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Eugène Atget: el lírico olvido

En el actual mundo del arte, el objetivo de la fotografía ha sido implacablemente privado, girando a menudo alrededor de la identidad del artista. Esta postura ha sido interpretada como una búsqueda de integridad, frecuente en aquéllos alienados por la cultura dominante. Tenemos por ejemplo a la compleja figura de la fotógrafa artística Nan Goldin, cuyas transgresoras –a veces demasiado transgresoras-, imágenes permanecen en nuestra mente mucho después de haber abandonado su exposición. Para alguien como Goldin, especializada en documentar el submundo de su generación, la fotografía pretende ser un registro de la emociones, que en su caso están a menudo conectadas con un éxtasis que engloba todas las categorías del sexo. La representación de sus propios amigos bisexuales, gays o travestis presentan una cierta rebeldía al espectador burgués, que puede verse sorprendido por el carácter confidencial de las imágenes. De hecho, una de las exposiciones de la artista, en el Museo Whitney de Arte Americano, fue llamada Seré tu espejo, como si Goldin pudiera transformarse en el éxtasis del reflejo puro. Este tipo de intimidad presupone la noción de que vivimos en una cultura en la que la privacidad no existe, hasta el punto de que mucha gente asume que los programas de entrevistas y los reality de la televisión son una especie de verdad, no importa lo absurdo o lo degradantes que sea el producto que nos presentan. De hecho, dadas las tendencias actuales, el programa debe ser degradante para dar fe de su realismo.

 

Sin embargo, parte del problema con esta clase de fotografía contemporánea tiene que ver con la búsqueda permanente de una especie de trascendencia kitsch, que está ligada a una alienación que es ejecutada, más que sentida honestamente. Su propia conciencia, por supuesto, es concomitante con el narcisismo que destruye el sentido natural de sí mismo, exigiendo que el mundo sea visto a través de los ojos de una persona. Esto funciona en la vida contemporánea porque no podemos imaginar la integridad de forma aislada, sino que la buscamos en el espejo de nuestra vanidad. El imaginario de Goldin posee el poder de la autoestima, pero rápidamente –al menos para este observador- se convierte en la expresividad perversa de alguien que no cree en la emoción sincera, sustituyéndola en su lugar por una representación de esa emoción. Así que las escenas de sexo que ella capta representan cercanía en lugar de personificación de la misma. Por supuesto, este trabajo pertenece a la historia de la fotografía, y no hay nada inherentemente decepcionante en las intimidades de Goldin. La progresión del imaginario estaba obligada a asumir una relación cada vez más estrecha, destruyendo la distancia entre el fotógrafo y el fotografiado. Esto significaría, entonces, que la nostalgia sentida por la existencia de una distancia como esa, empezaría a parecer cansada y sentimental, incluso secundaria para los intensos sentimientos generados por la atracción erótica en el arte contemporáneo. Sin embargo, el actual trabajo tiene un coste, la destrucción de la distancia acaba con la idea de que el mundo, tal y como lo conocemos, existe más allá de lo efímero de la imaginación.

 

De este modo, una artista como Nan Goldin quiere destruir las fronteras entre las personas para poseer todo lo que pueda de la realidad externa, y la intimidad física asociada. Efectivamente, ella encuentra en el coito una trascendencia puramente humana. La naturaleza no existe a su alrededor. De hecho, apenas existe en el cinismo, implícito y explicito, de su estética. Pero qué pasaría si retrocediéramos en el tiempo, a efectos de contraste, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, a un momento en el que la fotografía estaba siendo desarrollada como una forma de arte. En ese momento, la documentación de las ciudades y de los parques y otros ejemplos de naturaleza desarrollada no estaba tan preocupada por la propia consciencia como lo que supone la experiencia fotográfica en los tiempos actuales. Esto ocurrió no sólo porque la naturaleza humana es diferente sino porque la historia de la fotografía es relativamente reciente: las posibilidades no se habían agotado precisamente porque todavía no habían sido vistas como factibles. Así que el artista era a la vez un documentalista y un explorador de la experiencia comunitaria. En muchos fotógrafos de ese tiempo, incluyendo a Eugène Atget, uno puede ver el intento de hacer que la cultura sobreviva paralelamente a la naturaleza sin sobreponer una a la otra. El mundo que él documenta, las ciudades en construcción y los patios, los parque desolados, pertenecen a otra forma de ver. Las emociones residen en lo que está siendo fotografiado más que en la estructura (a veces) simplista de la personalidad del propio artista.

 

Consecuentemente, el espectador encuentra a Goldin en un extremo del espectro y a Atget en el otro, a pesar desde luego de que no sería completamente justo juzgar tampoco a uno por encima del otro, ya que varias generaciones separan el tiempo en las cada uno de ellos estuvieron activos. Entre una y otra forma, encontramos que la práctica de la fotografía ha pasado de ser documental y de reportaje, en el sentido de Atget, al personal y secreto de Goldin. Viendo su trabajo, uno apenas puede imaginar que ellos pertenecieron a la misma profesión, tan diferentes son sus sensibilidades. Sin embargo, además, como visitantes, vemos el arte, tanto histórico como contemporáneo, según las luces de nuestro particular tiempo, que ya no confía en el lirismo como un principio artístico. De hecho, buena parte de –por no decir toda- la fotografía contemporánea ya no está interesada en la belleza. 

 

Pero es justo también preguntar si los logros de Atget estaban enfocados hacia la belleza o si el lirismo de su fotografía es consecuencia de una práctica dominada por la estética funcional de la documentación. Atget no se veía a sí mismo como un fotógrafo artístico. Él fue quizás algo mejor: un artesano trabajando en un momento en el que esa profesión tenía dignidad y no había sido subyugada por la tecnología. Por emplear de nuevo la idea de distancia –la distancia histórica entre la percepción vocacional del artista y las limitaciones comerciales en un sentido puramente técnico-, forma parte de la percepción de un autor a la hora de crear imágenes. Atget se veía a sí mismo como una especie de asistente a la memoria de los pintores, documentando meticulosamente el viejo París por el bien de los propios pintores parisinos, cuyo impulso figurativo conserva escenas cada vez más detalladas que eran fieles a la realidad. Pero había una ironía en la interacción entre el artesano y los pintores que utilizaban a Atget. Resulta que el altruismo de Atget se convierte en un imaginario que era tremendamente impersonal. No hay un sentido de sí mismo en su trabajo. Su ojo está centrado en el exterior más que en el interior. Debemos recordar que la mirada externa fue la combinación de varios atributos: la propia personalidad de Atget y la posición social del fotógrafo como artista son los más importantes.

 

La impersonalidad como base para una postura estética –además de moral- en el arte contemporáneo ha sido meticulosamente rechazada. Sin embargo, en Atget tenemos algo diferente: el amor por las cosas como son, sin las imputaciones de carácter o personalidad. Si bien puede ser cierto que nunca podremos alcanzar un estado de objetividad pura, hay grados asequibles de objetividad que se puede lograr. Atget logró lo que debería llamarse un ojo perfecto, a expensas de la emoción, lo cual no habría sido aceptable para los artistas que compraron sus fotografías. Sin embargo, el logro de Atget no descarta la poética, que sobrevive en todas las fotos que hizo. Es difícil definir exactamente lo que es esta poesía, porque se presenta en silencio, sin la menor afectación. Y es precisamente esta falta de afectación lo que da al artesano su valor como artista. A diferencia de Goldin, que no puede concebir una imagen sin imprimir su carácter, Atget encuentra una melancolía desinteresada en la persecución de lo real. Es más, su sentido del realismo es tan arraigado que llegó a ser, en la moda francesa, testigo surrealista en su foto Pendant l’eclipse de un grupo de gente mirando un eclipse en 1912 que fue recogido por una revista surrealista y publicado en ella. Todo el mundo había levantado la cabeza para contemplar el eclipse, que no aparece en la imagen. Como resultado, hay un documento curioso de una búsqueda de algo que no está ahí.

 

Lo absurdo de la fotografía es sin duda que es una fuente de entretenimiento basada en la incredulidad, ¿Qué están mirando en realidad? Esta podría ser una buena manera de describir el arte de Atget, que oscila entre un detallado realismo y una evocadora poesía. Las imágenes llegan de fuentes conocidas. Sin embargo, la sensación que un espectador podría llegar a asociar a las imágenes tienen que ver con el sentido de la presencia mágica que existe, aparte de los detalles realistas que el arte de Atget contiene. No es que Atget esté buscando este efecto, simplemente sucede que compone sus fotografías de tal forma que subraya los persistentes trazos de la actividad humana que él entiende como parte de su composición, pero en la que a menudo no se centra. El resultado de esta extraordinaria clase de creatividad es que las fotografías retienen la innata dignidad de su imaginario. No importa si Atget está buscando la cultura en las formas de la arquitectura, las estatuas clásicas o en la naturaleza como aparentemente existió o en los parques semiabandonados. Si la nostalgia entra en un proceso que es difícil de determinar, podría ser la inconsciente querencia de un artista empeñado en captar edificios y parques antes de que cambiaran para siempre, y nosotros podamos así recordar su cuidadosa manera de retratar los barrios de París. Esta atención que se presta podría considerarse como desinterés y acaba dando como resultado imágenes de extraordinaria dignidad.

 

Estas fotografías señalan por sí mismas de manera elocuente la intensa pureza de Atget, su habilidad para interpretar el patetismo de unas grietas en una fachada de piedra. Tal vez, la mejor palabra para sus logros es el pathos que respeta el velo de misterio y el refugio psicológico que a menudo encontramos en sus fotografías. In Joueur d’orgue (1898-99) encontramos que el patetismo tiene un rostro humano. La imagen es de un jugador barbudo, probablemente ciego, acompañado por una joven que, al parecer, en la excitación del momento se ha entregado al goce de la propia expresividad. Pero su placer es distinto del de Goldin. La emoción incluida en esta imagen es social: las personas de la fotografía se ganan la vida en la calle, así que poseen una vulnerabilidad inherente que es tanto más así porque Atget les proporciona el valor de su arte (y el de ellos mismos). Vemos que esta es la franqueza de la imagen. Es decir, la falta de emoción retórica acerca de los pobres es lo que le da a esta imagen la inmediatez de lo inquietante. Es quizá más inteligente reconocer las clases sociales que desterrarlas infructuosamente. Como si pudiéramos hacerlas desaparecer. Una gran parte del atractivo emocional de Atget en sus retratos tiene que ver con la transparencia de su visión, en la que a las cosas se les permite existir tal y como son. Si le atribuimos sentimientos a la fotografía Joueur d’orgue no haremos justicia a lo que estamos contemplando. En su lugar aumentaremos su grado de emoción hasta el punto donde los sentimientos llegan a carecer de sentido.

 

Esta es la razón de que la grandeza de Atget se mantenga por sí misma foto tras foto. Él rechaza cargar de emoción sus trabajos, que el tema no se transforme en una mera obra decorativa o bella. De hecho, él deja a las cosas ser, deja que sus hallazgos hablen por sí mismos. Es una estrategia brillante, sobre todo para el arte de la fotografía, porque esto desemboca en unos hechos visuales que tienden a llevar a los márgenes la volatilidad emocional. Curiosamente, en la fotografía Chiffonier (1899-1900) el trapero mira con furia al fotógrafo probablemente porque éste ha dejado en evidencia su condición social. En esta imagen Atget no sólo rompe la privacidad del hombre y de su profesión, sino que el comentario no llega del fotógrafo sino de la persona que está siendo fotografiada. Es un imagen maravillosamente ingenua y desesperada al mismo tiempo. En una democracia mercantilista, los marginados valoran su privacidad como una cuestión de supervivencia psicológica. Como es de imaginar, la mirada de Atget se dirige al hecho en sí, al tema, de tal forma que la imagen conserva la violencia y el patetismo, pero la foto no queda sesgada con una falsa emoción. La pista que enlaza el patetismo con la trivialidad es tan cambiante como resbaladiza, pero el tratamiento que Atget otorga a las profesiones tiene algo de científico, como el fotógrafo alemán August Sander, más o menos contemporáneo de Atget, que desarrolló una taxonomía casi científica de los oficios que fotografió.

 

La exposición de Atget en el Museo de Arte Moderno de Nueva York tuvo un título significativo: Eugene Atget: Documents pour Artistes, o documentos para artistas. Las más de cien imágenes de la muestra presentaban un artista según las exigencias del documento. Atget parece ser incluso más auténtico y artístico cuando su trabajo era consumido del mismo modo que es considerado como profesional el de los artesanos. Desde luego, la realidad social es parte de la gran fotografía. Algunos de sus imágenes más fascinantes muestran a prostitutas sentadas a la puerta de un burdel, o madames consortes. Curiosamente, a la hora de mostrar a estas mujeres Atget ni juzga ni coquetea. Se limita simplemente a registrar lo que ve. Su trabajo presenta, pues, una alternativa a lo que equivale al culto contemporáneo sensacionalista, la sexualidad manifiesta y el gesto extravagante. Hemos hablado de las razones históricas por las que esto es así, pero también podemos esgrimir el ejemplo de Atget como una suerte de correctivo a la propia conciencia de la teatralidad, de puesta en escena, que forma parte de una parte de la fotografía actual. Hay una moderación en esas imágenes que las hacen mucho más atractivas. Los motivos de Atget, limitados sin embargo en su origen, afloran en obras que siguen siendo reales y emotivas a día de hoy.

 

La fille publique, faisant le quart (abril, 1921) muestra a una prostituta con falda corta sentada en una silla a la entrada de su lugar de trabajo. El rechazo de Atget a juzgarla, en este caso una determinada apuesta por la contención, podría ser también consistente parte de la actitud de la sociedad francesa del momento. Uno vacila a la hora de atribuir otros motivos a esta fotografía, en gran parte a casusa de absoluta impersonalidad del disparo. No hay nada realmente en su vestimenta que anuncie que la mujer esté en venta. El énfasis en la imagen está más en el edificio de atrás, donde la mujer trabaja. Si esto puede ser calificado de  momento erótico, es evidente que se trata de una mujer sin compromiso. Obviamente, una artista como Goldin es mucho más explícita y, de hecho, en una de sus fotografías vemos cómo su pareja eyacula. Queda más que claro el brutal contraste entre una erotización que no deja el menor resquicio a la imaginación y la sensatez de Atget. Si bien uno podría argumentar que Goldin es un caso extremo de expresividad sexual, su fama y el éxito podrían ser presentados como una prueba de su aceptación social, hasta el punto de que está considerada como una gran artista. (No es mi intención aquí juzgar el trabajo de Goldin tanto como utilizarla como una figura contemporánea que sirva de comparación y de contraste con otra visión muy diferentes de la fotografía).

 

Tal vez sean las escenas de parques las más memorables de toda la obra de Atget. Sus fotografías del Jardín de Luxemburgo en París o el parque abandonado en Sceaux demuestran una sensibilidad auténtica hacia la historia perdida, y también hacia la escultura neoclásica que puebla los olvidados bosquecillos de Sceaux. Podemos decir que Atget es una suerte de epítome del historiador del paisaje, uno para el que la melancolía asociada a la nostalgia ocupa el primer plano. Esas fotografías nos cuentan que toda historia contiene algún tipo de pérdida y que el pasado es irrecuperable excepto como fuente de pesadumbre. Me parece que ahí radica la grandeza de Atget como fotógrafo: su rechazo a ofrecer una visión aséptica o decorativa de lo que tiene delante. En las fotografías del parque de Luxemburgo, por ejemplo, vemos la escultura de un ciervo de pie en una circular cama de flores (1919-21), una imagen que retrata de forma certera la amable coexistencia entre la naturaleza y la cultura. En otra fotografía, de 1923-25, la  conmovedora imagen muestra un amplio camino resguardado en ambos márgenes por árboles venerables y edificios a lo lejos. El parque permite deslizarse hacia una esplendor aristocrático levemente deslucido, permitiendo que tanto el fotógrafo como su audiencia puedan retrotraerse unos cientos de años. Esta amplitud de experiencia representa el equivalente a un misterio, en el sentido de que el enigmático Atget, de quién no sabemos mucho, reviste sus imágenes de un verdadero espíritu, que reconocemos, pero que no podemos caracterizar de modo específico.

 

El ambiente que estoy tratando de describir es similar al tono en la poesía, que es una parte inseparable del verso pero que no puede ser desgajado de las palabras. Hay algo extraño y acaso torpe en el trabajo de Atget, pero esto no empece la magia de sus logros. En lo que podrían ser sus mejores creaciones, las imágenes del ocioso parque de Sceaux, vemos cómo Atget toma fotos de las esculturas neoclásicas que a veces se ven invadidas por el follaje y los arbustos sin podar que las rodean. En una de estas fotografías, de la serie Parc de Sceaux (1925), el ánimo pesaroso se acentúa a causa de la luz que había en el momento en el que se tomó la foto, en marzo, a las ocho de la mañana. En la fotografía, una figura de piedra permanece de espaldas a nosotros, mirando hacia un estanque enmarcado por árboles. Se trata de una estampa fantasmal. Lo que hace Atget en esta secuencia del parque es comparable en sus efectos a la mayor parte de su trabajo. De hecho, hay más de un tipo de tiempo pretérito aquí: estamos ante el esfuerzo de Atget de retratar el pasado fotografiando antiguas manifestaciones de la cultura, en la forma de la figura y el estanque. Por último, y esto es lo mejor, el verdadero pasado de la naturaleza, que se ha recuperado parte de su salvajismo gracias al abandono. Atget, un erudito del tiempo, ha hecho el intento de resucitar, aunque sólo sea por un instante, la enrevesada historia que él encuentra precisamente aquí.

 

Otra imagen, de abril de 1925, presenta los reflejos de árboles en una estanque. Se trata de una imagen sencilla –también mágica-, en la que se refleja y profundiza en la belleza inherente de los árboles. Tomada en el último año de su vida, esta fotografía refuerza nuestro sentido de la continuidad frente a la vida que cambia. Dos altos árboles se mantienen erguidos, uno al lado del otro, frente a un estanque relativamente pequeño, que capta su reflejo, y que es fotografiado por Atget con un tono más oscuro que los propios árboles. Esta es la clase de naturaleza indómita que se ha vuelto aceptable para la gente. ¿Está el artista de luto por la desaparición de la belleza salvaje o documentando su pesar por haberla perdido para siempre en un parque trazado por el hombre? La imagen resultante es un acusado contraste con los edificios de la ciudad, los palacios y los muros que de alguna forma representan otro tipo de mentalidad. Se podría decir que estas imágenes Sceaux –al menos la mayor parte de ellas- contienen una suerte de humanidad ahogada por el arrepentimiento, por la pérdida de naturaleza a manos de la cultura, y por la pérdida de la cultura con el paso del tiempo. En las últimas imágenes del parque de Sceaux, podemos ver cómo Atget traza una línea en la que una belleza profundamente sentida conecta con el pasado. De alguna manera, los artistas son todos historiadores, como lo es Atget, y de una manera inimitable.

 

Para volver a la actualidad: ¿Cómo podríamos reconciliar el trabajo de Goldin con el de Atget? El lector podría afirmar que la comparación es tendenciosa. Sin embargo, sería prudente recordar que ambos artistas son figuras cruciales a la hora de tener en cuenta la creación cultural de su respectiva época. Difícilmente podemos dejar de ser lo que somos, y en los tiempos posmodernos, el sueño de la inocencia a menudo se convierte en pesadilla. Atget nos ofrece algo distinto de los placeres fugaces del ser. De hecho, presenta a su audiencia una visión que al principio está concebida para mirar al pasado, pero tan sólo para confirmar la anticipada contemporaneidad de esa nostalgia. Él no toma hace fotos que parecen pinturas; siendo fiel a su propio oficio, toma fotografías que están al servicio de lo más alto de las bellas artes. Sus logros radican en su capacidad para compaginar una vocación de servicio y al mismo tiempo encontrar en ella espacio para una creatividad que es tanto más notable por su capacidad de ensoñación.

 

Como espectadores del siglo XXI, vemos las fotos bajo una luz diferente y las interpretamos a la luz de nuestras expectativas sociales (y eróticas). Lo que vemos en la obra de Atget es una visión erótica de la cultura y la naturaleza, pero sublimadas de tal forma que nuestras emociones no están dominadas por el sensacionalismo. Esta es la marca del gran arte. Atget no nos defrauda, aunque queda claro que, si estuviera vivo, fácilmente podríamos decepcionarlo.

 

 

 

Jonathan Goodman es poeta y crítico de arte. Ha escrito artículos sobre el mundo del arte para publicaciones como Art in America, Sculpture y Art Asia Pacific entre otras. Enseña crítica del arte en el Pratt Institute de Nueva York. En FronteraD ha publicado, entre otros, John Chamberlain: el ‘encaje’ de la escultura, Willem de Kooning: el primero entre iguales, Rong Rong: chino romántico, Los dibujos escultóricos de Serra, Pistoletto. Teatro para todos, Liu Fei: una sonrisa perfecta,  Mark Lombardi, la conspiración como arte, El impulso gráfico del expresionismo alemán, Gerhard Richter en el Drawing Center y Gema Álava, un mundo atrevido.

 

Traducción: Cristina Jiménez Orgaz

 

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