En noviembre de 2011, los presidentes de Rusia, Kazajstán y Bielorrusia firmaban un acuerdo por el que se comprmetían a establecer los medios para una Unión Euroasiática. La ceremonia de la firma fue emitida por la televisión estatal rusa. Desde 2010 los tres países ya disfrutaban de un acuerdo de unión aduanera. El objetivo es que para 2015 –o incluso antes si las circunstancias lo consienten– puedan disponer de una unión económica y, para ciertos asuntos, también política.
El modelo es la Unión Europea. Aunque algunos analistas, más críticos, señalan que la Unión Euroasiática supone un renovado despertar de los imperialistas sueños de grandeza rusos. En un futuro, Kirguizistán y Tayikistán podrían sumarse a esa Unión Euroasiática. En los planes de Moscú también se incluirían futuras adhesiones, como Ucrania o algunos países del Cáucaso.
El viejo concepto de Eurasia, que desde los años de El Gran Juego, ha experimentado diversos grados de actualidad y preponderancia en los análisis geopolíticos, cobró una vigencia renovada tras la desaparición de la Unión Soviética. Los países de Asia Central –en especial los conocidos como los cinco Tanes– poseen una parte significativa de las reservas de gas mundiales. También disponen de otros recursos geológicos que los convierten en socios comerciales especialmente atractivos para las potencias mundiales: Estados Unidos, China, la Unión Europea y, por descontado, Rusia, antiguo dominador que aún ejerce una notable influencia en la región –aunque no tanta como desearía–.
La situación geográfica de los Tanes de Asia Central facilita que China considere su importancia estratégica como región de paso para algunos mega proyectos que implicarían el trazado de carreteras y líneas ferroviarias destinadas a comunicar Asia Oriental con Europa. Algunas de las futuras conexiones energéticas –en especial gaseoductos– atravesarían, de confirmarse, Asia Central hacia el oeste y hacia el este: llevando energía hacia Europa, uno de los principales socios energéticos de estos países, y también hacia China, un cliente ávido de recursos dispuesto a pagar generosamente y, muy importante, a no exigir mejoras democráticas y de respeto a los derechos humanos. Estados Unidos y la OTAN, a su vez, han aprovechado la situación estratégica de países con Kirguizistán para canalizar parte de su logística en la larga –fallida y, en ciertos sentidos, miserable y cínicamente criminal– guerra de estabilización de Afganistán. En estos momentos, se están cerrando los acuerdos que permitirán la deshonrosa retirada de las tropas de la coalición.
A comienzos de este año, editado por Península, se publicó en España el libro El retorno de Eurasia (1991-2011). Veinte años del gran espacio geoestratégico que abrió paso al siglo XXI. En la obra, cuya edición ha estado a cargo de Francisco Veiga y de Andrés Mourenza, se recogen contribuciones de varios expertos de España, Cuba y Venezuela que analizan la importancia histórica y geopolítica de una región que no se limita a los ya citados Tanes: Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán. Dentro del concepto geográfico de Eurasia se pueden incluir también a las pequeñas y conflictivas repúblicas del Cáucaso, a Afganistán, a su vecino Pakistán, a Irán y a Turquía. País, este último, que en las últimas décadas ha tratado de ampliar su esfera de influencia justificando su interés –económico– en la zona con una construcción teórico-política basada en los lazos étnicos con los pueblos turcomanos que pueblan desde hace siglos el Asia Central.
Los análisis contenidos en El retorno de Eurasia ayudan a comprender la importancia actual de esa inmensa región conocida como Eurasia, una región a la que desde los tiempos de Ruy González de Clavijo se ha dedicado una atención relativamente escasa en nuestro país. En los últimos años, si excluimos los trabajos académicos y algunas publicaciones especializadas, tan sólo el diplomático Jesús López-Medel, que ahora recuerde, se ha ocupado con un cierto detenemiento de Eurasia.
Además de la Unión Euroasiática, la región cuenta con otro foro de negociación internacional: la Organización de Cooperación de Shanghai, organización dominada por China y Rusia y que permite negociaciones en materia de seguridad, economía y residualmente en materia de cultura. Este foro –todo un ejemplo de club de países no demócratas– permite a los gobiernos de Moscú y de Pekín escenificar sus acuerdos geostratégicos en la región. Los desacuerdos entre y las suspicacias mutuas entre ambas superpotencias –variados y de calado– quedan por el momento en un segundo plano, protegidos por los buenos modos de la diplomacia en su acepción más precisa, bien expresada hace años por un político africano: el arte de engañar casi por completo a tus aliados sin conseguir engañar a tus enemigos todo lo que te habría gustado. Ecuación especialmente complicada cuando aliados y enemigos coinciden, como es el caso de Rusia y China.
Son numerosos los analistas que señalan que la relación entre Moscú y Pekín será todo lo buena que pueda ser hasta que termine desembocando en un conflicto abierto. Por ejemplo, a cuenta de la expansión China en Siberia Oriental. Otros, en cambio, afirman que las políticas exteriores de ambas potencias están presididas por el pragmatismo, siendo por tanto relativamente fáciles de armonizar: mientras haya ingresos suficientes para repartirse, no habrá problemas, mejor compartir que enfrentarse. De momento, parece demostrarse como un buen argumento para propiciar entendimientos allí donde, según la lógica occidental, sólo debería haber discrepancias.