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Exabrupto literario

 

         

 

Un conocido manual de literatura del siglo XIX escrito por Antonio Gil y Zárate empieza con una alabanza del poder de la palabra y en seguida se pregunta si el acto de la escritura necesita reglas o no. La conclusión de Zárate, formado en el neoclasicismo, aunque romántico por edad y hasta por voluntad propia, es que “un hombre sin la disposición natural no logrará con las reglas ser buen poeta”, pero sin ellas lo más seguro es que sea “un perverso escritor”. Ha corrido mucho desde entonces. Sin embargo, el ideal romántico de la espontaneidad y la libertad de expresión perdura hasta nuestros días. Se exige rigor y oficio al periodista que escribe un reportaje, al académico metido en una tesis doctoral o al guardia de tráfico cuando expide una multa, pero no al novelista o al poeta, y así tenemos que por lo general el novelista y el poeta –el literato por así decir- escribe de manera perversa en la España actual.

 

Nunca ejerceré de Aristarco, pero aconsejaría a los lectores que un día se vayan a la biblioteca, saquen diez novelas de éxito publicadas en estos últimos veinte años y empiecen a hacer calas de manera arbitraria. Les aseguro que muy pronto se encontrarán con oraciones torpes y desmañadas o de una pretensión y rebuscamiento retórico propios del adolescente o de quien empieza a escribir.

 

Hay mucho amateurismo en la literatura española. Nos quejamos de los políticos y echamos en falta un periodismo de investigación, pero a mí me parece que lo peor es esta mala retórica que aqueja al escritor creativo en España. Zárate, en su muy comedido manual, encomiaba el adorno en literatura, pero advertía también de sus muchos peligros. «La expresión Murió mi amigo y aun vivo yo es sencilla, pero sentida”, decía Zárate, pero si en su lugar se dice Mi amigo ha bajado al sombrío imperio de los muertos y yo todavía gozo de la pura luz del radiante astro del día, está claro que cometemos una extravagancia que solo puede producir risa.

 

Pues vayan, vayan a muchos de nuestros novelistas y empiecen a buscar perlas así. Se escribe muchas veces sin ton ni son. Se abusa de la verborrea. Hay una disparidad entre la voz de la calle y la voz narrativa. La influencia de Faulkner ha sido nefasta. Las muchas traducciones (mal endémico en nuestra literatura) interfieren continuamente con la voz natural del escritor, a lo que se añade, claro, el doblaje en el cine y en la televisión. Desde niño el español vive en un sucedáneo cultural. Los dibujos animados, las series, las películas y hasta los deportes se oyen doblados. Todo pasa por el cedazo del traductor, no siempre bueno, no siempre exigente con la nueva versión que debe recrear. Ahora que tanto se habla de la corrupción en la política, deberíamos también fijarnos en la corrupción cultural, mucho más dañina a la larga. Un pueblo sin voz genuina no es pueblo sino colonia.

 

    

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