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Experiencias fundantes (3)

 

Nota.- Hace un par de semanas, se publicó el capítulo Aconsejado por Alberto Caeiro, el segundo de mi novela Experiencias fundantes, que estoy dando para fronterad como, más que un folletón, un amplio extracto de la misma. En ese capítulo anterior se presentaba al personaje. En éste, se desarrolla su orientación, confrontada con los recuerdos, con respecto al concepto del amor, concepto que en el transcurso de la vida de Aldo adquiere una condición cambiante.

Laura de Noves. Licencia de French School

EMPEÑO DE NEGAR EL AMOR

Aldo creyó, durante mucho tiempo, que el sexo era la conformación de un arco, angelical, que se sobreponía a toda vicisitud, ennobleciendo la existencia y salvando el destino. Por supuesto que él valoraba el sexo como algo siempre positivo. Nunca se percató, durante ese entonces, de que el sexo actuaba como un arma, desgraciadamente con fofa empuñadura, muchas veces, y las más de las veces de feble filo. Luego descubrió que, aunque el sexo se revelase en una disposición inocua, inocente, y aun cargado del más intenso placer, su saldo, al cabo del orgasmo, siempre habría de resultar un acto intrascendente, aunque en aquellos tiempos de juventud no se quisiera reconocer.

El sexo está movido por el deseo, obvio es decirlo. Y ese deseo es movido por lo más íntimo y acuciante de la vida, y surge, siempre como base ideal, para que un nuevo ser se reproduzca con la belleza de ese deseo que se está realizando concluyendo con el placer más inigualable, mas, por desgracia, muy momentáneo. Ejercitar el sexo es fecundar, independientemente del hecho orgánico; es pergeñar esa idea que parte del deseo para imbuirla en una perfección absoluta y convertirla en la estrenada figura diseñada por la excitación de los amantes. Creada esa figura, el hijo, norte ideal por encima de la figura balbuciente, la excitación del deseo promotor pasa a segundo plano. Por lo tanto el ardor se agota, primando un sosegado resultado, apto para durar.

Aldo, conviviendo con Elvira (una de ellas, no importa cuál), y conviviendo mal, llegó a conceder, durante un tiempo no precisamente breve, y lo mismo hacía Elvira, una suprema prevalencia al sexo. Por lo que era contumaz la creencia, en ambos, de que el sexo iba a resolver las constantes desavenencias. Sin esa unión melodiosa que, con delicia y certero compás, avanzaba en los cuerpos, en demora y tan bien aprovechada, durante el principio de su relación, cuando digamos que se amaban, en los últimos años de estar juntos, ya en la cama y a oscuras y muy tarde, ciertamente agotados, se tocaban, todavía bastante fríos, hasta que él alcanzaba la erección y ella se sentía húmeda, aunque no lo bastante. Se propinaban besos hirsutos, caricias que no hacían más que comprimir con tosquedad el cuerpo del contrario; híspidos eran sus jadeos y en sus deformes expresiones surgía en ocasiones el sintagma insincero, soltado de corrido, “te quiero”. El coito, agónico, cundía en un pispás, y al segundo volvía a estar establecida entre ellos esa enorme distancia. Todo, al cabo, constituido en una miseria pomposa.

Aldo también frecuentó la prostitución. Si bien no tanto como un amigo suyo, poeta, colega, que entraba en el burdel con sus recién publicados poemarios y firmaba esos libros a las putas. Aldo consideraba el oficio remoto como un recurso salvador. Lo idealizaba antes de acudir a los prostíbulos, hasta el extremo de creerlos magníficos asuntos amorosos y, claro, casi todas las veces, aunque, si bien, no todas, salía desengañado. Esos encuentros, por desdicha, solían trascender como un negocio, un trato estrictamente comercial, aunque los hombres ideasen quimeras.

Esos tiempos de trepidante modernidad -trepidante modernidad en lo político y lo sexual que Aldo conoció- mostraban una seria quiebra con lo anteriormente establecido. En cuanto a la política, se implantó el abrupto concepto “enemigo”, olvidando por completo el templado concepto de antes, “adversario”. En lo sexual se alteró, en muy elevada medida, la invariable situación tradicional de los géneros en la especie humana. La homosexualidad siempre había existido, como es sabido, en un notable número; y al aceptarse por la sociedad se abrió para los homosexuales la posibilidad de la que gozaban los heterosexuales, como casarse y tener hijos dentro de la ley. El problema de sentirse orientado al otro sexo, contrario al que, biológicamente, uno había sido marcado al nacer, también existía, pero en contadas ocasiones. Se llegó a legalizar el cambio de sexo, con pocas trabas para materializarse, y entonces el asunto se banalizó. El tema de la homosexualidad también se frivolizó: mujeres que habían estado casadas largos años con un hombre, al divorciarse se emparejaron con una mujer. Y este problema, el del cambio de sexo y orientación sexual, afectó profundamente a los jóvenes, teniendo un tanto liado el asunto, sintiendo curiosidad por probarlo todo: homosexualidad, bisexualidad, ser hombres en lugar de mujeres o viceversa. Cuando dejaron de ser jóvenes, no supieron saber realmente qué les iba.

Y una cosa que apreció Aldo en esos tiempos, también afectaba, según él, a lo religioso, al cambio de ciertos roles y circunstancias tradicionales en el ámbito religioso. Ahora que es hermano lego, trata de vez en cuando con monjas, pues a algún grupo de ellas les ofrece algún curso práctico de literatura. Les habla, aunque no sólo, de la belleza del Eclesiastés y de la excelsa retórica del trapense Thomas Merton. Les lee poemas de un autor español hoy poco conocido, José Luis Martín Descalzo  (1930-1991), excelente poeta que, además, cultivó el periodismo y la novela, siendo sacerdote; cubrió, para la revista Blanco y Negro, de la que Martín Descalzo era director, la marcha del Concilio Vaticano II. Este moderno escritor creía que los medios de comunicación estaban llamados a sustituir al magisterio de la Iglesia en la formación espiritual de las masas y que, por lo tanto, el periodismo era el sacerdocio de la modernidad.

Las monjas, las jóvenes monjas, ya no eran lo que habían sido. Ahora, las ventanas de los conventos donde residen exhiben sus persianas alzadas. Antes, unas muchachas no muy agraciadas físicamente, procedentes de unas familias muy creyentes, no tenían más remedio que entregarse a una congregación, con sus ventajas consoladoras de convivencia comunitaria, para así no vivir como feas solteronas recalcitrantes. Mas entonces comprobó Aldo que había chicas guapas, delgadas, con estilo, y que vestían tan a gusto el hábito, con el rosario colgado graciosamente de la cintilla que servía de cinturón. Muchas de ellas eran hijas de matrimonios separados, laicos, de izquierdas. Él pensaba que esa confusión sexual de los jóvenes tuvo, en algunos de ellos, una salida precisamente concebida como una cómoda renuncia a la sexualidad, para así ellas vivir, ejerciendo de convencidas feministas, en grata compañía de mujeres. Al salir de estos cursos en los que coincidían monjes y monjas, se permitían a veces, juntos, estos miembros de los dos sexos, una discreta fiestecilla en forma de pequeña merendola. Aldo veía, con agrado, la manera tan elegante de coger la copa de vino que mostraban estas muchachas consagradas, de risas seductoras, conduciendo dúctiles conversaciones un pelín heterodoxas, aunque llevadas con una sugestiva cautela.

Sin ninguna duda, Aldo pensaba que estas órdenes femeninas han mejorado, ejercitando esa juiciosa sensualidad, amable y colorida, que también es cosa de Dios. Gozar hablando con estas mozas monjiles (mejor decir monásticas, evitando el cierto desprecio del vocablo “monjil”), sin necesidad de entorpecer la charla con deseos intempestivos de ligar con ellas, para nuestro buen Aldo suponía una entera delicia, signada por una suerte de inocencia de no dejaba de manifestarse, empero, tal un pequeño juego voluptuoso, siempre con la copa en la mano, en el fluido y elocuente momento que precede al irse cada uno a su camita en solitario.

Para Aldo, el sexo, la apremiante carnalidad, la unión de pegajosos humores, fue ya cosa completamente extinguida en él, en esas alturas, ya de una vez por todas. Aldo, muy tranquilo, dio totalmente de lado el sexo. Como mucho se fabricaba, de una manera muy secundaria, alguna que otra fantasía de amor platónico. El último referido a una joven, que frecuentaba la abadía para preparar la recta final del estudio de oposiciones, y ella, por sus asiduas visitas, preparaba muchas oposiciones, y se llamaba Lidia. Qué casualidad, Lidia, el amor de Horacio. Cuando comían los frailes, a uno de ellos le tocaba anunciar que ya tenían las bandejas de la comida dispuestas en la mesa. Pues bien, uno de esos frailes, cuando tenía que hacerlo, soltaba siempre, con la voz engallada y sarcástica, una cita de  Hemingway: “Venid a comer, hijos de puta, o tiro la comida a la basura”, extraída de una de las últimas novelas del norteamericano, Al otro lado del río y entre los árboles. Todos sonreían ante la bufonada de costumbre de ese hermano. El que servía la comida a los huéspedes era el llamado hermano hospedero. Llegaba al comedor con una enorme camarera y ponía las bandejas en la mesa donde comen los que se alojan, las del primer y segundo platos. Del postre, del pan y de las bebidas se servían los albergados, tomándolas del refrigerador de una cocinilla, donde fregaban los platos cuando acababan de comer, y de un aparador en el office.

Cuando llegaba Lidia, Aldo le pedía al hospedero que le dejase a él servir la mesa, a lo que el hospedero accedía con una sonrisilla maliciosa. Lidia seguro que no tiene, pensaba Aldo, una edad superior a treinta años. Era más bien alta, poseía un tipo delgado, pero de carnes bien formadas y no raquíticas, y su rostro era perfectamente ovalado, remarcado por una melena que bajaba de sus hombros y que ayudaba a definir, de un modo cabal, esa forma geométrica del semblante. Sus cejas semejaban dos tenues alas, elevando su parecido. Sus ojos eran rasgados, al igual de su boca, mas no de un afilado estrecho sino amplio. Su nariz era potente y, aunque grande, no ancha, sino con una exacta inclinación rectilínea. Y su barbilla era una curva idónea, resaltando su tez tintada de una piel adorablemente blanca. El rictus de Lidia tendía a la seriedad, pero cuando sonreía, el aire en torno suyo se veía, de forma clara, que se abría. Aldo no intercambió una sola palabra con ella. Al dejar las bandejas, recibía, en tono calmo, un ¡gracias! comedido de Lidia. En cierta ocasión, uno de los comensales la invitó amablemente a que dijese la oración de acción de gracias por recibir los alimentos, extendiéndole una chuleta, que ella rechazó, empezando a improvisar. Aldo entonces no salió del comedor, rebuscando, en realidad disimulando, en uno de los cajones del mobiliario. Lidia dijo que había que dar las gracias no sólo por los alimentos recibidos sino por la paz en que se encontraban, pues sin paz era muy difícil comer. Aldo suspiró por lo bajini quedándose encantado.

Al coincidir en uno de los claustros, Lidia con un libro en la mano, Aldo caminando despacio, al encontrarse intercambiaron un leve gesto y una, en verdad, dulce sonrisa. Aldo escribió sobre este amor platónico, no tanto como Dante refiriéndose a su Beatriz, a la que dedicó un libro entero, Vita nuova, y una cantiga de su Comedia, a pesar de que esta Beatriz no le hizo caso y se casó con otro; o Petrarca, que trató de Laura de Noves totalmente en su Cancionero: 366 poemas en honor de Madonna Laura.

Uno de sus poetas amigos, en este caso íntimo suyo, escribió una composición en la que aunaba la condición de Laura de Noves, amor platónico de Francesco Petrarca, con la de una simple prostituta. En el poema, Laura encubre su cuerpo blanco en un angosto apartamento de la extensa urbe, dedicada a una antigua profesión. También se dice que Laura pasaba sus días junto a un altoparlante oyendo parcas melodías y el tráfico del bulevar. En esto pasaba el tiempo, oyendo parcas melodías y el ruido de la calle cuando no había de cumplir los menesteres del oficio remoto. A veces, pensativa, sosteniendo una taza en la mano, Laura de Noves, pobre prostituta, sospechaba que el destino algo grande le deparaba. Mientras tanto, Francesco Petrarca, proxeneta de Laura, sobre todo si su cabeza estaba caliente, se relamía de gusto pensando en su solemne cuerpo blanco. Y Francisco, rufián, chulo de Laura, tras esos arrumacos líricos, cuatro veces al año la visitaba y gastaban “más de una hora en hacer el amor», último verso del poema. Y ese “más de una hora”, en lugar de esa media hora convenida con el vulgar cliente, significaba, qué duda cabe, una entrega amorosa. Y hay que pensar también que la Lidia de Horacio, con el mismo estatuto platónico que Laura de Noves, pudo haber sido una cortesana. Véase cómo Horacio siente celos al comprobar que Lidia se entrega a otros hombres:

Cum tu, Lydia, Telephi
cervicem roseam, cerea Telephi
laudas bracchia, uae, meum
feruens difficili bile tumet iecur.
Tunc nec mens mihi nec color
certa sede manet, umor et in genas
furtim labitur, arguens
quam lentis penitus macerer ignibus. 

(“Cuando tú elogias, Lidia, el rosáceo cuello / de Télefo, y sus brazos de cera, ¡ay!, mi hígado / se va hinchando de ardiente hiel. Entonces, / pierdo el color y el juicio, / y sobre mis mejillas unas lágrimas / se deslizan furtivas, muestran cuán hondamente / un fuego inextinguible me consume.”) La traducción en castellano de estos versos ha sido realizada, tan lírica, tan exacta y a la vez  tan libremente, por el activo poeta Enrique Badosa, un barcelonés que vivió 94 años y que además fue editor en la importante empresa editorial catalana Plaza & Janés, dirigiendo dos importantes colecciones de poesía española y de poesía universal. Uno de sus libros más conocidos es Marco Aurelio, 14, y curiosamente Badosa residía en esa calle y ese número de la ciudad de Barcelona.

Por sus circunstancias, por sus reflexiones, o por las conclusiones a que ha llegado, Aldo no creía en el amor, mejor dicho, no creía, o creía muy poco, en el término amor, en la palabra amor. Pensaba que amor está sobrevalorado, pervertido, por mejor decir, en manos de las religiones, especialmente las cristianas. La expresión “amor propio” no es presamente altruista, como de amor predica el cristianismo. Su entendimiento se complica por esa mistificación que precisamente las religiones le confieren. Él prefería, mejor que amor, utilizar sus múltiples sinónimos, concretos, más prácticos para cada caso: estima, afecto, cariño, aprecio, apego, bondad, querer, etc. En catalán, querer decir “te amo” se dice “te estimo”, “t’estimo”. La palabra amor, por culpa del cristianismo, está ciertamente inflada, manipulada. Un creyente contestaría a Aldo: “No, somos nosotros, los seres humanos, quienes la hemos manipulado, tergiversado, inflado, manoseado, perdiendo el significado que realmente tiene. Conocer a Dios es conocer el AMOR, y vivir la relación de amor con Él es vivir el amor.” Aldo no estaba de acuerdo con esto, aunque fuese una persona que habitualmente vestía un hábito. Pensaba que si amor no fuese la voz-estrella de la religión, que ha trasladado a la palabra amor un sentimiento divino, amor tendría la mera consideración de educación, por ejemplo. Además, Aldo seguía argumentando, la etimología de amor como a-mors=sin muerte, es falsa. La palabra remite al indoeuropeo amma, que es como los niños llamaban a sus madres. Ya los romanos, a través del latín, corrompieron el término, pues el pueblo debía, así, amar a sus dioses.

El amor, concebido tópicamente, es ridículo. El poeta portugués Álvaro de Campos expresaba en uno de sus poemas que todas las cartas de amor son ridículas, aduciendo que no serían cartas de amor si no fuesen ridículas. El poeta confiesa en el poema que él también escribió en sus tiempos cartas de amor; cartas de amor, como las demás, ridículas. E insistía, en una siguiente estrofa, que las cartas de amor, si hay amor, tienen que ser ridículas. En un momento dado, acomoda, en un oportuno desvío, el mensaje que venía construyendo en la siguiente consideración: Al final, sólo las criaturas que nunca han escrito cartas de amor son las que son ridículas. Mas el poeta reconocía que sus recuerdos actuales de aquellas cartas de amor son los que son ridículos. Y concluye el poema con un espléndido final-sorpresa: “(Todas las palabras esdrújulas, / Igual que los sentimientos esdrújulos, / Son naturalmente / Ridículas.) 21.10.1935.

(continuará)

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