Home Arpa Evitar la aseveración. Para que haya arte tiene que haber riesgo

Evitar la aseveración. Para que haya arte tiene que haber riesgo

 

Pretender explicar por qué hacemos lo que hacemos no es tarea sencilla. A menudo solemos recurrir a algunos manidos clichés (“es lo que ya me gustaba de pequeño/a”, “mi familia siempre me inculcó el amor por la profesión”, “es lo único que se me da bien”, “no sabría hacer otra cosa”, etcétera). Pero lo cierto es que son innumerables los factores que condicionan y definen nuestra futura ocupación cuando todavía no tenemos ni idea de a qué queremos dedicar nuestra vida. De todos modos, para no convertir este texto en un galimatías de dudas respecto a lo que soy y por qué lo soy, voy a intentar ser tajante y hacer rotundas afirmaciones que, en realidad, no tendrían que ser más que preguntas en voz alta.

 

El interés por el arte surgió de un modo orgánico. Nadie me presionó en ningún momento. Nadie me dijo lo que tenía que ser de mayor ni en qué universidad tenía que estudiar. Nadie me ordenó que me labrase un futuro, que me dedicase a algo de provecho, que me ganase la vida de un modo honrado y decente. O tal vez sí, pero no lo recuerdo. Probablemente no le hice caso.

 

Llegué a la universidad pensando que el arte no era más que dibujo, pintura y escultura; cuanto más bonitos y parecidos al modelo original, mejor. La representación virtuosista surgida de entre las cuatro paredes de la academia. El dominio de una técnica empecinada en la mímesis. Nada más. Un lastre con el que a día de hoy (y tal vez más que nunca) seguimos cargando debido a la deficiente educación artística que solemos recibir de pequeños.

 

Por suerte para mí, hubo profesores que me hicieron olvidar dicha creencia al mostrarme los diversos y heterogéneos modos de expresión del arte contemporáneo. Me descubrieron también que muchas verdades son relativas, la mayor parte de las etiquetas cuestionables y casi todas las técnicas más interesantes cuando se vuelven impuras. Que no tienes por qué definirte exclusivamente como fotógrafo, como pintor, como escritor o como performer. Que lo importante en realidad es tener algo que decir y saber encontrar el mejor modo de hacerlo. Y por decir no me refiero a aseverar una verdad absoluta. Porque decir, también –y sobre todo– puede ser cuestionar, dudar, reflexionar o, simplemente, enfrentarnos a nuestra vida de otro modo que no sea el habitual, aquel al que nos obliga la inercia de la rutina. Adquirir una mirada crítica, no sólo respecto a lo que nos rodea sino también respecto a nosotros mismos.

 

Dichos profesores me descubrieron también que la opción más fácil es optar por los caminos prefabricados. La más fácil, pero en absoluto la mejor. Que el trabajo de un artista ha de estar siempre en constante evolución. Que lo interesante es no haberlo aprendido nunca todo, no tener claro al cien por cien lo que estás haciendo. Porque así, al perderte de vez en cuando por los vericuetos del proceso artístico, descubres cosas. Cosas que de otro modo jamás habrías descubierto. Es por eso que un cierto grado de inseguridad es necesario. Porque la consecuencia natural del riesgo es la inseguridad. Y para que haya arte tiene que haber algo de riesgo, en cualquiera de sus vertientes.

 

Hay incalculables características en común entre el arte contemporáneo y la literatura (que también es arte, al fin y al cabo), y creo que en ese intersticio entre ambos hay muchas cosas interesantes de las que hablar y muchos modos diferentes de hacerlo. Que la relación entre imagen y palabra no tiene por qué ser en absoluto algo pobre o unidireccional. Que la propia “inexactitud” del lenguaje (de las imágenes, de las palabras) lo convierte en algo fascinante, en una versátil herramienta con infinitas posibilidades combinatorias.     

 

Me obsesionan las obras y cómo éstas han sido realizadas: películas, novelas, performances o videoinstalaciones, eso da igual. Siento la irrefrenable curiosidad de levantar la opaca cortina para escudriñar los procesos. El cómo es algo que con frecuencia me obsesiona. Sospecho que por eso aparece también reflejado en mis propias obras. Obras que reflexionan sobre su propio proceso de creación. Y sobre su relación con la literatura. Y sobre la relación de la literatura con la vida. Y de la vida con el arte. Y del arte con el proceso. Porque una obra de arte no es sólo un objeto, es mucho más. A veces, de hecho, si siquiera existe el objeto en cuestión. A veces el objeto es reemplazado por un concepto, idea o situación. Por otra cosa. Y esta obra –sea un objeto o no–, además, también está conformada por su contexto. Y por aquellos espectadores que la observan. Y por todas las interpretaciones que estos realizan de la misma. Y por…

 

No sé cuál es la receta para hacer arte, no tengo ni la menor idea. No poseo un método de trabajo definido. Al menos, no un método de trabajo infalible que utilice una y otra vez en todos los proyectos. Casi siempre empiezo las casas por el tejado, eso sí. Aunque no sé si esto se podría definir como un método. Encuentro algo, muchas veces por casualidad: una frase, una imagen, un indicio, un punctum; una anécdota que para otros podría ser trivial pero que para mí es esencial. A partir de ahí la curiosidad crece y una suerte de caótica investigación se empieza a desarrollar. Recopilo de modo un tanto compulsivo hechos, anécdotas y datos, a sabiendas de que un porcentaje de los mismos seguramente sea ficticio. Busco nexos y, cuando no los hay, los creo. A veces, ni siquiera llego a conclusión alguna. ¿Por qué tendría el arte que llegar a una conclusión?

 

El azar es también un componente importante, aunque siempre lucho para que no predomine sobre todo lo demás. Intento adaptarme a la naturaleza del proyecto, averiguar cuál será la mejor resolución formal posible. Y si para ello he de aprender una nueva técnica, la aprendo. O al menos lo intento. Y si fracaso en el intento, dicho fracaso formará parte inherente de la obra. Porque el arte, en definitiva, es un acercamiento a no se sabe muy bien qué, que siempre tiene algo de fracaso. Como cualquier éxito parcial, supongo.

 

 

 

 

Marla Jacarilla (Alcoy, España, 1980) es artista visual, escritora y crítica de cine. Llegó a Barcelona en el año 2010 con la excusa de estudiar el Máster de Producciones Artísticas e Investigación de la UB. Desde 2008 es redactora en la revista de crítica cinematográfica Contrapicado y colabora eventualmente en otras publicaciones como El Rayo Verde, apuntes cinematográficos, Culturaca, A*Desk o Cortosfera. Publicó en 2012 Mecánica de la desidia, su primera novela.

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