En diciembre de 2007 tuve que ir a estudiar con San José, el papá de Jesús. Ese año mis hijas estaban por los 5 y 6 años y el niño Jesús les trajo un par de muñecas Barbies, ropa y un multijuego con escalera, ajedrez, damas chinas y parqués. Los regalos los encontraron al lado de la cama, en la mañana del 25, y sus caras eran una sola sorpresa al ver que, por arte de magia, esos regalos estaban allí sin que ellas se dieran cuenta.
Luego de rasgar con curiosidad los papeles de regalo, ver las muñecas y el resto de juguetes comenzaron las preguntas capciosas: ¿Cómo habían llegado los regalos hasta allí? ¿Por dónde había entrado el niño Jesús? ¿El papá había abierto la puerta? Para todas las preguntas les tenía una respuesta llena de fantasía, de regalos volando por el aire y de poderes para traspasar las paredes. Con cada palabra mía les brillaban los ojos y yo me las quería comer a picos ante tanta inocencia y credulidad.
Cuando Abril, la niña mayor, se detuvo en la tarjeta del regalo me dijo:
―Papá, el niño Jesús tiene tu misma letra.
Y caí en cuenta de mi descuido en la noche anterior. Sin tener una improvisación a la mano, le dije que me dejara ver.
―Si mi nena ―le dije mientras pensaba en algo―, sabe escribir como yo, a ver, ¡uy sí, es como mi letra! ―no sabía qué inventar cuando sin pensarlo, por puro reflejo dije― lo que pasa es yo estudié con San José, con el papá del niño Jesús.
Esto bastó para que dejara de mirarme y se concentró en el regalo. Yo respiré profundo pensando en el tiempo que les quedaba para conservar la fantasía. Muy pronto algún primo, amigo, conocido, les contaría toda la verdad.
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