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Mientras tanto‘Eugenio Oneguin’, ¿se hablaron?

‘Eugenio Oneguin’, ¿se hablaron?


Cartel de "Eugenio Onegin" - Temporada 24-25 Teatro Real
Cartel de «Eugenio Onegin» – Temporada 24-25 Teatro Real

La nueva producción de Eugenio Oneguin de Chaikovski en el Teatro Real es el típico ejemplo, al menos desde la butaca, de un equipo artístico que ha hablado poco o nada de lo que querían hacer. ¿Por qué? Pues porque la dirección musical de Gustavo Gimeno, el próximo director musical del teatro, va por un lado y la dirección escénica de Christof Loy va por otro.

Mientras el primero sigue derroteros italianizantes de una partitura que se hizo a la contra de la grand opéra francesa, el segundo se posiciona en las puestas en escenas más recientes. Sobre todo, las germanófilas y que vienen del este europeo.

Por eso lo que se ve no se escucha y lo que se escucha no se ve. Generando una disfunción cognitiva en el público. Un público que, respondiendo como el perro de Paulov a lo que le han enseñado y, también, a lo que prefiere y a lo que dicen las críticas, optará por la propuesta de Gimeno a la de Loy.

Es cierto que la primera, la dirección musical, aparte de fallos de dirección, como trompicones o desviaciones que tuvo que fintar y corregir, es amable con el oído que va a la ópera para luego cenar. Mientras que la segunda, la escénica, no da resuello, sino fuera por la llegada del personaje Monsieur Trinquet, vestido de payaso y con globos de colores.

Porque según Loy, lo que se cuenta, se canta y se oye en Eugenio Oneguin es la historia de un jovenzuelo díscolo y entretenido que rechaza el amor que le declara la soñadora y letraherida Olga. Él quiere vivir la vida. Y para poder hacerlo tiene que vivir solo.

Pero una vez vivida y viajada suficientemente, le corroe el élan que procede del aburrimiento de la persona que lo ha vivido todo. ¿Qué le queda por hacer? Casarse y tener una vida de costumbres. Olga, que ha madurado y se ha sofisticado, se convierte en la opción perfecta ahora que no quiere estar solo. Pero ella se ha casado y, aunque la pasión sigue por dentro, renuncia por una vida estable con su actual marido, evita el riesgo. Así que, Eugenio, si querías soledad, aquí tienes dos tazas.

Lo que pasa es que su puesta en escena abre una vertiente que parece no querer explorar. Es ese momento al inicio de la segunda parte en la que Eugenio no se demora, como se dice en la obra, sino que se encuentra con su amigo Lensky, con el que se va a batir, previo al duelo. Entonces le abraza de una manera más que amistosa.

Y se empieza a entender por qué había boicoteado a sabiendas la relación de Lensky con Tatiana. Algo que siempre se describía como caprichoso, ahora tiene una justificación. Una justificación que Lensky también entiende y explica lo que pasa en el duelo. Y que seguramente Olga entendió por lo que se mantiene fiel al matrimonio cuando Oneguin vuelve.

Es de suponer que Loy, que ya había trabajado esta ópera previamente, y a la que parece que nunca le había dejado de dar vueltas, encontró todo esto en el libreto, y, sobre todo, en la partitura. Al menos es lo que se deduce de la conversación que se reproduce en el programa que se puede recoger a la entrada.

Gimeno, no parece ver lo mismo. Para él todo son unos sentimientos desbordados. Bruscos. Más allá de la vida, la muerte y todo lo demás. Su dirección es enérgica. En cierto modo a lo que se entiende como carácter ruso, y, como ya se ha dicho, a lo italianizante, es decir, lírico. Solo hay que ver cómo se mueve dirigiendo y oír como mueve a la orquesta, llevar el oído y la mente limpios de grabaciones anteriores de discursos académicos y musicológicos y observar.

Entre ambos, están los cantantes. Planteándose qué hacer con el cuerpo, cómo acompañar lo que hacen y dicen los personajes con la voz y con el canto. Una pelea que no gana nadie. Ni siquiera el público. Llegado el momento, este parece optar porque está viendo una versión concierto de arias y, como hay muchas partes sinfónicas, hechas para el baile, como si estuviera en un concierto. Por cierto, un baile que en escena se pone lleno de contorsiones y connotaciones sexuales explícitas.

Al final, la sensación que queda es que se ha cumplido con la tarea de ir a la ópera. Se ha hecho tick in the box de ver un clásico del repertorio, pero no uno habitual. La ópera rusa no es lo que más mola y por eso se programa poco. Aunque Chaikovski y su Cascanueces, siempre vuelven a casa por Navidad.

Y las conversaciones que se oyen al azar en el restaurante durante la cena son “Me gusta” o “No me gusta”, lo mismo que dicen de los platos que están tomando. Como máximo se articula, como teléfono estropeado, alguna cita del programa, de las críticas o de algún musicólogo bien informada.

Cuando la pregunta que pretende hacer esta ópera con su música al público es «¿Qué prefieres? ¿costumbre o felicidad?» Y es que Chaikovski comenzó con la costumbre, de casarse con una mujer que le adoraba, dicen que, hasta la obsesión, pero a la que aborrecía. A él le gustaban los hombres. Matrimonio, que celebró siguiendo la costumbre, la tradición que representan en esta ópera la madre de Olga y Tatiana y el ama de llaves. Donde la felicidad no pasa y si pasa es una enfermedad.

Lo que canta Oneguin al final, no es tanto el rechazo de Olga, sino lo que este rechazo le hace entender. La soledad no deseada que, en aquella sociedad, a la que vuelve, va a tener que vivir por haberse jactado de la costumbre, por haber elegido la felicidad. Algo que tal vez Loy tiene pensado y perfilado, o eso dice en el programa. Pero Gimeno, no. Y esa disonancia se escucha y se ve en cómo Iurii Samoilov interpreta su aria final. Con confusión y una afectación poco creíble por una falta de dirección clara que poco o nada emociona a un público que sale rápido ya que los restaurantes para cenar cierran pronto o no se le dará bien la vuelta a casa.

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