Una moral inmoral
Tomemos pie en estas recientes palabras de Hasier Arraitz, secretario general de Sortu: “Nuestros debates tienen que ser políticos, sobre contenidos políticos; la ética hay que dejarla para cada cual”. Se asienta como axioma que la ética o moral es asunto de la conciencia individual, mientras que la política requiere más bien la falta de conciencia moral. Inspirarse en la moral sería un estorbo para hacer política. La misma doctrina propaga durante décadas nada menos que un catedrático jubilado de Filosofía de la UPV, Joxe Azurmendi. En su último libro postula que los requisitos para alcanzar la paz en Euskadi deberían ser “meras exigencias jurídicas y políticas, no éticas, y menos aún religiosas o criptoreligiosas”. Pues ha de saberse que reclamar arrepentimiento de quienes han arrebatado la vida a tantos conciudadanos manifiesta una actitud religiosa, o sea, un sinsentido en una sociedad laica. Se trata solo de empuñar el medio más eficaz para lograr la paz, y no de buscarla “con un humanismo sentimental falso ni con la moral dogmática del pacifismo”.
Claro que no hay política, sobre todo si se quiere democrática, que pueda pasarse de la ética. Quiero decir que no se apoye en juicios de valor ni suscriba preferencias morales, sean expresas o implícitas. El político que no lo reconoce se atiene también a una moral, pero a una moral aberrante. Su inmoralidad radica en mantener que la práctica mortífera que exculpan solo ha de enjuiciarse según la eficacia en lograr sus objetivos. Así nos topamos con el relativismo moral más atroz: qué sea bueno o malo, decente o indecente…, eso lo dirime la política eficaz, y no esa ética “que hay que dejarla para cada cual”.
Un funesto relativismo moral
Pensemos en una de las fuentes donde bebe tal relativismo. Vivimos una época en que toda aspiración de igualdad está bien vista y cualquier reserva frente a ella suscita la sospecha de elitismo o algo peor. La igualdad sin matices representa un ideal moral, toda desigualdad es sinónimo de injusticia. Pero el caso es que hay desigualdades injustas (la desigualdad de los iguales) y justas (la desigualdad de los desiguales), lo mismo que ciertas igualdades serán justas (la igualdad de los iguales), pero otras injustas (la igualdad de los desiguales). La desigualdad de impuestos para ingresos iguales sería injusta, pero justa la desigual obligación fiscal por ingresos desiguales. Estos distingos, no obstante, les suenan a nuestra izquierda abertzale a música celestial. He aquí una lista de las principales ecuaciones que pregona para mejor justificarse.
1) Equiparación de las violencias
La izquierda abertzale, si bien solo de boquilla, ha dado aquí un paso. Si antes la violencia estatal era malvada mientras la etarra provechosa para la liberación nacional, ahora resulta que para estos conversos toda violencia es mala sin excepción. “EH Bildu no quiere justificar o legitimar ningún tipo de violencia” (El País, 21-9-2013). Tan injustificable sería la de ETA contra el Estado como la del Estado contra ETA, la del ladrón como la del policía que se apresta a detenerle, la violencia ofensiva como la defensiva. Los tópicos de los biempensantes, ya lo sabemos, consagran a todas horas esa equiparación: condenamos la violencia venga de donde venga, y su larga parentela. Una sociedad que emite estos insensatos juicios de valor no sabe qué dice, pero eso que dice favorece a los ciudadanos más primitivos.
Ahí se concentra nuestra persistente ignorancia sobre la naturaleza de lo público, y sonroja tener que recordarlo una y otra vez. Ambas especies de violencia no son parecidas: la pública tiene precisamente como misión impedir en lo posible las privadas. También sirve ese criterio para la democracia, por más que ella cribe la violencia del Estado a través de los requisitos que le dicta el Estado de derecho. Por desgracia, se ha dado en ocasiones una equivalencia de hecho entre la violencia de uno y otro signo al probarse torturas o asesinatos de terroristas a manos de funcionarios públicos. En tales casos la violencia del Estado se degrada a terrorismo de Estado y pierde su superioridad moral de principio sobre la violencia particular… Pese a todo, recordemos que lo que denigra a los funcionarios que abusan de ella no desautoriza el uso imprescindible de la violencia pública. Y que condenar sin reservas a los autores de estas iniquidades no absuelve a sus víctimas cuando estas son indudables criminales políticos.
2) Equivalencia de las víctimas
La izquierda abertzale no distingue entre unas víctimas y otras, sino que se refiere a todas las víctimas en bruto, tanto a los asesinados por el terrorismo como a los caídos en sus filas. Con vistas a difuminar sus obvias diferencias, meten a todas en el mismo saco. A su juicio, no cabe establecer “una jerarquización ni clasificación entre ellas”, de modo que la responsabilidad por su aniquilación se iguala a fuerza de repartir entre todos la culpa de algunos. Todas merecen idéntico respeto, se hartan de repetir.
Para tender esta trampa igualitaria se proclama un principio tramposo: “El mismo sufrimiento tiene que recibir el mismo trato” (Bildu). De nada sirve discernir entre los sujetos pacientes, el contexto y el promotor de la violencia desencadenada, insisten. Basta con comparar el presumiblemente parecido dolor experimentado por los padres y parientes de cada víctima para hacer equiparable también el valor moral o político de las causas opuestas por la que ellas murieron. En último término, la igualdad inerte de los cadáveres de uno y otro lado borra cuantas diferencias mantuvieron esas personas en vida. Morir asesinando sería moralmente igual que morir asesinado.
A la postre, añadirán con toda desvergüenza, “a una víctima no le importa mucho” saber cuándo y por qué ha sido muerta (ibídem). Todo indica, sin embargo, lo mucho que a esa izquierda abertzale sí le importa. Ellos denuncian un “desequilibrio” en el plan de paz que se prepara, una indeseable “discriminación” entre las víctimas. A ellos les interesa sobremanera espesar la oscuridad en que las víctimas sean nada más que víctimas, sin añadir calificativos morales que las distingan. Es a nosotros a quienes nos debe importar separarlas, no solo para honrar la memoria de unas y reprobar u olvidar piadosamente a las otras; también para entrever por dónde hallará la justicia y la paz esta comunidad. Lástima que el otro día los regidores del PNV y Bildu de San Sebastián, y después en Vitoria los junteros de esos partidos nacionalistas y el presidente Urkullu en Bilbao presten homenaje a todas las víctimas…, en compañía de los del Partido Socialista de Euskadi (cfr. prensa del 10-11 de octubre 2012).
3) La admisibilidad de todas las ideas y proyectos políticos
La izquierda abertzale propone, en fin, un sorprendente “acuerdo por la convivencia democrática” que permita la “defensa de todos los derechos humanos, todos los proyectos políticos y todas las ideas”. Ahí es nada. De momento, parece difícil ponernos de acuerdo en una noción de derechos humanos si esos derechos deben ser compatibles con defender cualquier proyecto político, hasta los que inciten a perseguir al prójimo, y con aceptar como democráticas cualesquiera ideas, incluidas las que enciendan la mecha del conflicto civil.
Ese acuerdo sería, pues, imposible. El voceado derecho a su liberación del asesino encarcelado privaría de justicia retributiva a sus víctimas; el proyecto político etnicista choca de frente con un programa democrático; la propagación de ciertas ideas sembraría el miedo a expresar las ideas contrarias, y así sucesivamente. Pero es que el acuerdo propuesto sería, además, inaceptable. Pues no es cierto que en Euskadi exista “una pluralidad que todos debemos reconocer y respetar”. El recto sentido del pluralismo no conlleva admitir todo lo plural, cualquier doctrina o pretensión, bajo el estúpido criterio de que son variados. Al contrario, fija límites insalvables al respeto de esa pluralidad de idearios: excluye justamente los que, al ponerlos en práctica, violarían derechos humanos. Es decir, precisamente los que han secundado la coacción criminal contra el legítimo pluralismo en Euskadi.
* * *
En suma, una tolerancia universal es una tolerancia falsa e inadmisible porque sería una tolerancia que se destruye a sí misma. La tolerancia no puede acoger a los enemigos de la tolerancia. Ni para ellos ni para lo intolerable habrá tolerancia, si esta no quiere caer en una incongruencia palmaria. Esta virtud democrática combate la relatividad de todos los puntos de vista. Pero el lenguaje más “correcto” ha situado en la cumbre de los tópicos ese relativismo de valores que, una vez más, nos priva de capacidad crítica frente a los bárbaros. Pongamos el oído: eso es muy discutible; todas las ideas son respetables; todos somos culpables; no querrá usted convencerme; no hay que juzgar a nadie; no es ni mejor ni peor, sino simplemente distinto y docenas de lugares comunes por el estilo. Es hora de comprender que el relativismo moral reinante entre nosotros ampara con la mayor inocencia el relativismo abertzale.
Este relativismo lleva a la conclusión de que todos los comportamientos valen lo mismo y ningún juicio práctico resulta más apropiado que otro. Que nadie se esfuerce en sopesar las conductas conforme al grado de compasión o justicia que encierran. Los juicios políticos serán dispares, eso es todo. Y la osadía relativista de los herederos de ETA llegará a su colmo al pontificar que “la verdad será la suma de diversas e incluso diferentes verdades”… Pero ¿para qué seguir con tanto despropósito?