Dadas las circunstancias y en calidad de excepción, nos alejamos por una vez de la estética historicista que suele regular este blog para dar cabida a una entrada relevante, vigente, pero eminentemente contemporánea. Lo hacemos sin ningún tipo de reparo, ya unas semanas después del final de la Eurocopa, y en vista de las opiniones que se pueden leer en los diarios de Europa, desde Zurich hasta Londres, donde se ha evaluado el torneo a nivel organizativo, económico, futbolístico y pare usted de contar.
Lo que aún no hemos leído es el efecto ha tenido la competición, no ya en Polonia y en Ucrania, sino en el resto de Europa. Por ejemplo, en los días previos a la partida de la selección de España hacia su campamento en el extremo norte de Polonia, el Presidente del gobierno, Mariano Rajoy despidió a los chavales de La Roja con un mensaje que fue más claro que solidario, totalmente oportunista y francamente insensato: vayan a ganar, chicos, que España necesita ilusiones.
Como ha sido el caso cada una de las contadas veces que Rajoy ha hablado al público o la prensa este año, la respuesta ciudadana fue de plena y profunda indignación. Al mismo tiempo, sin embargo, la respuesta de la selección, acaso independientemente de las palabras del presidente, estuvo acorde con las expectativas del jefe de estado: España fue creciendo a medida que el torneo lo ameritaba, despachó rivales sin mayor soberbia, aunque a la vez con pocos problemas, recibió apenas un gol en toda la competición (en el primer partido, ante Italia) y se hizo de la Copa sin perder un solo juego.
La fiebre de La Roja fue in crescendo en España, como era de esperarse, de partido en partido, de fase en fase, de semana en semana, hasta que, finalmente, todo el mundo llegó a creer que, en efecto, no hay dos sin tres. Resultó que Rajoy tenía razón, que las masas clamaban desesperadamente por un poco de opio, y que el fútbol volvía a triunfar.
Dados los años que ha vivido la selección española recientemente, no causa gran sorpresa el entusiasmo que despertó su actuación en Polonia y en Ucrania. Sin embargo, ¿cómo se vivió el torneo en Francia, por ejemplo?
A pesar de que los bleus llegaron invictos tras casi dos años a la Eurocopa, la afición francesa mostró reticencia por apoyar a los suyos, llevando un contingente de apenas mil fanáticos al este de Europa. Pero, a pesar del bochorno protagonizado por el once galo en el ultimo mundial, la ciudad de Arles, por dar un ejemplo, estuvo completamente paralizada durante las dos horas en las que Francia se jugaba el pase a cuartos contra Suecia. Ganaron los vikingos, pero pasaron los franceses, y en los cafés de la plaza central de la ciudad provenzal, abarrotados a más no poder y todos y cada uno de ellos mostrando el fútbol por televisión, se vivieron los minutos finales del partido entre Inglaterra y Ucrania, el que decidiría si Francia pasaba o no, como una auténtica final.
También en Italia, donde el final de la Serie A se vio empañado por un nuevo escándalo de corrupción, apuestas, amaño y demás, la Eurocopa se apoderó del imaginario de la población paso a paso. Justo antes de que empezara la competición, Prandelli, seleccionador de la nacional, anunció que de ser necesario Italia rescindiría su participación como medida para limpiar la institución futbolística en el país. Esto, combinado con el hecho de que Italia se enfrentaba a la vigente campeona de Europa y el mundo en el primer partido, fue suficiente para bajar las expectativas de la población a niveles inusitados. Pero la buena actuación de la squadra azzurra en el duelo ante España reavivó el interés de una nación que, generalmente, muere por su fútbol.
Fue así como a mediados de junio, un domingo de Formula 1 y de cuartos de final de la Eurocopa ante los pérfidos ingleses, me encontré en el norte de Italia, entre Torino y Milán, rodeado de gente de todas las edades que, ocho horas antes del encuentro, no hacía más que hablar de deporte y finiquitar los preparativos para un gran día. Lo fue, un gran día para Pirlo, un gran día para Fernando Alonso en Valencia, y La Gazzetta dello Sport, unas horas más tarde, no sabía cómo hacer para poner dos historias en una sola portada.
Y es que hasta los alemanes, pragmáticos, clínicos, eficientes, se unieron a la ola de ilusión que este verano arrastró a millones y millones de personas de una esquina a la otra del continente. Enamorados, como los españoles, de su selección, los teutones se suponían superiores (cuándo no) a 14 de las 15 naciones a las que se medían en esta ocasión. Pero ni siquiera los niveles inusualmente altos de expectativa en un país que se siente casi orgullosa de su mediana cultura futbolística pudieron mitigar el entusiasmo de la afición por el torneo: inclusive cuando Alemania se enfrentó a Grecia, en un partido que unos tomaban como metáfora política, mientras otros aseguraban que terminaría en goleada, inclusive entonces, todas las terrazas, los jardines de cerveza y otros establecimientos similares de Munich estaban a reventar, repletos de fanáticos, tanto hombres como mujeres, quienes liberaron la tensión que habían acumulado por mucho más de treinta y nueve minutos cuando Philip Lahm marcó el primero para los germanos. La fiesta del fútbol, que había infectado a los alemanes en el mundial de 2006 y que desde entonces afecta a su sociedad como una epidemia incurable, volvía a causar estragos en una hermosa noche de verano.
De todas las historias, sin embargo, hay una que consiguió captar la atención no solamente de su país, sino del resto de los medios de comunicación de Europa. Fue la de la afición irlandesa, que, a pesar de crisis y rescates, acudió en masa a apoyar a sus chicos en Polonia y en Ucrania. Y es que, hacía 10 años que la República no asistía a un torneo internacional, y 24 que no lo hacía a la Eurocopa. Los de Trapattoni llegaron a la competición sin ningún tipo de expectativa, y sin embargo sus 22.000 aficionados demostraron una complicidad, un orgullo, un amor al arte, cantando a toda voz, inclusive cuando España humillaba futbolísticamente a los suyos, inclusive cuando Italia los castigaba con la eliminación, que a más de uno ha podido hacer pensar que en realidad son ellos los más grandes del mundo.
En definitiva, tres semanas de escapismo monumental azotaron a 16 países de Europa en medio de un verano en el que el mundo parecía que se iba a desplomar, pero no lo hizo. Mírese como se mire, el saldo final tiene que incluir toneladas de ilusión, porque hoy más que nunca, en la era de la televisión y el espectáculo, Europa es la gran enamorada del fútbol.