplicado que hace los deberes, para que se le perdonen  pasados desvaríos de cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Son los mercados, los inversores, los que nos marcan el rumbo a seguir; porque, lógicamente, los inversores, que son los que nos prestan el dinero, exigen garantías para recuperarlo (y, de paso, hacer buenos negocios especulativos con él). Y las cosas del dinero hay que dejarlas en manos de los profesionales del dinero, y no de políticos aficionados, que, como todo el mundo sabe, son personajes incompetentes y prescindibles, que se han ganado a pulso la desafección ciudadana. De manera que a todos los mandatarios serios de Europa (veremos hasta dónde llega la excepción de Hollande) no les queda otro remedio que seguir sometiéndose a los dictados y al chantaje del Capital, dando pasos en la buena dirección, no les vaya a ocurrir lo que les ha ocurrido a Grecia y Portugal. Por no hablar de la prima de riesgo y de otros términos que la crisis ha puesto en el contestador automático del sistema. Todo un vocabulario de coyuntura que hace del informativo o de la tertulia de hoy algo perfectamente intercambiable con el informativo o la tertulia de ayer o de hace cuatro o cinco años.

 

Esto es lo que hay: “Ante la crisis, ajo y agua, no queda otra”, como afirmaba, con absoluto desparpajo, Richard Stovin-Bradford, columnista del Financial Times, en una entrevista que apareció en un periódico vasco horas después del suicidio de Amaia Egaña. Una entrevista que deja al desnudo, sin margen de engaño, cuáles son los planes del Capital financiero para nuestro país: acabar, sí o sí, con todo lo que huela a protección social, una verdadera rémora para el progreso económico, a juzgar por el diagnóstico de este periodista financiero sobre el origen de la crisis en España: “Gran parte del problema de España son los pactos sociales y laborales, que restringen la flexibilidad de grandes compañías”.  

 

Y para que la idea quede suficientemente apuntalada, añade el columnista británico: “Sin sufrimiento, no hay ganancia”. Un punto de vista que parece apuntar a la regeneración moral de una sociedad relajada por un bienestar excesivo; porque expresa con gran plasticidad ese adoctrinamiento puritano que va ganando espacio, acerca de la necesidad de purgar nuestro gran pecado colectivo, si queremos salvarnos. Nos dice que no saldremos de este valle de lágrimas para llegar al cielo de la recuperación económica, si no nos arrepentimos de haber querido vivir en el pasado mucho mejor de lo que realmente nos merecíamos y nuestra propia realidad nos permitía; si no estamos dispuestos a trabajar más, para ganar menos, de acuerdo con ese nuevo culto al sacrificio voceado por determinados empresarios, muy bien conectado por cierto con las prédicas de nuestra Conferencia Episcopal y su horror al hedonismo que nos ha traído a nuestra actual ruina material.

 

Y, de tópico en tópico, vamos acomodando nuestro lenguaje a la deriva totalitaria a que nos empujan los poderes económicos desde fuera y, desde dentro, la estrategia de golpe de Estado permanente puesto en marcha por la derecha que nos gobierna. Porque no otra cosa que un golpe de Estado, aunque sin tanques en la calle, es desmantelar como se está haciendo el sistema de protección social que se ha venido construyendo en España durante decenios, desmantelando por la vía de los hechos consumados el Estado de las autonomías que lo ha venido gestionando.   

 

Esto es, pues lo que hay. Y lo que hay no invita precisamente al optimismo.  De ahí que, en los últimos tiempos, haya optado por entretener mi ocio televisivo de la noche con una buena película del Oeste, antes que con un debate político que nada me va a aportar. Como le ocurría a Serrat, harto ya de estar harto, ya me cansé. La indignación sin horizontes ni motivos para la esperanza lleva al cansancio. Aunque no dejo también de preguntarme si es eso lo que pretenden, con paciencia de clase dominante, los rectores del sistema: que todos nos cansemos y acabemos desistiendo.

 

 

 

Javier Arteta es periodista. En FronteraD ha publicado Cautivo, desarmado y sin memoria,  ¡Cuán gritan esos malditos… indignados! y Hermano Ángel

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