Para quienes nos gustan los jardines, la primavera es el momento de la verdad. Lo que se ha podado, plantado, abonado, tiene que mostrar sus maravillas ahora, en estos meses más que en cualquier otro período del año. Quizá por esa misma circunstancia me he sentido impulsada a leer estos dos libros, uno tras otro. El primero es la versión italiana de Der leidenschaftliche Gärtner, Il giardiniere appassionato, escrito por Rudolf Borchardt en 1938 mientras cuidaba su jardín italiano. Editado por Adelphi Edizioni, contiene algunas láminas de flores de Iacopo Ligozzi. El segundo es un libro del 2010, escrito por Umberto Pasti, Giardini e no, publicado por Bompiani con estupendas ilustraciones de Pierre Le-Tan. Los dos jardines de Pasti se encuentran en el norte de Marruecos.
Siempre he creído que el mundo de la jardinería es el mundo de la doxa, de las opiniones enfrentadas que no encuentran forma de armonizarse. Compartir un jardín o el cuidado de las plantas de un balcón es muy peligroso, puede llevar al divorcio. No existe respuesta razonada a la pregunta: “¿por qué has puesto tantas lavandas ahí?” o “¿no te parece que le estás dando demasiada agua a esos geranios?”. O bien las razones, cuando se exponen, no convencen más que al que, de entrada, ya está de acuerdo. Por eso, me han llamado la atención algunas coincidencias que pueden encontrarse en estos dos libros, a pesar de la distancia que media entre ellos.
Para empezar, la tierra. El tipo de tierra es la necesidad de la que hay que partir. Desconocerla, y querer decidir qué plantar sin tenerla en cuenta, es como la ignorancia de quienes creen que son libres porque hacen lo que les da la gana, sin entender lo que determina que sea precisamente eso de lo que tienen ganas. Es como la paloma de la que habla Kant, que cree que en el vacío su vuelo será más libre. Por el contrario, entender la necesidad de la que partimos es la garantía de la libertad con la que intentaremos movernos a partir de condiciones concretas. Hay que obedecer a la tierra, dice Pasti. Pero no quiere decir que hay que permanecer clavados a ella, que hay que renunciar a todo tipo de vuelo imaginativo. Más bien la osadía en la introducción de cambios arriesgados se mide a partir del conocimiento del medio.
Borchardt admira a todos aquellos que han unificado el gran jardín del mundo a base de construir jardines de aclimatación, removiendo tierras y arcillas, añadiendo arenas y humus, transportando plantas desde su hábitat natural hasta otros lugares remotos en los que finalmente encuentran también una forma de vida. Unificar no debe entenderse como hacer en todas partes lo mismo, repetir un modelo, sino favorecer que las plantas viajen, atreverse, por ejemplo, a cultivar flores africanas en macetas que adornarán balcones alemanes, y para ello utilizar como refugio caliente, en invierno, los establos de vacas.
Los grandes hallazgos, las infinitas bellezas dependen de esos gestos audaces. Cerca de la región de Borgoña, en Francia, se hace el magnífico vino de Chablis. Viajando por esa zona en invierno observé que, en medio de las viñas, había unos extraños artefactos que echaban humo y que, apoyados en unas ruedas primitivas, podían ser transportados de un lado a otro. Me explicaron que se trataba de estufas de leña o carbón, usadas para impedir que los fríos helaran las cepas. ¡Cuánto trabajo, cuánto empeño! Pero ¡qué resultado sublime! Libertad dentro de la necesidad, todo un programa de jardinería, toda una propuesta filosófica.
Después viene la elección, el estilo. Aquí el imperativo de estos dos pensadores-jardineros es no copiar, no dejarse llevar por las modas, no escuchar a los embaucadores. Tanto Borchardt como Pasti odian los jardines burgueses, los que hacen los ricos pagando a diseñadores y arquitectos, los que hacen los menos ricos siguiendo el mundo de la moda. Borchardt nos propone alejarnos del dicho kantiano universal: “el cielo estrellado por encima de mí y la ley moral dentro de mí”, para alcanzar una individualidad más creativa, más cercana a uno mismo. Su modelo es Goethe, el artista, que cuando realizó parques y jardines lo hizo con el corazón, que creyó haber encontrado la planta primordial durante un paseo por Palermo, que escribió una novela –Las afinidades electivas, cuyo título es un oxímoron que expresa exactamente la conjunción de libertad y necesidad— en la que los protagonistas se comportan como una comunidad vegetal, reagrupándose y conectándose dentro de un ambiente dominado por un jardín. Goethe, investigador de los colores, apasionado por el mundo vegetal.
Pasti, por su parte, abomina del proyectista que coloca árboles centenarios, olivos por ejemplo, en un jardín de nueva planta, como para ennoblecer a quienes no quieren hacer ver que son nuevos ricos. Critica con dureza a los que piensan que, en un jardín, tiene que prevalecer “el buen gusto”, y que de igual modo que usan sólo el negro para los trajes de noche, asimismo eligen el blanco como único color de un jardín verdaderamente chic. Y luego está la omnipresencia del prado, del césped que rodea tanto los adosados como las grandes mansiones. Son jardines muertos, negaciones del jardín. Ese trozo de alfombra verde perfectamente cortada y peinada se parece más bien a la habitación de una casa. Es estéril, neutro, lo más alejado de algo que excita la sensualidad. Por el contrario, en los antiguos jardines isabelinos se plantaba tomillo en medio de los senderos y de las rotondas para que las damas y caballeros, cuando lo pisaran con los tacones de madera propios de aquellos tiempos, liberaran su aroma.
Ceci n’est pas une pipe es el título de un cuadro de Magritte en el que una pipa flota en la nada, sola, aislada de cualquier objeto o contexto. No es una pipa, a pesar de querer ser la pipa, la esencia de una pipa, la pipa verdadera, ejemplar, el modelo de pipa. Porque ya no somos platónicos. Por eso mismo esa pipa no es una pipa. La crítica de Borchardt y de Pasti tiene un sentido parecido. Eso —nos dicen— no es un jardín, a pesar de que así se nombre un terreno lleno de variedades vegetales, regado y abonado, con césped uniforme, limpio y rodeado de perfectos arbustos. O justamente por eso no es un jardín, porque su apariencia es tan inmaterial como la de la pipa de Magritte, porque carece de vida, cuando si algo debe ser un jardín es vida, no la vida que soportamos sino la que nos entusiasma. “Amamos la vida —dice Nietzsche— no porque estamos acostumbrados a vivir, sino porque estamos acostumbrados a amar”. Así viven los vitalistas, así son sus jardines, auténticos, imperfectos, excitantes.
El jardín ha sido una de las metáforas preferidas por Nietzsche. En un texto de La Gaya Ciencia ensalza a quien sabe darle un estilo a su vida y para ello se convierte en una especie de artista de sí mismo, capaz de intervenir en “su propia naturaleza” y, mediante ejercicio y trabajo cotidiano, eliminar, esconder, resaltar, implantar rasgos de su carácter. La vida de alguien así es su obra, es su jardín. No tiene importancia que se haya llevado a cabo siguiendo un buen o un mal gusto, con tal de que sea su gusto. Será la obra de un individuo que no ha sucumbido a la fácil tentación de ser un impostor.
Estimular la sensibilidad debería de ser el objetivo de un jardín. Borchardt y Pasti aman apasionadamente los jardines a los que no se les da, sin embargo, ese nombre. Los rosales de una gasolinera que nos asombran por el tamaño de sus flores y que todas las noches, antes de cerrar el negocio, alguien cuida, corta sus capullos mustios, quita delicadamente los pulgones de las hojas con los dedos. Las vigorosas plantas aromáticas dentro de latas de conserva que aparecen en los bordes de las ventanas de viviendas modestísimas. La higuera, rodeada de acantos, que impregna con su olor a quienes pasamos por esa lejana estación de tren. Estoy de acuerdo: a mí también me encanta el brillo naranja de las caléndulas que rodean los pequeños huertos bidonville, separados unos de otros por viejos somieres metálicos, en la periferia de Valencia.
Todos esos jardines —dice Pasti— hablan la lengua de la más alta jardinería: valentía y soledad. Son heroicos. Reconstruyen el paraíso. La palabra paradisos —nos dice Borchardt— significaba originalmente “muro”, y de ahí pasó a ser la palabra que designa el recinto al otro lado del muro. Y reconstruir el paraíso es una ambición humana, un deseo de belleza, un cierto anhelo de dignidad. Borchardt dice que el suyo es un libro escrito por un humanista, porque el espíritu humano está presente en todas aquellas realizaciones sublimes en las que los humanos se han comparado con algo más alto y mejor: las bibliotecas, los teatros, los templos, los jardines. Lugares sacros. Pasti propone a todo aquel que quiera comenzar un jardín que se arme de paciencia, que aprenda a observar, que rece.
Todos llevamos dentro de nosotros un jardinero, concluye Pasti. Hacer jardinería no es una actividad, es un modo de ser. Y así, el jardín ha dejado de ser una metáfora, eres tú mismo mientras haces tú jardín.