Nota.- Hace tres semanas apareció en fronterad mi texto Antes y después del Big Bang, como primer capítulo, extemporáneo, de una especie de novela que estoy escribiendo, que aún estoy escribiendo. Digo especie de novela porque yo no estoy dotado para crear una novela tipo de las de Gonzalo Torrente Ballester, pongamos por caso, esas grandes novelas del ferrolano estructuradas en una magnífica trama tanto espacial como temporal. Aunque especie de novela la mía, como digo, novela es porque cumple con los requisitos de la novela, pues desarrolla un personaje, el protagonista, y otros secundarios, a través del tiempo. Hoy presento a ese personaje. Y pienso previamente publicar este trabajo como un folletón, aunque no la obra entera. Quiero dar un extracto bastante amplio de la misma antes de que aparezca en papel.
ACONSEJADO POR ALBERTO CAEIRO
El personaje de nuestra historia se llamaba Aldo. Este relato tiene su inicio cuando él tenía, más o menos, 70 años y llevaba unos cuantos jubilado. Su vida estuvo acompañada, durante un corrido trecho de decenios, por mujeres, por esposas, llegando a ser, al cabo, un viudo múltiple. No le fue bien con ninguna, y al morirse todas, en el transcurso de la relación, le hicieron un gran favor, evitando, gracias a la fatal circunstancia, desagradables rupturas. Todas esas mujeres tenían un solo nombre: Elvira; Elvira I, Elvira II, Elvira III y así. A partir del momento de fallecer la última Elvira, Aldo se sumió en una soledad benefactora; la consideró más provechosa cuando esa soledad descansa en reglamentada compañía, manteniéndola como hipótesis. Previamente se vio asediado por una indecisión frente a diversas posibilidades: vivir solo en su casa, teniendo que comprar los alimentos, cocinarlos, fregar el suelo de la vivienda, abrillantar los baños…, cargar con los leños para prenderlos en la estufa, ordenarlos cuando acababan de descargarlos, despojar la ceniza diariamente; en fin, menesteres que cada día se le hacían más pesados. Cabía la posibilidad de contratar un fámulo, o una fámula, para que le hiciera esas cosas. Desechó la idea. También pensó en optar por transcurrir como un vagabundo, recorriendo en su coche kilómetros y más kilómetros a lo largo de diversos países, conversando con los que se encontrase en el camino; rechazó también esta opción. Ingresar en una residencia de ancianos, o de mayores, como enuncia el eufemismo, nunca le convenía, pues en verdad estas residencias presentan un panorama deprimente, inevitable para muchos si se carece del dinero suficiente para pagar a cuatro cuidadores.
Aldo sí que tenía un amigo, monje trapense, al que de vez en cuando visitaba, alojándose por unos días en la hospedería que la comunidad cisterciense abre al público. Un día le dijo al monje: Paco, ¿sería posible que me acogierais y vivir con vosotros en la abadía? A lo que Paco contestó: Es posible. Habla con el abad y él impondrá las condiciones. El abad aceptó, exigiéndole media paga de su pensión de jubilado y encargándole que ayudase al bibliotecario del monasterio, que era precisamente Paco. Así, Aldo se vio vestido, porque quiso, con un hábito, cómodo hábito igual –o parecido, diferenciado sólo por el color del escapulario- que el que vestían los demás frailes, ordenados y no ordenados, aunque en muchos momentos, aun dentro del convento, seguía luciendo prendas de paisano, como hacía el resto. No se veía obligado a vestir el hábito, mas comprobó que al hacerlo le confería ciertos privilegios, pues el status de un servidor civil le otorgaba una posición más modesta. Y fue así como se convirtió en hermano lego (este nombre ya no se usaba; el conjunto se distinguía en ordenados y no ordenados; antiguamente los no ordenados se llegaron a llamar conversos; pero, para entenderse, es manejable este vocablo: ‘lego’). Ni siquiera era postulante, pues no estaba en sus miras convertirse en un religioso. Sin embargo, Aldo sentía la religión como un San Manuel Bueno Mártir, considerando a Cristo únicamente dotado de la posibilidad de ser sólo un héroe (como todos los héroes, murió joven, y de manera injusta), o un modelo, como Buda, sin ser Dios. A fin de cuentas, comenzó a residir buenamente entre los bellos muros de la abadía, asistiendo regularmente a los oficios y disfrutando de su soledad (escribiendo, leyendo, conversando discretamente con Paco) en sosegada convivencia con el conjunto de pacíficos trapenses.
Comía bien, recorría, para hacer ejercicio, las galerías de los amplios claustros, y gozaba de unas merecidas vacaciones durante quince días al año, que los pasaba, sobre todo al principio de su estancia, con hijos y nietos y otros amigos y amigas, además de, puntualmente, algún otro puente festivo en que solía alojarse, en secreto (o, sin ser tan solemnes, simplemente sin que nadie lo supiera) en alguna otra hospedería monacal de las que generosamente se reparten por la geografía peninsular.
En plena madrugada, Aldo se despertaba para participar en el oficio de Maitines. Antes de ajustarse el hábito, aún no levantado de la angosta camita, sentado en su costado, asía el teléfono celular y miraba el estado de wasap que había puesto, un poco antes, su amigo el escritor, traductor, editor y pescador de truchas Manuel Martínez Forega, zaragozano nacido en Molina de Aragón. Como se sabe, un estado de wasap se suele componer de una imagen acompañada de unas pocas palabras, y dura, exhibida en el móvil, justo 24 horas. Los estados de Forega eran un portento de selecta unión de texto e imagen. Verbigracia: «Todo ser vivo, cuando muere, es implícitamente un iniciado en la muerte, de cuyo rito nada nos dice. Los vivos quedamos para imaginarlo. Éste es el origen de todas las confesiones que creen en el más allá.» La imagen que acompañaba a este texto impecable era la pintura de Jean-Léon Gérôme Gólgota, Consumatum est.
A Aldo le gustaba disfrutar de su soledad, frente al mundo, asimismo gozando en paz contemplando el mundo, pues la dichosa soledad no es para rechazar el mundo sino para acogerlo en su totalidad. Se cobijaba, casi todas las mañanas, muy a primera hora, en un grato rincón del jardín selvático que crece, con gustoso desorden, dentro del recinto de la abadía, pareciéndole entonces que toda la Naturaleza, sin gente, viene a sentarse a su lado. Estaba triste, o no se puede decir que estuviese alegre, pero en todo caso su tristeza, en verdad, es una plenitud de sosiego; una tristeza natural y justa.
Comenzaba a pensar, queda claro. Es un tanto difícil dejar transcurrir la vigilia sin pensar. Se deja uno llevar por el pensamiento, sintiendo apenas: “Lo que en mí siente está pensando”, escribía el poeta Fernando Pessoa. Pero pasa que a veces pensar incomoda, incomoda como andar, desprovistos, bajo la lluvia. E incomoda mucho más cuando el viento arrecia y es inútil llevar paraguas, pareciendo que llueve más.
Meditando profundamente, reduciendo al mínimo el pensamiento, Aldo sentía, sosegado en su banco de piedra, ataviado con pantalones y sudadera, pues vestía siempre de paisano en esa secuencia del día; sentía que él nacía a cada momento -recién inaugurada la mañana- para la eterna novedad del mundo. Creía en el mundo porque lo veía, mas no quería adosar filosofía a esta visión; sólo anhelaba tener sentidos. Sólo ser inocente y creer que la única inocencia es no pensar. Que en no pensar en nada ya hay suficiente metafísica.
¿Qué metafísica tienen los árboles?, insistía en ello cuando le llegaba el primer rayo de sol: La metafísica de ser verdes, de tener ramas, la de dar fruto en su momento, cosas que no les hacen pensar. La constitución íntima de las cosas, el sentido íntimo del Universo…, ¡bah!, y este ¡bah! se producía sonoramente. Todo esto es falso, todo esto no quiere decir nada. Es increíble pensar en estas cosas, se repetía. El único sentido íntimo de las cosas es que no tienen ningún sentido íntimo.
Aldo pasaba por ser, coyunturalmente, un medio fraile, aunque de ningún modo se le podía aplicar la palabra fraile. Cierto que no creía en Dios porque nunca lo había visto. Aldo monologaba, estableciendo su monólogo en un susurro que parecía surgir de la brisilla matinal: «Si Dios quisiese que yo creyese en él, no habría duda de que vendría a hablar conmigo, y entrando en mi casa me diría: ¡Aquí estoy! Pero si Dios fuese las flores y los árboles y los montes y el sol y el claro de luna, entonces creería en él, creyendo en él a todas horas, y mi vida sería una oración entera y una misa y un comulgar con todos los sentidos. Pero si Dios es los árboles, las flores, los montes, el claro de luna y el sol, ¿por qué le llamo Dios?»
Concluía, convencido, antes de santiguarse: «Pensar en Dios es desobedecer a Dios. Porque Dios quiso que no le conociésemos. Por eso no se nos mostró.»
Abría un libro, un libro de poemas, arrullándose en unas cuantas sustanciosas páginas. Dejaba, de nuevo, cerrado el libro. Contentado seguía reflexionando defendiendo la idea de ser simples, ser simples y tranquilos como los arroyos y los árboles. Y no siempre querer ser feliz, habiendo de ser infelices, de vez en cuando, para poder sentirse naturales. Porque es muy necesario ser natural para estar tranquilos en la felicidad y en la infelicidad. Pues lo esencial es, simplemente saber ver, saber ver sin estar pensando.
Una flor, ¿tiene belleza? ¿Tiene belleza un fruto? No: tienen color y forma y sólo existen. La belleza es el nombre de algo que no existe. Los poetas místicos son filósofos enfermos, y los filósofos son hombres enfermizos. Los poetas místicos dicen que las flores sienten y dicen que las piedras tienen alma y que los ríos, como si reaccionasen humanamente, entran en éxtasis en los claros de luna. Pero las flores, si sintiesen, no serían flores, serían gente; y si las piedras tuviesen alma, serían cosas vivas, no serían piedras, trozos muertos; y si los ríos padeciesen éxtasis en los claros de luna, los ríos, lo que serían, serían hombres enfermos.
Aldo reconocía (sigue la mañana avanzando; y él sentía un poco de calor en sus ropas), reconocía que sólo podía comprender el exterior de la Naturaleza. No la comprendía en su interior, porque creía que la Naturaleza no tiene interior; suponiendo que si la Naturaleza tuviese interior no sería Naturaleza. Se figuraba que la Naturaleza es nada más que una Gran Apariencia. Por eso, Aldo deseaba poseer un alma sencilla, que no pensase, y cantar a una Naturaleza que él no supiese lo que realmente es. Anhelaba el egoísmo natural de las flores y de los ríos que siguen su camino empeñados en sólo florecer y en ir corriendo, siendo esa la única misión que cumplir en el mundo. Y en un momento ingrávido, hallaba este hermano lego tan natural que no se piense, que se puso a reír, preocupado al instante por si otro hermano o padre o la bella cocinera le hubiesen visto.
Tranquilizábase cavilando en que la inquietud, la zozobra, el misterio, no existen, o, por mejor decir, no deberían existir. Se preguntaba por el misterio de las cosas. ¿Dónde está ese misterio?, se volvía a preguntar, ¿dónde está que no aparece ni se muestra como misterio? Tenía gran fe en asegurar que el único misterio oculto de las cosas es que no tienen ningún misterio oculto, ya que las cosas son realmente lo que parecen ser y no hay nada más que comprender. Las cosas no significan nada; tan sólo tienen existencia.
Aldo ya iba concluyendo su meditación y elevando los ojos al cielo imploraba, cínicamente, que hay que dar gracias a Dios porque haya imperfección en el mundo y que haya gente que se equivoque y que haya gente enferma porque convierte al mundo en variopinto, en más simpático. Si no hubiese imperfección faltaría algo. Tiene que haber, en suma, muchas cosas, muchas cosas intrascendentes para tener mucho que ver y oír.
Y volvía a asegurarse de que en realidad no hay Naturaleza, que la Naturaleza no existe, es decir, que no hay una entidad que se pueda llamar verdaderamente Naturaleza. Eso sí, sólo hay montes, valles, llanuras, sólo hay árboles, flores, hierbas, sólo hay ríos y piedras. No hay un todo que englobe a todo eso; que todo eso a un todo pertenezca. Porque lo cierto es que la Naturaleza es múltiple, es partes sin un todo.
Por fin, Aldo se levantó. Todos los días meditaba lo mismo, o parecido, en esta misma hora de la mañana, reflexionando en idénticos planteamientos, día tras día. Y al dar los primeros pasos para regresar al cenobio, sentía la vida correr dentro de él como un río por su lecho. Y sentía, en su leve trayecto, un gran silencio como el de un dios que duerme.
Entrará al refectorio, desayunará, charlará un rato con sus «compañeros», entre todos bromearán algo para así sonreír mejor a la mañana. Consultará a Paco por su quehacer durante la jornada en la biblioteca. Tras un segundo café, negro, subirá a su habitación para coger el Diurnal, Libro de Horas, cambiarse colocándose el hábito y bajar a la capilla para el siguiente oficio. Dejará el libro del que leyó unas páginas mientras estaba razonando sentado en el banco de piedra del jardín boscoso. Siempre era el mismo libro, un volumen poético del poeta portugués Alberto Caeiro: O guardador de rebanhos.
Alberto Caeiro nació en 1889 en Lisboa y murió de tuberculosis en la misma ciudad en 1915. Físicamente era de estatura mediana, cabello rubio albino y ojos azules. Vivió casi toda su vida en el campo, en la región portuguesa de Ribatejo. No tuvo más educación que la enseñanza de la escuela primaria, cometiendo, por esta razón, errores al escribir, ortográficos y prosódicos. El estilo de sus poemas es sencillo y despojado. A pesar de su aislamiento y su poca preparación académica, fue un maestro que tuvo algunos discípulos, como, entre otros, el filósofo António Mora y los poetas Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Fernando Pessoa. Ricardo Reis recogió su obra, contenida en papeles dispersos. Uno de estos poetas, Álvaro de Campos, diría de él: «Es muy curiosa la compleja simplicidad de Caeiro. Es también muy curiosa la evolución de su concepto de universo o, mejor, de la falta de universo. Siendo absolutamente un sensacionista, sus sensaciones son inteligentes, tienen raciocinio propio, tienen un poder crítico propio.» Otro crítico tomará la poesía de Caeiro como pagana, exactamente como neopagana, pero, ajustando la opinión, el paganismo de la poesía de Caeiro excedía lo pagano, situándose en un puro paganismo.
Nuestro buen Aldo, de ese libro predilecto, El guardador de rebaños, atendía, con un especial cariño, muy intenso, a estos versos: «No tengo ambiciones ni deseos. Ser poeta no es una ambición mía, es mi manera de estar solo.» Aldo recordaba haber leído que la camarera que le dio a unos soldados portugueses, en Lisboa, el día 25 de abril de 1974, un manojo de claveles en lugar de los cigarrillos que habían pedido, y los soldados introdujeron los tallos en las bocachas de sus fusiles, en lugar de disparar, poniendo nombre a lo que estaba pasando: Revolución de los Claveles; esa joven camarera se llamaba Celeste y se apellidaba precisamente Caeiro.
(continuará)