O al menos eso dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española cuando busqué el significado de ‘verruga’. Que una de las obligaciones del que vende su cuerpo a cambio de dinero es aceptar lo que te echen encima. Todo. De ahí lo del dopaje continuado de Cialis, a sabiendas de que las alteraciones que me deja son más peligrosas que el enfrentarme a un acuerdo con la bandera (o pene) a media asta. Por lo que antes de irme de vacío prefiero llevarme unos cuartos, que nunca se sabe, a lo mejor sólo valdrán para la operación cardíaca el día que me vuelva a pasarme de dosis. Porque Samantha, una irlandesa de cultura irreprochable, pero de medidas desmedidas, poseía, para rizar el rizo, decenas de verrugas a lo largo y ancho de su rostro, cuello y dedos de las manos. Es como si la naturaleza hubiera querido vengarse de ella, atacándola en los lugares más difíciles de esconder, salvo si tu marido es celoso e iraní y te cose a un burka.
La gracia de nuestra cita es que se produjo en un restaurante vegetariano, ya que Samantha, toda digna, dijo que antes de acostarse quería conocerme, simulando el pago en una especie de cita donde nos descubrimos de una manera mucho más humana. Ella, diplomática, lleva tres años por el sudeste asiático –antes en Saigón y ahora en Phnom Penh–, mientras que yo, para intentar ponerme a la altura, le insinué que me gustaba leer, que había dado clases de español a niños camboyanos y que había viajado tanto que los pasaportes se me quedaban pequeños al par de años de entrega.
—Ya, pero ahora eres prostituto.
—Y tú casi una contratista de carne ibérica.
—Yo soy diplomática.
—Y yo cobro por hacer el acto: el sueño de muchos.
Lo que pareció el inicio de una rencilla se quedó en una simple anécdota, cuando el mosqueo lo tenía yo gracias al irrisorio menú que Samantha, algo entrada en kilos, pidió de una carta que sería incomprensible en los países del tercer mundo: albóndigas de soja, ensalada de espárragos, sopa de brócoli –sin brócoli, aseguro–, y de postre, flan de cerezas. Al menos bebimos vino, que parece ser que sí entra en el Corán de los vegetarianos extremos; que estuve a punto de preguntarle desde cuándo se martirizaba de esa manera. Porque repito: su pesaje no era acorde a sus livianas ingestas.
—Samantha, ¿he superado la prueba?
—Sí… me aportas confianza.
—Bueno, entonces, ¿en tu casa o en la mía?
—En la mía. Y cuando entremos –y por favor: pon atención– lo haremos como si fuéramos amigos de toda la vida.
—Es que a mí ya casi no me quedan amigos. ¿Cómo debería comportarme?
Al instante me disculpé, yéndome al servicio donde me introduje media dosis de Cialis ayudada a atravesar el gaznate con un trago de agua no potable: la que recorre cualquier tubería de Phnom Penh, y en general, de casi todo el continente asiático. Debía estar seguro de que no iba a fallarla y confiaba en que esa proporción valdría. Ya de camino a su casa, en el tuk-tuk, me cogió de la mano traspasándome una energía extraña; como si llevara seis años sin agarrarle la mano a alguien.
—Vives bien, jodida…
—¿A qué te refieres?
—A que aquí hay más metros cuadrados que en algunos palacios reales.
—No exageres.
—Me imagino que eres jefa de algo.
—Tengo un puesto de dirección en la UNESCO.
—¡Bingo!
—Y en relación a mi sueldo elijo viviendas amplias.
—Y a prostitutos altos.
—Seguramente.
Antes de encaminarnos al baño, eterna tradición cuando haces el acto con un desconocido al que además debes pagar, y sobre todo cuando el verano monzónico jemer azota tanto que sudar es el pan nuestro de cada día, Samantha, que para ser vegetariana era también bastante alcohólica, descorchó un extraño vino chileno que no sació mi paladar aunque sí mi curiosidad.
—No es demasiado potente. ¿Por qué chileno?
—Yo sólo compro vinos de países que intentan salir adelante. Invertir en Francia, o en tu país, es una bobada.
—Bobada es beber lo que no toca por seguir un Corán extremista.
—¿Acaso no te gusta?
—Este Carmenere chileno es, por orden de aparición en mis papilas gustativas y resto de sentidos: plano, falsamente vetusto, descompensado, de grado alcohólico incomprensible, y de etiqueta mediocre. Y ningún bodeguero que se precie etiquetaría un buen vino con esta mierda de pegatina adornada por un logo infantil en donde sale reflejado un tigre. Cuando en Chile los tigres no abundan, precisamente.
—Lo importante es el contenido.
—De eso nada: para ti lo importante, y lo acabas de decir, es que si el vino proviene de Etiopía ya es válido.
—En Etiopía no se producen vinos.
—Ni en Irlanda paladares.
Luego discutimos sobre James Joyce y su incomprensible Ulises, llegando a la conclusión que el mundo saldrá adelante el día que no haya naciones, o al menos, nacionalistas.
—Ese libro es la biblia.
—Me juego ambos testículos a que o ni lo has leído o que si lo hiciste no te enteraste de nada.
—No eres irlandés.
—Ya, pero sí tengo paladar.
Ante la hecatombe que se avecinaba –estaba cerca de ser expulsado de su casa perdiendo 50 dólares americanos– frené, desnudándome en una extraña pleitesía hacia mi clienta que mientras me despelotaba llenó su bañera de diseño con forma ovalada. El agua ardía. Y los jabones extraños hervían en una superficie que quedó rota cuando nuestros cuerpos se adentraron en aquella extraña bañera, tan profunda y larga, que casi habría valido como piscina para muchos parias de clase media: de esos que se hipotecan por treinta años y votan cada cuatro; a veces hasta veranean en Cancún.
—¿Me acaricias los pies?
—Soy todo un profesional.
Y la masajeé hasta el extremo. Hasta el límite del orgasmo. Cuando tocar pies de occidentales entradas en años con cuerpos voluminosos no sale reflejado en ninguna guía del ocio. De pronto, Samantha se colocó sobre mi entrepierna. Dentro de la bañera. Dándome la espalda. Que fue cuando saqué mis dedos arrugados del agua para sorteando la capa insidiosa de jabones y demás potingues, acariciarla su cara, provista de tantas verrugas que fue imposible esquivar el asunto. De hecho jugueteé con ellos, como si de pezones varios se trataran.
—¿No te dan saco?
—¿Asco?
—A mí me dan.
—¿Por?
—Porque llevo siendo rechazada por mis verrugas desde el instituto.
—El ser humano es cruel; y el infante ignorante.
—Gracias por tus palabras. Pero no me puedo creer que te gusten mis verrugas.
—No es que me gusten o no. Es una cuestión de normalidad: cada vez que he estado en esta situación o parecida he acariciado caras, apartándome de sus cualidades, así como piernas y brazos, hubieran sido gordos, peludos o arrugados. Quiero decir: a estas alturas del partido ya sólo queda provocar la penetración.
—Pues yo cargo con las verrugas un trauma de dimensiones bíblicas.
—Porque ni te has aceptado ni te han aceptado.
—Tengo 49 años. Sé que lo me digo.
—Y yo 40. Y no creo que necesite nueve años más para darte la razón.
Luego la penetré. Sin condón. En un alarde de confianza que ni fue forzado por mí ni por ella. Debió ser el jabón abundante que colaboro de manera irreverente. Ya dentro del riesgo que ameniza las vidas de no pocos continuamos con la tarea hasta que la levanté en volandas y la posé sobre la cama, empapada en agua, resbalosa de tantas sales de baño, cuando me apretó su cara contra la mía para tirarme una frase única.
—Si estas verrugas no te dan asco debe ser o porque eres ciego o porque, en realidad, te estoy pagando.
—A mí no se me levanta así como así. Y sí esto está erguido ya tienes la respuesta.
—Debería haberte encontrado antes. O al menos a gente como tú. A la que los defectos físicos le importan poco.
Luego eyaculé. Dentro. Porque con 49 años había poco riesgo de embarazo. Y porque en realidad ella me lo pidió a cada jadeo ascendente, cuando la hembra reconoce esa respiración incontrolable, esos latidos arrítmicos, esa cara que se difumina en quince segundos de regadío, cuando llegué a comprender que Samantha sin verrugas no sería Samantha, sino otra cualquiera.
—¿Por qué te has corrido dentro?
—Mi semen, Samantha, posee particularidades mágicas, farmacéuticas: penetran por la vagina, se mezclan con la sangre, y ascienden hasta tu cara y cuello, donde borrarán esas verrugas que tanto te afectan.
—¿Te has hecho las pruebas del sida?
—No. Lo de sufrir no van conmigo.
—¿Y si lo tuvieras y me lo contagiaras?
—Lotería. Como que ahora vuelva a casa y me vuelquen el tuk-tuk partiéndome la crisma.
Por supuesto que volví a mi zulo a pata. Supersticioso. Caminado entre aceras repletas de Lexus aparcados, de motos y moteros entregados al viajero que quiere ser transportado, cuando la lluvia arreciaba y yo sorteaba charcos, pensando en Samantha, una mujer de bandera a la que las verrugas habían dominado su vida. Al menos en parte.
Ya en el hotel, donde por suerte nunca me espera nadie, salvo el recepcionista que cada lunes me exige el pago por adelantado de la semana siguiente, me concentré para dormirme cuando Samantha, una irlandesa dirigente con verrugas a tutiplén, me envió un mensaje atípico: “Gracias por la conversación y el sexo. Y si me tocara la lotería del sida ya casi rozo los cincuenta. O sea, toda una vida plena vivida. Y a medicarme. Que yo sí que puedo”. Debí quedarme dormido al instante. A la mañana siguiente tenía mensajes extraños: una tal Danuta, que dijo ser polaca, me preguntó qué tipo de servicios estaba dispuesto a realizar. Le contesté, por supuesto, que era capaz de llegar hasta el masaje de pies y la eyaculación interna sin mediación del látex. Luego un tal Nazario, que sospeché brasileño –porque los portugueses son menos, viajan menos y son más comedidos–, me pedía sexo en grupo. Entre mi cartilla de ahorros bancaria y mis bolsillos con diversos billetes de veinte dólares decidí tomarme aquel domingo de manera triunfal: me fui a hacer un masaje donde casi le pagué veinte dólares a la masajista por la paja. Porque todo no es recibir. Que hay que dar. Y Danuta y Nazario que esperen, sin desesperar.
Joaquín Campos, 22/07/14, Phnom Penh.