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Mientras tantoEstos somos bajo presión

Estos somos bajo presión


 

Uno.

 

De un tiempo acá, como un vicio enfermizo y oculto, escucho Under pressure en un bucle que no quiero cortar, que no puedo cortar, que no sé cortar.

 

Unos días la escucho durante una hora, otros días más. Me obligo a parar («no estoy enloqueciendo. Es sólo una canción, no estoy enloqueciendo»).

 

Después, el silencio tan cargado de ganas de otra cosa.  

 

Después, las frases, las voces:

 

«It’s the terror of knowing/ what this world is about/ watching some good friends/ screaming let me out/ Pray tomorrow gets me higher high high/ Pressure on people, people on streets».

 

(Es terrible saber de qué va este mundo, mirando cómo algunos de mis buenos amigos gritan déjenme salir. Rezo para que mañana me sienta mejor. Presión sobre la gente, la gente en las calles).  

 

«Pressure pushing down on me/Pressing down on you no man ask for/Under pressure – that burns a building down/Splits a family in two/Puts people on streets».

 

(La presión me está aplastando, una  presión que nadie pidió, bajo presión los edificios arden, separan a las familias en dos y la gente se queda en la calle).  

 

«Insanity laughs under pressure/We’re cracking».

 

(La locura ríe bajo presión. Nos estamos rompiendo).

 

Dos.

 

He leído La habitación oscura de Isaac Rosa para un gabinete de lectura en el que estoy. Seguramente no la hubiera leído de otra forma. No sé, desconfío de los eslóganes y el de este libro: La novela de tu generación me da un poco de grima, de vergüenza ajena, de repelús.

 

El totalitarismo de las etiquetas del marketing no le pega nada a la buena literatura. Déjame que descubra por mí misma el eslogan. Además, ¿qué generación es esa? ¿De qué me hablas? Are you talking to me?

 

Que no, que no lo hubiera leído.

 

Pero la obligatoriedad a veces trae raras recompensas.

 

En doscientos cincuenta páginas de vértigo –como una imposible road movie en la que no se sale de un mismo escenario–, Isaac Rosa logra armar con palabras –palabras como tifones bíblicos, como tormentas de nieve, como aludes– todo eso que nos está pasando, ese under pressure que nos está aplastando todo el tiempo, todos los días.

 

Hace mucho que un autor no me llevaba a donde le diera la gana, que no acompasaba mi ritmo cardiaco con el suyo, que no me enceguecía para que lo siguiera al lado oscuro sin miedo, sin condiciones, sin suspicacias.  

 

Me dejé flojiña: entré en la habitación oscura. Es que yo también necesitaba –necesito– una habitación oscura. Yo era una de ellos: esos veinteañeros entusiastas, apasionados, sexuales, juguetones, intensos, que pensaban que todo lo que vendría en el futuro –que habría futuro– sería mejor, más calmo, brillante como un día que no es hoy.

 

Pensaba que cuando llegara el momento estaríamos a gusto con la vida.

 

Mejor que nuestros padres, infinitamente mejor que nuestros padres que se resignaron, que se conformaron, que pobres de ellos, gente sin miras, sin recursos intelectuales, sin un volcán por corazón.

 

Gente, digo, que nunca gozó dejándose hacer y haciendo en una habitación oscura.  

 

Nosotros éramos distintos, nosotros no nos resignaríamos.   

 

Yo era (yo era) una joven que creía que si estudiabas una carrera y si te esforzabas mucho-mucho y emigrabas a un país europeo y firmabas los suficientes papeles –contratos, matrimonios, convenios, créditos– la vida se convertiría en un comercial de BMW o de Ariel líquido.

 

Pensaba que vendrían el amor de la vida y los niños –porque cómo no- y vendrían los cumpleaños –el niño haciendo tres con sus deditos regordetes- y vendrían las risas –«con papá, con mamá»– y nos tomarían una foto tonta en la que el perro se nos sube encima y nos hace carcajear.

 

Y esa foto la enmarcaríamos y la pondríamos sobre la chimenea de la casa.    

 

Porque habría chimenea. Porque habría casa. Porque habría ganas de poner una foto en un marco.

 

Nada de eso pasó. Under pressure. Under pressure.

 

Watching some good friends screaming let me out.   


Let me out.


Dice el narrador –que en realidad somos yo, tú, él/ella, nosotros, vosotros, ellos– de La habitación oscura de Isaac Rosa:

 

«En qué momento la comedia dejó de tener gracia. Podríamos discutirlo ahora y cada uno tendría una respuesta, un día en que, al decir su frase del guión, notó que la sonrisa se le cementaba en la cara y le costaba seguir el diálogo hasta el final (…) fue algo progresivo, una descomposición lenta, con el paso de las temporadas fue pesando más el cansancio, y las risas enlatadas perdieron fuerza hasta que un día dejamos de oírlas. No, ya no éramos los protagonistas bellos y felices de nuestra propia telecomedia».

 

Ya no. Ya éramos cuarentones escuchando sin parar esta frase:

 

This is ourselves under pressure.  

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